La natación no es un deporte. Es un experimento social. O mejor dicho, antisocial. De antifragilidad bajo tortura. Primero, por la manera de entrenar el cuerpo y la mente. De ida y vuelta, Hora tras hora. Día tras día. Luego por la competición. En un medio en el que los humanos somos extraños. Discapacitados. Sin ver, oir, ni hablar. Salvo con uno mismo. Aprendes a reconocer a quien te rodea por el sonido que generan sus cuerpos al chocar con el agua. Así sabes quién son. Cómo están. Incluso qué quieren. Todo lo que se aprende en el agua se mantiene. Para toda la vida. Pero eso sólo lo he comprendido retrospectivamente.
Si se quiere llegar a algo, a competir me refiero, se comienza pronto, a los cinco, seis o siete años. En los inviernos, te meten en un edificio que es una gran caja que huele a lejía. Cuando lo vuelvo a oler me pican los ojos. Es un reflejo condicionado. Fuera hace frío y está oscuro. Anochece pronto. Además, los cristales del recinto están empañados. A veces se condensan gotas. Me recuerdan a lágrimas, Y al dolor de los hombros.
En los años 70 no había actividades extraescolares. Las parejas se preocupaban de sus hijos más que de sus perros, pero no se pasaban el día llevándoles a clase de piano, pintura creativa o estimulación cognitiva para superdotados. A los hijos, no a los perros. Al menos no en mi barrio. Ahora suelen llevar a los perros también.
En mi barrio, sólo unos pocos padres llevaban a sus hijos a hacer deporte. No era por la formación del cuerpo y el alma. Era para evitar que delinquieran. Mi barrio no era ideal. Más bien muy peligroso. Más para los crios. Mi compañero de pupitre en la educación primaria ya había muerto de una sobredosis antes de los dieciocho años. Le sigo recordando tal cual era. Una tristeza. Pero para que no crean que de ese barrio sólo salíamos delincuentes o muertos, aclaro que del mismo lugar también salió un astronauta. ¡Ah! Y el dueño de mi colegio montó una universidad privada de mucho éxito. En. fin, ninguno de mis compañeros de colegio, con un desarrollo emocional llamémosle normal, para la época, prefería meterse en una piscina que dar patadas a un balón, jugar a las canicas con los amigos o meterse en unos recreativos para perfeccionar su técnica con el futbolín y pincharse algo. Salvo Oscar.
A la misma hora. Entrada en el recinto deportivo y desfile al vestuario. Todos con grandes bolsas. Los del Canoe en los 70 llevaban la inscripción «Macho ibérico». Los veía en los campeonatos de Castilla. Yo tenía una mochila cilíndrica azul marino de Speedo. Las dos superficies de los extremos estaban adornadas con multitud de banderas de los Estados Unidos. También tenía un bañador Speedo con la misma bandera. Me gustaba coleccionar bañadores. Tener el último bañador visto en una competición internacional era mi mayor afición. Pero eran caros. Así que los pedía como regalo por las buenas notas. Sacaba buenas notas aunque decían que era muy vago. Eso se lo deben decir a todos, por cierto. Que si me esforzara más podría rendir mejor. También los pedía por mi cumpleaños. Diría que todos los nadadores tienen un cierto grado de exhibicionismo, en notable contraste con la introversión generalizada que imprime este deporte. Por lo de la discapacidad, me refiero.
Tras los habituales comentarios de los miembros del equipo, en el caso del masculino, en el cambio de indumentaria, se guarda la ropa, se pone uno la toalla al hombro y se adentra en el recinto de la piscina. Tras dejar la bolsa en una esquina, hay que ponerse un gorro que bloquea el paso de sonido. Oídos sordos para empezar. Luego, ajuste de unas gafas que se encajan en las órbitas. El ambiente es húmedo y pegajoso por el vapor. Los cuerpos medio desnudos caminan como autómatas hacia el borde de la cubeta. Los entrenadores disponen una pizarra con la rutina de entreno: calentamiento 400, brazos 600, piernas 500. Series… Según sea tu especialidad, entrenas fuerza, resistencia o velocidad.
Luego, rodeado de esos otros cuerpos en remojo, haces 25 metros de ida. Y otros 25 de vuelta, sin parar, una y otra vez. No escuchas. No ves. No hablas. Sólo buscas referencias. Miras la linea negra del suelo. Esa línea negra se te marca. En el cerebro. Más que la goma de las gafas, del bañador o del gorro. A veces golpeas tu mano contra alguien que viene en sentido opuesto. O te frena la patada de quien tienes delante. Brazada, tras brazada, tras brazada, volteas, brazada, otra brazada, una más y volteas.
Esto mismo pasa en verano. Primero por la mañana. Luego por la tarde. La ventaja es que estás al aire libre. La piscina es más larga. Cincuenta metros. Hay luz desde que empiezas hasta que acabas. Se te ocurre jugar al mus entre entreno y entreno. Pero sigues teniendo la línea negra metida en el cerebro.