Cuando se sintió salir de la estatua de bronce, como por efecto de magia, lo primero que descubrió es que no tenía recuerdos.
Se vistió con lo primero que pudo.
Se arregló el pelo, se mesó la barba e inspeccionó el sitio.
No sabía dónde estaba.
Le rodeaban figuras humanas que permanecían inmóviles.
En posiciones imposibles.
Pero la que más le llamaba la atención era la suya propia.
¿Quién le metió ahí dentro?
¿Quién le hizo sólido? De metal.
¿Para qué?
La altura de su yo de bronce era enorme.
Y la longitud de sus brazos. O el de sus piernas.
El de carne y hueso se notaba infinitesimal junto a su yo duro.
Rígido.
Paralizado.
Reducido a temporal carne su yo inmortal.