Represión

…Continuación (de Brillaba como un diamante)

Sentí una enorme decepción.
Incluso en Babylon.
Se habían infiltrado.
Caperucita y el reprimido de Grey también.
La empatía afectiva tiene la culpa.

La represión es infinita.
Entre los humanos.
Y los reprimidos son un universo.
La frustración y la oscuridad de sus deseos les lleva a cometer horrendos crímenes.
Que esconden.
Los cobardes viven fingiendo.
Fingiendo bondades de las que carecen.
Y dando lecciones al resto.
O lo contrario.
Los valientes se atreven.
Las exhiben ante el mundo.
Incluso en orgías de violencia masiva.

Y más algunos…
Uno terminó creando campos de exterminio masivo.
Y justificándolo.
Otro, secuestró la inocencia y la torturó durante años.

Lo conocía bien.
Mi infancia.
Entre amigos y conocidos
En el colegio.
Los reprimidos me habían perseguido.
Y ahora.
En mala hora.
Ahora la represión era mercancía.
Para consumo masivo.
En una gran superficie.

El sonido bombardeaba las paredes.
Haciéndolas vibrar.
De repente, se levantaron varias cabezas.
Los intangibles efectos de una voz.

Got me looking so crazy right now
«Oh oh, oh oh, oh oh oh no no..»

Me acerqué de nuevo a ella.
Con la mano izquierda, me ajusté la cinturilla del pantalón.
Y extendí la otra, para ayudarle.
Ella se levantó.

Salimos del cuarto.
A media luz.
No quería seguir escuchando.
Me traía malos recuerdos.
Terribles recuerdos.
De decepción.
Y dolor.
Dolor que tenía que ahogar.
Como fuera.
Con quien quiera.
En cualquier sitio.
Menos allí.

Continuará…

Licencia para matar

…Continuación

No había sido casualidad.
Entrar en esa calle.
Caminar esa acera.
Sortear a los miles de cuerpos.
Concentrados
Por centímetro cuadrado.
Llegar hasta aquel edificio.
Encontrarse delante de «New York»
Conocer la contraseña.
Y entrar.
Al karaoke.
Y cantar.

A Klint le dijeron que le encontraría allí
Solía pasar las noches.
Cuando hacia parada técnica, en sus vuelos con un Boeing 747.
Encerrado en alguno de esos cuartos.
Con alguien de su tripulación.
Bañados en alcohol.
Y música.
Casi vivía allí.

Aterrizar en Kai Tak no era fácil.
En el primer vuelo menos.
Dejaba Taipei a las 6:30 am.
Llegaba a Hong Kong a las 7:00 am
Había que parar el Boeing 747-400 en la pista.
Estaba acostumbrado a hacerlo en la 13.
A tiempo.
Y seguro.
Sin terminar en la bahía de Hong Kong.

Intentaba entrar alineado.
Después de virar.
Eso era si no había tormenta.
Aunque de vez en cuando, el ordenador le avisaba del peligro.
Intentaba no escorarse entre edificios.
Con el viento cruzado.

Empujaba el tren de aterrizaje a 150 nudos.
Contra el suelo.
Y les daba tiempo a frenarlo.
Frenos.
Thrust reversal
Todo menos sobrepasar el final de la pista.
Que apuntaba directamente al mar.

Porque ¿qué pasaría si terminara en al agua?
Muy probablemente, a los pasajeros, nada.
El servicio de rescate de Kai Tak estaba siempre alerta.
Porque conocían el riesgo.
Había planes para trasladar el aeropuerto a otro isla
Pero mientras, si se cayera un aparato a la bahía, se perdería todo el cargamento que transportara
Y un Boeing 747-400 transporta mucha carga.

Su objetivo parecía frágil.
Un pequeño cuerpo.
Asiático.
De Taiwan.
Era un piloto entrenado en el ejercito.
Durante años y años.
En F4 norteamericanos, vendidos para proteger del peligro continental.
Hilarante.
David contra Goliath.

Klint le había visto en fotografías.
En todo tipo de posiciones y posturas.
En vídeo.
En situaciones de las que no se nombran.
Memorizó cada rasgo.
Gesto.
Ademán.
Para distinguirlo de otros 5 millones.
Que a él le parecían absolutamente iguales.
Y cuyos rostros le parecían mudos.
No le decían nada.

Pero pese a sus diferencias, tenían cosas en común.
Klint y el piloto.
Pilotar, como operar, es tener una licencia para matar.

Continuará…

Obsesionado

Continuación…

I want to feel your heart and soul inside of me
Let’s make a deal you roll, I lick
And we can go flying into ecstasy
Oh darling you and me
Light my fire
Blow my flame
Take me, take me, take me away

Y Gustavo siguió susurrando.
Obsesionado.
Haciendo las segundas voces.
Para que no le escucharan detrás de las puertas.
Hasta que la canción se apagó.

Mientras aparecía un avance de la siguiente música, pensó.
Poco.
Porque no estaba convencido.
Ni de humor.
Ni en su mejor momento.
Pero pensó.

Tenía que obtener la información que le pidieron.
Era lo que le había llevado allí.
A un karaoke.
En Kowloon.
A cubierto por una estancia.
En un departamento de cirugía.
Como un brillante académico.
Como él.
El doctor Gustavo Klint.

Le habían convencido.
Según todos, era el más adecuado.
Porque nadie iba a sospechar de un cirujano de su prestigio.
Dedicado afanosamente al trabajo.
Al estudio.
A la investigación.

Pero estaba desconcertado.
Y al cantar, sentía que le temblaba la voz.
Aunque lo había calculado todo y medido todo.
Carecía de control.
Su control.
Esa capacidad de mantenerse impasible, cuando cualquier otro humano se hubiera roto.
Nunca le había temblado nada.
Ni las manos.
Ni ninguna decisión.
Incluso las erróneas.

Ahora.
De repente.
Se encontraba desarmado.
No conseguía leer a los nativos del lejano oriente.
Sus caras le resultaban un borrón.
No podía ejercer su incomparable capacidad de copiar.
Gestos.
Expresiones.
Acentos.
Palabras.
Deseos.
Ideas.
Habitualmente, las utilizaba contra sus creadores.
Klint devolvía las palabras e ideas ajenas como arietes.
A la corteza prefrontal en los hombres.
A la amígdala en las mujeres.
Pero ahora no podía.
En Hong Kong era imposible.
Un ser proteiforme sin patrón que copiar.
Sin cultura que asimilar.
Sin sentimientos identificables que poder fingir.
Se encontraba absolutamente desarmado.
Y obsesionado.

Un hombre que él había tomado por mujer.
Mujeres que no hacían ruido al caminar.
Humanos entregados a sus perversiones en silencio.
El Dr. Klint se encontraba en la nada emocional.

Así que volvió a cantar.
Obsesivamente…. And I go back to black…

Continuará…

Karaoke

Continuación…

Al final, Gustavo encontró lo que buscaba por las calles de Kowloon.
Cualquier observador hubiera creído que estaba desorientado.
Eso parecía.
Un turista accidental.
Accidentado por el mal olor.

Era un karaoke.
Un karaoke en Hong Kong.
¿Un karaoke cualquiera?

Se fijó en los anuncios de neón.
Parpadeaban «New York».
No había duda.
Eran llamativos.
Mucho.
En rojo.
Verde.
Azul.
Amarillo.
Sería por sus prejuicios, pero tanta colorín le hacía desconfiar.
No podía cambiarlo.
Todos eran iguales.
Y allí era donde le habían citado.

Descendió unos cuantos peldaños, hasta los bajos del indistinguible edificio de paredes grises y ventanas, y sábanas colgadas, que formaba parte del panal.
Y lo hizo con miedo.
Con el corazón a 210-edad.
Caminó unos cuantos metros.
Guiado por el neón.
Hasta que se encontró ante una puerta negra.
A la altura de sus ojos había un pequeño ventanuco.
Reforzado por una barras.
No era una señal muy favorable.
Al contrario.

Llamó al timbre.

Abrieron la pequeña ventana.
Y le miraron dos ojos negros.
Rasgados.
Femeninos.
Con pestañas cargadas con pelotones de máscara negra.
Como cuentas.
«New York, New York» susurró Klint.
Sonó un ruido metálico.
Le dejaron pasar.
Con la puerta sólo entreabierta.
Para que no se escapara nada.
O no entraran.

Al principio, al mirar a través de la ventana, había creído que era una mujer.
Por los ojos.
Pero pese al maquillaje, sus rasgos y un picudo bulto en la garganta le delataban.
Era tan delgado que el vestido negro ajustado no le tocaba la piel.
¿Sería filipino?
O Jackie Chan.

Sin dirigirle palabra, con un gesto de las manos, le indicó el camino.
Y Klint se olvidó del olor.
Y del asco y del miedo juntos.
Sin esperarlo, se encontró en una plaza muy transitada.
Un gran espacio circular.
Allí se abrían unas veinte puertas translucidas.

Dejaban intuir figuras detrás de ellas.
En diferente número.
En distintas posiciones.
Y figuras vestidas de largo y de negro caminaban de puerta en puerta.
Con pasos cortos.
Y desaparecían tras de ellas.
¿Nadie quería ser visto allí?
O identificado.
Para él no hubiera habido diferencias.

Y en el centro del gran espacio, una pantalla de vídeo, un escenario y un micrófono montado sobre un trípode.
Todo en silencio.
No se escuchaba nada.
Ni siquiera los pasos.
No parecía un karaoke.

De repente, pensó que iba demasiado casual.
No le habían dado indicaciones.
Las mujeres llevaban trajes negros.
Largos.
Con tirantes que dejaban ver sus hombros.
Y sus clavículas
Y sus cuellos blancos, cubiertos de polvos de arroz, expuestos intermitentemente con los movimientos del cabello de sus medias melenas.
Lisas.
Negras.
Cortadas por el mismo estilista.
Con el mismo largo.
A lo mejor debería haberse puesto a Zegna y Ferragamo.
Pero hubiera sido un disgusto manchárselo de vómito.

Su acompañante le indicó, con gestos suaves, que debía subirse al pequeño escenario.
Le indicó el micrófono.
Klint dudó. Pero terminó cogiéndolo.
Recibió un signo de aprobación.

Y en la pantalla apareció un vídeo y comenzó a sonar la voz de Gladys…

Continuará…

Todo lo que necesito es todo

Continuación…

No pudo evitarlo.
Salió corriendo con la mano izquierda cubriéndose la boca.
Se apoyó contra la esquina de un edificio.
Sintió una contracción en el estómago.
Un deseo de salir de si.
Y entre arcadas, vómito el desayuno.

«¡Cómo odio perder el control!» – se recordó.

Más que el asco, lo que le preocupaba era haberse manchado.
Ver que no le alivió.
Sin duda.

Más pálido y algo débil, pero sin la angustia, Klint continuó su visita.
Más como un caballero británico que como un estricto vienés.
Al servicio de su graciosa majestad con todos sus ceros.
Afortunadamente, el olfato iba acostumbrándose.
No así la dificultad para respirar vapor de agua.
Tibio.
Del que empaña los cristales de la ducha.
O los cristales de los coches aparcados en los descampados.
Aunque era ese olor, casi pútrido, de una estrella de mar corrompida, el que no podía soportar.

Klint pronto se percató de que su propia palidez no era llamativa.
Nada de nada al compararse con las caras de los jóvenes que se apretaban por las calles.
Una ausencia total de sangre en el rostro.
O de vida en su expresión.
Podrían haber sido muñecos y muñecas.
Como la suya.
La que tenía en casa de niño y con la que le gustaba jugar.
Peinarla.
Acariciarla.
Pero ahora de ojos rasgados.
U operados para parecer occidentales.

Recuperado, y sin miedo a perderse, pronto se aventuró por las callejuelas laterales.
Repletas de ancianos arrugados, sentados en cajones.
En las puertas de sus tiendas.
Donde todo parecía venderse a bajo precio

«Todo lo que quiero es todo» – murmuró

No iba a dejar de probarlo.

Continuará…

Un paseo por Kowloon

Era agosto de 1993.
Todavía bajo la tutela de la capital del Imperio.
Gustavo Klint había llegado a Hong Kong vía Schipol, cansado y aturdido por el cambio horario.
Iba a pasar dos semanas de aprendizaje.
Con un reputado cirujano.
Como una minoría.
Pero con un ídolo para él.
Desde que era residente y leía sus artículos en el British Journal of Surgery.
Nadie obtenía tan grandes resultados en la cirugía esofágica.
Ni los japoneses.

Al bajar del Boeing 747 de Cathay le guiñó un ojo.
Quizás eso mismo le pasó a Ralph Fiennes.
Fue en Quantas. Años después.

En el mismo aeropuerto, lo tuvo claro.
Clarísimo.
Allí se iba a ahogar y no sólo por la humedad.
El aíre era caluroso y denso.
Excepto en los edificios.
Por los chorros de aíre acondicionado.
Allí, el sudor era gélido.
Como sus sonrisas de bienvenida.

Sin título

Aunque años más tarde los aviones dejaron de aterrizar entre edificios, el perfil intimidante de su construcción se apreciaba incluso a distancia.
Eran altos.
Alargados y juntos.
Sólidos como una colmena.
Una gran colmena de colmenas.
Con sus obreras recorriendo caminos tortuosos.
Senderos sin gloria de día y desiertos en la noche.
Abarrotados con la primera luz de la mañana.
Todas juntos embarcando para ir de Kowloon and Hong Kong.
Desembarcando de vuelta y dejando de verse al anochecer.
Pero no había reina.
O al menos no era visible para los visitantes.
O la reina era el dinero.
O el poder.

Se alojaba en el Kowloon Shangri-La.
Y desde la ventana de su habitación podía ver la bahía y la isla de Hong Kong.
Los ferrys yendo y viniendo, con sus luces penduleantes.
Durante el anochecer.
Juguetes flotantes.
También los juncos con sus fiestas privadas, con turistas mareados vomitando entre tiburones.
Y lujosos yates cargados con ricos asiáticos y británicos, acompañados o solos, de camino a Macao.
A violar la prohibición.
A jugar.

Se metió en la cama desnudo.
Las sábanas eran muy suaves.
Blancas.
Una sensación para su piel.
No resistió al cansancio que, en forma de dolor de cabeza, se apoderó de él.
Entornó los ojos.
Se rindió.

El primer día encontró la ropa más ligera en la maleta.
Era domingo.
Esperaba perderse por las calles de la península de Kowloon.
Por sus plazas y parques.
Restaurantes. Chinos. Y tiendas callejeras.
Salones de té.
O karaokes.
Y pasar desapercibido.
Sonriendo.
Entre la gente.
Acariciando el jade en el mercado.

Al principio, como estaba previsto, le costó inspirar un aire tan denso.
Pero se fue acostumbrando.
Hasta que empezó a sentir algo en el estómago.
No llevaba ni veinte minutos recorriendo las calles.
Era entre asco y vacío.
Un olor fétido para un vienés fino.
El pescado seco.
A la vista y colgando de cuerdas.
Al alcance de cualquiera.

Continuará…

Me dediqué a perderte

El Dr. Klint recibió una carta.
No un correo electrónico.
Ni una mensaje de texto.
Ni un whatsapp.
Un sobre, con letras escritas a mano.
Con tinta azul.
«Mala letra» – pensó para si – «Esto tiene que venir de un colega»

No había remitente.
Sólo un «Gustavo Klint MD PhD» y el resto de las señas de su domicilio.
Se lo tomó con calma.
Se preparó un Cardhu en vaso ancho.
Con mucho hielo.
Y se sentó en el butacón para relajarse y abrir el sobre.

Se mesó el cabello, primero.
Luego se lo revolvió para después mirarse en el espejo.
Pasaban los años.
Pesaban las canas, pese a su cara de niño.
Un hombre.
Amante amado.
Un hedonista.
Alguien cuyo sofisticado gusto, medio vienés medio manchego, le había impedido compartir nada.
Que poseía un loft que podía parecer vacío.
Pero que estaba lleno porque le contenía a él.
Y tantos recuerdos del pasado.
Recuerdos de quien fue, es y seguirá siendo.
Hasta el final.

Abrió el sobre y miró en su interior.
«¡Coño!» – exclamó Klint, aunque nadie le oía.

La carta venía de Acapulco.
Dieciocho años después.
El pasado se hacía presente.
De nuevo.
Fue en 1997 la última vez que estuvo en México.
Lo recordaba vagamente.
Viajaba solo.
Había hecho noche en un hotel, próximo al aeropuerto de DF.
Dalí se llamaba el hotel.
Tuvo que esperar una conexión, aprovechando para recorrer la capital acompañado por un taxista que le habían recomendado.
Mariachis en la plaza Garibaldi.
El potrillo.
Luís Miguel en concierto.
Unos tragos rápidos en la Zona Rosa.
Un cajero automático cerca de Televisa.
Un paseo por debajo de la Virgen en una cadena mecánica.

Sin embargo, de su estancia en Acapulco había dos hechos que le impedían olvidar.
Un colega alemán había muerto ahogado en la playa del hotel.
De lujo.
Con socorristas.
No pudieron hacer nada por él.
Un congreso de cirujanos en Mexico y uno de ellos muerto.
En extrañas circunstancias.

La otra fue una sacudida mientras estaba en la cama.
No, no fue él empujando.
Fue un terremoto.
Todos a salvo entre los ricos.
Varios muertos entre los más pobres.
Como siempre.

Lo demás era un recuerdo nublado.
Se pasó los días flotando.
De mojito en mojito.
De tequila en tequila.

Hubo una noche en que cenó con un cirujano argentino, mientras veían lanzarse a los clavadistas.
Después tomaron un taxi.
Primero fueron a la ladera de la montaña, con calles de barro y casas bajas.
Luego a una enorme discoteca, de cristal, elevada en otra ladera que dominaba la playa.
Y bailaron y hablaron y bebieron.
Había muchos hombres y mujeres.
Pero no recordaba como regresaron al hotel.

Volvió a mirar la fotografía: «Gustavo Klint Jr.»

Sin City

Cuando se atrevió a entrar, no se lo podía creer.
Había sido un sacrificio.
Una inmolación.
Nunca pensó que se atrevería.

Miró primero a los dos lados.
De pie.
Paralizado en la acera de Market St.
Curiosamente, a veces las calles de San Francisco se quedan vacías.
¿Porque Michael Douglas está dentro? O Karl Maldem.

Dio dos pasos.
Se acercó a la taquilla.
Una mujer joven, de ojos vidriosos, la heroina, o «la coca, la coca, le vuelve medio loca».
Le sonrió desde detrás de unos barrotes que habían sido dorados cuando aquello era un cine.
En los 50.
Ahora sólo era Sin City.

Le entregó un billete de diez dólares.
E introdujo la mano entres los barrotes.
Cuando la sacó, brillaba un sello fluorescente en el dorso de la derecha.
Por si quería salir. Y volver a entrar. Y volver a salir. Y volver a entrar. Y volver a salir. Y volver entrar.
No era Hotel California.
Podía marcharse cuando quisiera.

El pecado.
Sin.
La carne.
City.
El pecado.
Relájate
La lujuria.
No lo hagas.
El pecado.

¿Por qué era un pecado? se preguntaba mientras avanzaba entre la gente.
Nadie parecía sufrir.
Todos estaban contentos.
Mientras, encima del escenario, eran golpeados por los rayos láser.

Todo se convirtió en un cuarto oscuro cuando se aventuró detrás de la gran y antigua pantalla blanca.
Ni luz.
Ni ganas de ver. O ser visto.
«Relájate», se dijo.

La luz ultravioleta quizá no pueda con los vampiros.
Que muerden.
Succionan.
Devoran.
Brillan sus dientes al abrirse las bocas.
Destellos de ojos inyectados de sangre.

La férula

No pudo evitarlo. Cualquier otro hombre se hubiera fijado en el vestido, en las piernas, en los tobillos. O incluso en los tacones. Pero ninguno, ninguno en el mundo, se hubiera quedado prendado de la férula.

ferula

Así que no paró de perseguirla durante todo el día. Llamó al trabajo para decir que estaba enfermo. Que se tomaba el día libre. Cogió un taxi, «siga a ese coche», esperó en la puerta de unos grandes almacenes, subió a unos oficinas. Donde fuera la férula iba él.

Su ventaja era que la lesión de su portadora le impedía caminar rápido. Así que, armado de paciencia, tenía claro que sólo sería cuestión de tiempo antes de que pudiera verla más de cerca. Tocarla. Acariciarla.

Su pasión por sus formas y su diseño rayaba en la locura. No eran como antes, más toscas y feas. Ahora las hacían con gusto. Sofisticadas. Al gusto de expertos. De amantes de las férulas. Como él.

Por fin se encontró con la portadora de la férula a solas. Casualmente. Y la invitó a tomar algo. A un hombre como él, poseído por la pasión brillando en sus ojos y una sonrisa infinita, no hay portadora de férula que se le resista. Y acabaron en la barra de un bar, tomando un trago por los Beatles, otro por Blade Runner y el último..

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Bueno, el último lo tomaron en un hotel frente al garito. Es lo que tiene el Martini, lo agites o no lo agites.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, vio que él ya no estaba allí. No recordaba nada y tenía la cabeza a punto de estallar.

Estaba vestida. Totalmente vestida. Miró, entre náuseas, al suelo y reconoció rápidamente el zapato. Lo que no conseguía ver era la férula. La puta férula.

Tardó un rato en poder incorporarse, buscar el teléfono y llamar a su amiga Vivien para que la viniera a buscar con unas muletas

Con consentimiento

Cuando habló de que le rompería el corazón, nunca imaginó que fuera literal.
Por eso le firmó el consentimiento.
Informado.
Sin casi leerlo.
Porque no quería sufrir por los detalles.
Fue así.
Directa.
Y lo tuvo entre sus manos.
Acariciándolo.
Cortándolo.
Haciéndolo sangrar
Suturándolo.
Reponiéndolo en su sitio.

corazón

Pero era una relación desigual.
Ella era su cirujana.
El sólo otro entre los mortales a los que abriría.
En canal.