Todos los países occidentales han llegado a un consenso, casi unánime, sobre el problema sociosanitario que el envejecimiento progresivo de sus sociedades y la cronificación de algunas enfermedades supone. Y parece que todos también han llegado al acuerdo de que una nueva forma de asistencia sanitaria, a través de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs), debe ser la solución.
Muchos médicos (entre los que me encuentro), ingenieros, tecnólogos y empresas tecnológicas han apuntado en sus agendas el mensaje y se han lanzado a producir soluciones de telemedicina y mHealth: web 2.0, mHealth, apps… De hecho, la Comisión Europea propone convocatorias del Horizonte 2020 que refuerzan ese estado de opinión.
Pero imaginen un mundo futuro en el que personas de cualquier edad, pero especialmente mayores de 40 años, no necesiten ir a un centro sanitario. Sólo tendrían que decidir entre unas miles de aplicaciones móviles cuál es la mejor para su una, dos, tres…cinco enfermedades crónicas.
Y con esas apps se pasarán gran parte de su tiempo de vigilia “picando datos” y esperando algún sonido, parpadeo o destello que anuncie la gloriosa llegada de una interacción por parte de su proveedor de servicios sanitarios. Mientras, la posición inclinada del cuello, que es imprescindible para poder leer el smart phone o la tablet, desencadenará una nueva epidemia de dolores de espalda.
Claro que eso no puede ser. Ese futuro no se va a producir. El diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad basados en TICs debe atenerse a una premisa fundamental: debe ser transparente para el enfermo.
Si interferimos en exceso con la vida de los pacientes y les convertimos en esclavos de la tecnología, no fomentaremos una sociedad más sana sino más enferma.