Escrito en Mayo de 2006
En los dos últimos meses he tenido que intervenir en dos casos de intento de suicidio. Es una situación recurrente en la primavera. Eran dos seres humanos muy distintos en edad y situación, una en plena adolescencia y el otro en la madurez. Ambos decidieron – quizás sólo ellos sepan el motivo – saltar al vacio para solucionar sus problemas.
Tuvimos que arreglar sus cuerpos dañados, el tórax, el abdomen y múltiples órganos contundidos por el impacto contra el suelo. Con el esfuerzo de todo el equipo, conseguimos que los dos salieran adelante.
“¿Qué les digo yo ahora?” sueles preguntarte mientras te quitas los guantes y sales a hablar con la familia. Están desolados, angustiados, tristes. Les cuentas que todo ha salido bien y que, con un poco de suerte, pronto tendrán a sus hijos en casa. Pero da igual que los hijos sean jóvenes o mayores. En ambos casos intentas superar la idea de que esa gente, en un instante, ha pasado de una vida normal a cargar para siempre con una pena infinita. “¿En qué nos confundimos?”
Podemos arreglar esos cuerpos dañados y pretender que esas figuras que parecían en buena condición, pero que vistas de cerca contenían grandes grietas internas, vuelvan otra vez a la normalidad. Pero mi duda más grande cuando dejo a la familia y me quedo solo es: ¿Quién arreglará sus heridas invisibles?, ¿Cómo curaré yo las que me produce a mí todo esto?