El agua estaba quieta, muy limpia. Cristalina. Se veía perfectamente el suelo en las escaleritas con peldaños rugosos de color azul, que daban a la parte de las calles señalizadas con las líneas negras . De las que luego se me clavarían en el cerebro. Quería ser el primero en meterme en el agua. Esas obsesiones mías tan habituales ya aparecían desde temprana edad. Si quiero algo, lo quiero ya.
Era un día entre semana, martes, porque mi hermano nació un martes, y las instalaciones estaban medio vacías a las 11;00 am. Yo salí corriendo del vestuario, dejando a mi padre detrás, iba preparado con mi bañador, puesto desde casa, metido en el flotador, sujetándolo alrededor de mi cintura con las dos manos a cada costado. Todo estaba en silencio. No había nadie a mi alrededor. O al menos no me había fijado. Cuando tienes cuatro años y vas a hacer algo que te apasiona, meterte solo al agua, el mundo se reduce a dos o tres metros alrededor. ¿Socorrista? Venga, que estamos en el Madrid de los 60.
Bajé al primer peldaño de la escalera, decidido a tirarme al agua. De cabeza, como había visto a mi padre hacer. Porque mi padre nadaba muy bien, que no lo he dicho. Y lo hice como él. De cabeza.. Sin pensármelo. Nada de taparme la nariz. Eso no lo hacen los mayores que saben nadar.
Entré bien en el agua. Fría, eso sí. Pero entré bien. No voy a exagerar. Pero igual de bien que entré yo en el agua salió mi flotador por los pies. Un pequeño de cuatro años pierde el flotador en una zona de la piscina donde la profundidad era de 1.20 metros.
A ahogarse.
No sabía flotar. Todavía. Subía. Abría la boca para respirar. Bocanada. De agua. Bajaba., Me impulsaba en el suelo. Pataleaba, intentando subir a coger aire. La superficie estaba e encima. Pegada. Quería llegar. Abría la boca, pero nada, otra vez lo único que entraba por mi boca y nariz era agua. Cada vez me angustiaba más. Seguía chapoteando, sacando la cabeza para respirar, pero ¿éxito? Ninguno. Los que van a morir te saludan.
El tiempo que puede estar así, arriba y abajo, no lo sé. Imagino que no mucho. Pero se me hizo una eternidad. Morirse ahogado sin saber nadar es algo angustioso, me temo. Y ahí me hallaba yo, a lo mío, por ansioso, ahogándome, hasta que noté una mano que me agarró de un brazo.
¡Desamparados!
Esa cría de seis años me arrastró hacia las escaleras. Me dejé llevar hasta que alcance un escalón donde hacer pie y me levanté. Tenía los ojos abiertos con los globos oculares fuera de las órbitas, mientras boqueaba cual pez fuera del agua. Desamparado.
Gritando, salí corriendo a la búsqueda de mi padre.
- Papá, papá, me he ahogao. Papá, me he ahogao – no paraba de gritar como un poseso.
Y así es. Cuando te has «ahogao» con cuatro años, has cumplido. Cuando te has quedado sin aire, bajo el agua, solo, con cuatro años, lo demás no es importante. Si te has «ahogao» con cuatro años, ya no te puedes ahogar más. Nada de lo que viniera después me quitaría la respiración. Al menos no me haría sentir así. Ya me había «ahogao». No te puede pasar dos veces.
Y desde ese día, cada vez que la veía, a ella, a Desamparados, en la piscina, dentro o fuera del agua, me brillaban los ojos. Y se me llenaban de agua. Otra vez. Me encantaba pasar tiempo con ella. Era mayor. Me daba seguridad. Hasta que un día, dejé de verla. No sé dónde fue.
Por mi parte, aprendí a nadar. Ante las dificultades, antifragilidad. Di que sí, Taleb. Con cinco años ya estaba en el equipo de natación. La braza parecía mi destino.