Acapulco, en el Estado de Guerrero, era esta vez el destino. Había venido con la excusa de participar en otro congreso mundial de una sociedad quirúrgica. Y no hacía más que aburrirse por la reiteración «ad nausean» de las mismas presentaciones del año anterior en Sudáfrica.
Nada nuevo bajo el sol. Sólo historias de «fishing buddies».
El encargo de la Compañía, sin embargo, era esta vez más arriesgado. Quizá demasiado para un agente «free-lance» como él. Tenía que subir a la ladera de las colinas al sur de la bahía y buscar la discoteca «Billionare». Le habían contado que por la zona tenían casa gente como Plácido Domingo. No debía preocuparse por la seguridad en la calle, a diferencia de otras zonas de Acapulco.
Entraría y se confundiría con los presentes arropado por la música y a salvo de miradas indiscretas, entre cuerpos empapados, por dentro y por fuera, en alcohol, coca, MDMA, crystal meth… Luego tendría que buscar a traficantes de personas y entablar conversación. Le habían enseñado imágenes para que les reconociera. Cuando fuera seguro, se ofrecería como cirujano para hacer sus trabajos sucios. Tenía que descubrir en qué institución clandestina del interior del país se hacían los trasplantes de cara. A esos sitios no iba cualquiera, sólo algunos poderosos capos de cárteles de historial tan extremo que su vida sólo era viable con otra identidad.
Cuando Gustavo atravesó la entrada, dejando a los lados a dos guardianes del calabozo, perdió todo su frío carácter austriaco. Se le durmió la cara. No la sentía. ¿O estaba muerto?