Cuando se atrevió a entrar, no se lo podía creer.
Había sido un sacrificio.
Una inmolación.
Nunca pensó que se atrevería.
Miró primero a los dos lados.
De pie.
Paralizado en la acera de Market St.
Curiosamente, a veces las calles de San Francisco se quedan vacías.
¿Porque Michael Douglas está dentro? O Karl Maldem.
Dio dos pasos.
Se acercó a la taquilla.
Una mujer joven, de ojos vidriosos, la heroina, o «la coca, la coca, le vuelve medio loca».
Le sonrió desde detrás de unos barrotes que habían sido dorados cuando aquello era un cine.
En los 50.
Ahora sólo era Sin City.
Le entregó un billete de diez dólares.
E introdujo la mano entres los barrotes.
Cuando la sacó, brillaba un sello fluorescente en el dorso de la derecha.
Por si quería salir. Y volver a entrar. Y volver a salir. Y volver a entrar. Y volver a salir. Y volver entrar.
No era Hotel California.
Podía marcharse cuando quisiera.
El pecado.
Sin.
La carne.
City.
El pecado.
Relájate
La lujuria.
No lo hagas.
El pecado.
¿Por qué era un pecado? se preguntaba mientras avanzaba entre la gente.
Nadie parecía sufrir.
Todos estaban contentos.
Mientras, encima del escenario, eran golpeados por los rayos láser.
Todo se convirtió en un cuarto oscuro cuando se aventuró detrás de la gran y antigua pantalla blanca.
Ni luz.
Ni ganas de ver. O ser visto.
«Relájate», se dijo.
La luz ultravioleta quizá no pueda con los vampiros.
Que muerden.
Succionan.
Devoran.
Brillan sus dientes al abrirse las bocas.
Destellos de ojos inyectados de sangre.