El desprecio

Tangencialmente. Una mirada en silencio. Mientras caminaba sin rumbo, sin destino, sin final, intentaba no pensar en toda una vida dedicada a la danza. Las rutinas y la férrea disciplina aplicada con fría emoción por su profesora le habían dejado señales físicas y cicatrices invisibles en el carácter. Amarguras. Sus chatos dedos, en sus alargados pies, habían quedado destrozados, y convertían cada paso en un testimonio del desprecio al arte sin sufrimiento. «El arte es dolor» solía gritarle cada día con cada repetición de una coreografía.

Al dar la vuelta en la plaza, había visto de nuevo la espalda encorvada, exageradamente torcida, de su profesora . A la vieja le había ido devorando una amargura sin límites. La falta de piedad. Su despiadado temperamento. Volver a verla, en aquel instante, le produjo un dolor punzante y luego desgarrador. Quería no imaginar cómo le juzgaría. Sentencias continuas de culpabilidad, como hacía desde que le tomó bajo su supervisión en la escuela de danza. ¿una decepción por lo que no había llegado a ser?. Todos habían albergado grandes esperanzas sobre un brillante futuro. Dudó en aproximarse, llamar su atención y retomar la conversación que se interrumpió hace dos décadas, para preguntarle qué le llevó a maltratarle hasta su completa anulación. Lo pensó. Dudó y se giró para alejarse. Todo lo que sentía por ella era desprecio.

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