Soy Klint. Gustavo Klint.
Desde que mi austriaca madre me parió en La Mancha, un incontrolable deseo de tenerlo todo me consumía. No importaba qué objeto, qué lugar o qué persona fuera; ansiaba poseerlo todo, y esa urgente necesidad dictaba cada uno de mis actos.
Mi casa se convirtió en un santuario de objetos acumulados en cada viaje, cada aventura, cada misión, meticulosamente ordenados en estanterías y vitrinas. Cada espacio estaba saturado de posesiones que ansiosamente coleccionaba. Desde antigüedades hasta objetos sin valor, todo tenía un lugar en mi avaricia.
Las calles cercanas a mi hogar albergaban un sinfín de tiendas tentadoras, y cada escaparate era una nueva tentación que me arrastraba a su interior. No pasaba un solo día sin que me encontrara perdido entre montones de productos, comprando más y más, creyendo que al poseerlos, mi corazón se llenaría de una sensación de plenitud.
Pero la posesión no se limitaba a objetos materiales; también se extendía a las relaciones humanas. Me obsesionaba con tener el control sobre las personas que me rodeaban. Cada amistad, cada relación amorosa, cada individuo de la especie era sólo otro trofeo para coleccionar. Su libertad e individualidad me aterraban, por lo que manipulaba y controlaba cada aspecto de sus vidas.
Sin embargo, a pesar de mi afán por tenerlo todo, la satisfacción siempre era efímera. No importaba cuántos objetos acumulara o cuántas personas tuviera a mi alrededor; mi sed de posesión nunca se saciaba. El vacío seguía creciendo dentro de mí, devorándome y exigiendo más.
La obsesión de la posesión me hizo perder la noción del tiempo y el sentido de la realidad. Me sumergí en un abismo de avaricia, alienándome de los que me amaban y sumiéndome en un aislamiento autodestructivo.
Un día, mientras contemplaba mi montaña de posesiones, la realidad me golpeó como una fría ráfaga de viento. Me di cuenta de que esta obsesión no me estaba dando felicidad; al contrario, me había convertido en un prisionero de mis propias ambiciones desmedidas.
En un acto de desesperación, comencé a deshacerme de mis posesiones, una a una. Fue un proceso doloroso, pero cada objeto que dejaba ir me aliviaba de alguna manera. A medida que mi hogar se iba vaciando, mi corazón se llenaba de una sensación de ligereza que hacía tiempo había olvidado.