Le salían en blanco y negro. O a todo color. Dependiendo de su estado de ánimo. Porque sus palabras tenían más forma que ninguna imagen. El era el hombre que fotografiaba en prosa.
A veces las utilizaba como un collage. Otras, sueltas. Encuadras o desencuadradas. Era capaz de fotografiar en pocas líneas un primer plano, uno medio o un paisaje. Las panorámicas se le hacían muy largas. Por eso le gustaban menos. Lo mismo le pasaba cuando usaba los grandes angulares.
Hacía reportajes de bodas, bautizos y comuniones. Le contrataban porque los eventos sociales, aunque le disgustaran, eran una de sus especialidades. Y los cobraba bien.
Los retratos en prosa de los animales le parecían pobres. Le salían carentes de espíritu. Sin embargo, los personales, los íntimos, incluso los eróticos, le fascinaban. Aunque intentaba evitar estos últimos. O si los hacía, los guardaba para él. Exclusivamente.
Siempre prefirió usar su prosa para retratar, más que utilizarla como un arma. No quería hacer daño. Aunque podría. La precisión y la potencia de sus palabras destrozarían masivamente a cualquier otro ser humano.
Pero prefirió utilizar su don para describir el mundo que le rodeaba. Y la humanidad que moraba en él.