Dañados

Escrito en Mayo de 2006

En los dos últimos meses he tenido que intervenir en dos casos de intento de suicidio. Es una situación recurrente en la primavera. Eran dos seres humanos muy distintos en edad y situación, una en plena adolescencia y el otro en la madurez. Ambos decidieron – quizás sólo ellos sepan el motivo – saltar al vacio para solucionar sus problemas.

Tuvimos que arreglar sus cuerpos dañados, el tórax, el abdomen y múltiples órganos contundidos por el impacto contra el suelo. Con el esfuerzo de todo el equipo, conseguimos que los dos salieran adelante.

“¿Qué les digo yo ahora?” sueles preguntarte mientras te quitas los guantes y sales a hablar con la familia. Están desolados, angustiados, tristes. Les cuentas que todo ha salido bien y que, con un poco de suerte, pronto tendrán a sus hijos en casa. Pero da igual que los hijos sean jóvenes o mayores. En ambos casos intentas superar la idea de que esa gente, en un instante, ha pasado de una vida normal a cargar para siempre con una pena infinita. “¿En qué nos confundimos?”

Podemos arreglar esos cuerpos dañados y pretender que esas figuras que parecían en buena condición, pero que vistas de cerca contenían grandes grietas internas, vuelvan otra vez a la normalidad. Pero mi duda más grande cuando dejo a la familia y me quedo solo es: ¿Quién arreglará sus heridas invisibles?, ¿Cómo curaré yo las que me produce a mí todo esto?

Macarito

Vino la enfermera corriendo para avisarle de que había un niño “baleado” que acababa de llegar al consultorio. “Mierda” pensó. Lo último que le faltaba, tal como estaba la consulta, era tener que atender a un pequeño desangrándose. No era un problema de inexperiencia, porque afortunadamente el hospital de DF había tenido una sobredosis de adolescentes acribillados. Es que en este pequeño consultorio con una sala de hospitalización con 3 camas, donde además tenía que llevar a cabo los procedimientos quirúrgicos con la única ayuda de una enfermera, iba a ser imposible sacarle adelante.

“Bueno, vamos a ver qué es eso”

En la sala de espera no había ninguna camilla ni ningunos padres sujetando en brazos una criatura. Sólo vio a una mujer mayor y a un chaval de unos 10 años sentados tranquilamente, como esperando su turno.

– ¿Dónde está el niño baleado?- le preguntó a la enfermera mientras se encogía de hombros.
– Ese es, doc. Es Macario – le contestó apuntando con el dedo al crío tarahumara de ojos brillantes, sentado en la sala.

Los ancestros de Macario estaban emparentados con los apaches norteamericanos y su grupo habitaba en la región suroeste de Chihuahua, donde se organizaban en pequeños núcleos familiares. A los 14 años eran ya considerados adultos y celebraban fiestas tribales, de carácter cuasi-orgiastico, donde no era inusual el gran consumo de alcohol y las borracheras patológicas.

Cuando se acercó al niño, percibió un fino temblor que se extendía por todo su cuerpo, y le llamaron la atención unos ojos aún más brillantes de lo que había notado a distancia. Se inclinó levemente hacia adelante y le preguntó:

– ¿Qué te pasa? ¿Te duele algo?

El niño tarahumara no abrió la boca, sólo fijó su mirada en la cara del médico mestizo, vestido con una chaquetilla blanca, que se dirigía a él con unas palabras que no entendía. Fue la señora sentada a su lado la que se levantó y comenzó a hablar.

– Es mi sobrino, Macario, el hijo de mi hermana. Lleva varios días enfermo, con mucha temperatura y malos sueños. Debe ser grave doctor, porque ya no quiere jugar, con lo que a él le gusta. Y ni come. Pero perdónele doctor, es que Macarito casi no sabe hablar español. LLeva toda su vida en la montaña y trabajando sin ir a la escuela.

Volvió su cabeza de nuevo hacia el niño, revisó rápidamente con la mirada el pequeño cuerpo, y aún así no consiguió ver ninguna señal de una herida de bala ni en la piel al descubierto ni en sus ropas. No había sangre, no había restos de pólvora. Nada. Le pareció muy extraño, porque repasando mentalmente las palabras de la enfermera varias veces no tenía la menor duda de haber escuchado que había “un niño baleado”. Y eso significaba lo que significaba, y no otra cosa.

– ¿Qué le pasó al pequeño? ¿Me lo puede explicar él? O usted misma señora.
– Bueno doctor, me lo llevé de su casa a la mía hace diez días. Al principio Macario estaba bien, me ayudaba a subir la madera a los carros, se encargaba de limpiar el corral donde tenemos los animales. Y jugaba mucho con otros niños. Pero desde hace cinco días no se encuentra bien y ha ido empeorando – dijo la mujer.
– ¿Y no le pasó nada antes? ¿No se hizo daño o tuvo algún accidente? La enfermera me contó que le habían disparado.
– No, doctor. Fue un accidente, nada más. Pero ocurrió antes de venir a mi casa, así que no sé, no le puedo explicar, doctor.

Como no esperaba obtener más información de la tía de Macario, cogió de la mano al niño y le hizo un gesto para que le acompañara a otro cuarto. Una vez allí, la enfermera se encargó de tumbarle en una camilla, le quitó la ropa y le cubrió con una sábana en un intento inútil por evitarle la tiritona.

Acostumbrado a las evaluaciones urgentes en DF, el médico no tardó en repasar el pequeño cuerpo e identificar un orificio proyectil en la pared torácica de la axila derecha y otro orificio, más pequeño que el anterior, en la espalda, muy próximo a la escápula derecha. Sin duda, le habían disparado por la espalda. Parecía increíble que la trayectoria no hubiera dañado nada vital. El pequeño tarahumara no había visto a quien le disparó o se iba alejando.

No había signos de infección en los orificios, ni celulitis ni exudado, pero con sólo ponerle la mano encima se notaba que el crío estaba muy febril. El termómetro de mercurio, que la enfermera le había colocado previamente en la boca, confirmó la sensación con una lectura de 39ºC.

Macario no se quejaba. No decía nada, no abría la boca, no emitía el menor sonido de queja. No tenía nada que ver con lo que se podía esperar de un niño enfermo. Ni siquiera una lágrima cuando el médico aplicó desinfectante a las heridas e intentó sondar la trayectoria aún sin un poco de anestesia local.

Después de revisar la herida, sacó el estetoscopio que llevaba en el bolsillo derecho de la bata y lo aplicó a cada hemitórax del niño. En el derecho, en el mismo lado en el que había recibido el tiro, casi no se escuchaba el soplido del aire en el vértice, y sí un roce que aumentaba de intensidad con la espiración en la base. “Un hemotórax” pensó; y sin perder tiempo abandonó el cuarto, se dirigió la sala de rayos que había en el consultorio y de allí salió con un aparato portátil de rayos X.

Le llevó veinte minutos tener la placa revelada y con ello la certeza de que aquel hemotórax, seguramente producido por la lesión de un vaso de la pared costal, se había sobreinfectado y ahora Macario tenía un empiema. Casi sin pensarlo, preparó todo el equipo, sentó al crío en el borde de la cama y, con la destreza adquirida en las salas de Urgencias, realizó una pequeña incisión cutánea sobre el borde superior de la costilla inferior en el quinto espacio intercostal, a nivel de la línea axilar posterior.

La pinza de Crile fue dislacerando las fibras musculares de los músculos intercostales. El médico sabía que aquello era muy doloroso, tanto que algunos pacientes adultos gritaban y sufrían serias crisis vasovagales. Pero Macario permanecía sentado, sin inmutarse, únicamente agitado por el temblor que le causaba la fiebre. Al perforar finalmente la pleura, un liquido cremoso de color asalmonado empezó a brotar por la herida, lo que indicó el momento de introducir un tubo de toracostomía de 20F, que el médico fijó a la piel del niño con dos puntos de seda del 2 con aguja recta.

Macario quedó ingresado en la sala. El drenaje y los antibióticos fueron haciendo su efecto y día tras día fue mejorando, con menos fiebre y más apetito. Las palabras volvieron a su boca y pasaba horas jugando con la enfermera, que durante años de trabajo en la zona había aprendido lo suficiente de la lengua tarahumara. Sólo le visitaba su tía. Nadie más de su familia pasó por allí. Pero lo más sorprendente para el médico es que Macario ni lloró ni se quejó nunca.

Cuando el niño estaba casi listo para abandonar el consultorio, el médico decidió que tenía que saber lo que le había pasado y le pidió a la enfermera que le preguntara a Macario. El niño no dudó en explicar quién le había disparado.

El médico no pudo evitar la rabia. Aunque no estaba allí para juzgar a nadie, cuando la tía vino a recoger a Macario para el alta, se encaró con ella.

– ¡Me lo debía haber dicho! ¡Tenía que haberme dicho que fueron sus padres quienes les dispararon!
– Lo siento doctor. No me atreví por miedo a que usted nos denunciara. Se emborracharon todos, su papa, su mamá, la amante de su papá y un amigo. Para divertirse sacaron un rifle del 22 que tienen en casa y le dijeron a Macario que corriera. El obedeció y echó a correr entre los árboles. Le prometo doctor que yo no sabía nada. Le disparon varias veces hasta que, de repente, Macarito cayó. Yo misma le recogí del suelo, vi que tenía una herida junto al brazito derecho, lo cogí y cargué con él hasta mi casa. Pensé que se recuperaría sólo, pero cuando empezó a tener fiebre me asusté y le traje aquí.
– ¿Por qué lo permitió?
– Yo no estaba doctor. Vivo cerca de su casa pero no me gustan sus fiestas. Sólo salí a mirar cuando empecé a escuchar los disparos y fue entonces cuando vi a Macarito correr y caer al suelo tras un disparo – Y continuó casi entre sollozos – Pero le pido por favor que no nos denuncie. Si detienen a sus padres, él y sus hermanitos pequeños no tendrán quien les cuide y será peor para ellos.

Desde la puerta de la consulta se quedó mirando como los dos, la tía y el niño, se alejaban caminando de la mano. Macario había recuperado la salud física rápidamente y andaba tieso, como si no le hubiera pasado nada. Pero el médico no podía evitar preguntarse qué sentiría el niño al encontrarse de nuevo con sus padres y cómo sería su vida después de aquello.

Hugo

Me llamo Hugo de Andrés y tengo 50 años. Llevo aquí dentro desde los cuarenta y cinco, un diez por ciento del total de mi vida. Soy moreno, aunque ya tengo el pelo blanco. Ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Uso gafas desde la infancia porque tengo miopía. Siempre me han dicho que mis ojos son diminutos, como dos puñaladas en un tomate. Pero no es cierto, porque si fueran pequeños no sería miope, sería hipermétrope. Pero ahora da igual.

En realidad, mis globos oculares son enormes. No así mis hendiduras palpebrales, que con los cristales de culo de botella parecen aún más pequeñas. Pensé durante un tiempo en operarme, para poder ver como los demás y librarme de las gafas que me ganaban tantos calificativos, pero nunca me decidí. No me fiaba del láser. Al fin y al cabo, mi forma de ganarme la vida dependía de una visión precisa, aunque corregida con lentes o lentillas. Tampoco veía que mis colegas oftalmólogos se animaran a rayarse la córnea con el láser para quitarse las gafas. Entonces, si así funcionaba, ¿para qué iba a arriesgarme?

Tengo un hijo. No le he visto ni hemos hablado desde hace diez años. Para él es como si estuviera muerto y para mi es una tortura de la que no puedo recuperarme. Pero lo tengo merecido porque su madre nunca me importó, ni mucho ni poco ni nada. Un polvo. Eso fue lo que pasó.

Mis padres son el único contacto que mantengo con el exterior. Vienen a verme con frecuencia aunque no llevo la cuenta. Diría que lo hacen mensualmente. De hecho, tengo la impresión de que lo hacen mucho más de lo que solían cuando estaba estudiando fuera de casa. Será porque ahora están jubilados y les sobra tiempo, eso que nunca parecían tener antes.

Durante mi juventud estuvieron totalmente volcados en sus carreras. Eran gente de éxito. De mucho éxito. Antes de rebelarme contra ellos, llegaron a fascinarme con su inteligencia, sus masivas dosis de cultura, su tranquilidad y tolerancia, sus amistades. Mi padre era profesor de la Facultad de Medicina de una prestigiosa Universidad. No diré más por respeto. A la Universidad. Y mi madre, psicóloga con ejercicio privado, aparecía con asiduidad en un programa de televisión, lo que automáticamente me convertía en el centro de atención de mis compañeros de clase. Entre los dos acumulaban cuanto había que tener para ser la envidia de toda familia responsable, porque eran una garantía de seguridad para la salud física, económica y mental de un hijo. Menos del suyo. Pero no se lo reprocho. Sólo describo unos hechos. Lo que no puedo negar es que ellos me quieren mucho, más de lo que me merezco.

De mi hermana, un año menor que yo, no sé nada. Aunque durante la infancia fuimos inseparables, por lo que me cuentan mis padres, sintió tanta vergüenza por mi comportamiento que prefirió desaparecer. Se borró para siempre. No la culpo.

Me levanto todas los días a las 3:00 am. Antes de que salga el sol. Me mojo un poco la cara y me pongo a estudiar hasta las 7:00 am. Es una rutina que me ayuda desde mis tiempos en la universidad. Estudié Medicina con tanto afán que era como si no existiera nada más. Fue entonces cuando empecé a consumir para responder a la obligación de sacar las mejores notas. Era muy competitivo y tenía que aprenderlo todo. Aquí y ahora estudio aún más. Ya he terminado Derecho y acabo de comenzar Ciencias Políticas. Pero ya no necesito ayuda. Al menos no ese tipo de suplementos químicos.

Lo que más me sorprende de este sitio es que, en los tres meses que hace que me trasladaron desde otro presidio, ninguno de mis diez compañeros de celda ha hecho comentario alguno sobre mi costumbre de levantarme tan temprano. No parecen enterarse. Y si lo hacen, ni se inmutan.

Estoy aquí por mi culpa. No lo oculto. No me gusta eludir mi responsabilidad. Y si me peguntaran cuales fueron mis errores, diría que los mismos que los que comete cualquier otro ser humano. Tampoco tengo motivos para exagerar mis deméritos. Pero en este caso, mi caso, lo que para otros son eximentes incompletas para mi fueron agravantes.

Lo que pasó es que no lo aguanté. No supe cargar con la responsabilidad que yo sólo me había ido poniendo encima. Pero ya no tengo de qué preocuparme porque no habrá más proyectos del Dr. de Andrés ni más ascensos fulgurantes a la cumbre. Una sociedad en su sano juicio no me volvería a dejar ejercer la cirugía. Tampoco podría tener cargos de responsabilidad. Ya nunca seré el que era.

Las acusaciones fueron graves: atentando contra la salud por tráfico de estupefacientes, acoso sexual, robo con asalto y homicidio. Y la sentencia definitiva: diez años. Llevo cumplidos cinco.

Confieso que echo de menos el hospital. Allí ha estado mi vida. . Siempre tengo presente lo que decía mi padre cuando nos llevaba, siendo niños, a pasar visita con él los fines de semana: “Vivir no es más que lo que te sucede desde que naces hasta que te mueres”.

Entonces no llegábamos a entender bien qué significaba Paliativos. Pero la normalidad con la que papá se refería a la vida y a la muerte hizo que mi hermana y yo nunca viéramos el hospital como el resto de la gente que nos rodeaba. A la mayoría, la mera mención les hacía temblar. Era un sitio lleno de peligros. Sin embargo, para nosotros dos era natural, casi un sitio de diversión, al que nos llevaba papa para entretenernos, con una hoja de prescripción y un bolígrafo, dibujando, mientras él visitaba a los pacientes. Mi hermana terminó dedicándose a la psiquiatría. Como mamá. Yo preferí hacerme cirujano.

Después de la ducha y desayunar, me pongo a trabajar. Estoy a cargo de las clases de formación profesional para el resto de los internos. ¿Quién mejor que yo?. Intento mantenerles ocupados y que se diviertan mientras aprenden. He tenido algún altercado, pero nada de importancia.

A mediodía paramos para comer. Luego volvemos a la celda y después de hacer ejercicio en el gimnasio y de ducharme, me pongo a estudiar de nuevo. Hasta la cena. Y así, día tras día.

Ya sólo me quedan dos años para salir en libertad condicional. Me han reducido la pena a siete por buen comportamiento. No he causado problemas y me he dedicado a estudiar y trabajar. En el fondo soy un afortunado porque sólo cumpliré siete de los diez años de prisión a los que me sentenciaron y, a la vez, he conseguido liberarme. Si estuviera fuera, seguro que ya estaría muerto.

Klint, Dr. Klint. Por supuesto

Era el verano de 1970. Sí, hace justo 39 años.

El actual hospital de la Princesa tenía por nombre entonces “de la Beneficencia”. Eramos dos críos y coincidimos casualmente en la quinta planta, en uno de los Servicios de Cirugía, recuperándonos de dos intervenciones de urgencia (bueno, no exactamente, él una y yo dos).

Como el hospital estaba en obras, y aunque los dos teníamos siete años, nos metieron en una gran sala de hospitalización en forma de corredor y con camas a ambos lados, donde estaban hospitalizadas las mujeres. Primer error, porque eso nos dio oportunidad de pasarlo en grande. Cuando se dieron cuenta, nos cambiaron a una habitación de hombres.

Segundo error…Sor Filomena era la jefa de enfermeras de la planta y nunca nos olvidaremos de ella mientras vivamos. Era una monja de la Orden de las Hermanas de la Caridad Francesa. Todos cuantos la trataban decían que era un ogro, pero para nosotros fue un ángel de la guarda. Los dos nos sentábamos con ella en el control de enfermería. Allí nos contaba historias sobre un gran cirujano, catedrático en Valladolid, que había venido a Madrid el año anterior y que era el mejor cirujano que existía en el Mundo (luego ese cirujano fue nuestro profesor de Patología y Clínica Quirúrgicas). A hurtadillas nos hacia desayunos y meriendas sin que se enteraran nuestros padres; y cuándo nos quejábamos, porque no queríamos sopa, porque los dos la odiamos, salía en nuestra defensa.

Tercer error…En ese hospital, en una habitación de 6 camas, Gustavo (Klint) y yo vimos por primera vez morir a una persona. Era un viejecito de unos 70 años, muy muy delgado, de pelo blanco. Los dos nos hicimos los dormidos la noche en que, acompañado por un enfermero, llegó al cuarto. Según nos enteramos después, tenía un cáncer de estómago, de esos que entonces eran inoperables. No tenía opciones. No le costó morir. Lo hizo en silencio.

Durante días discutí con Gustavo sobre si el cáncer era contagioso o no. Nos precocupaba porque teníamos demasiados planes y no queríamos correr ningún riesgo de adquirir esa enfermedad que sonaba tan peligrosa. Pero, de repente, una noche se montó un jaleo. Klint se levántó sobresaltado y me dio dos empujones para despertarme. Me miró a los ojos con estupor y sin pronunciar palabra apuntó con su mano derecha hacia la cama que estaba junto a la puerta. El pobre hombre jadeaba como si quisiera insuflar todo el aire de la habitación en sus pulmones con cada bocanada, mientras una enfermera daba la luz y llamaba a gritos a un médico.

El paciente murió esa misma noche. A nosotros nos sacaron de la habitación cuando entró el cirujano de guardia para confirmar lo inevitable. Tampoco nos pareció tan dramático. Fue algo más natural de lo esperable y, además, Sor Filomena nos lo explicó todo. En ese momento, nosotros dos, Klint y Mayol, decidimos que ya no seríamos otra cosa, que no pararíamos hasta ser cirujanos. Nos dedicaríamos a ayudar a la gente a retardar ese momento lo más posible.