Due Ladroni

Me vi arrastrado por Pietro y Chiara hacia la puerta. No opuse resistencia, quería salir de allí aunque no supiera hacia dónde. Ella abrió y ambos me empujaron en el asiento trasero de un coche que estaba aparcado a un par de metros. Cada uno se metió por uno de los lados del vehículo y me dejaron en medio.

El coche arrancó. No me había dado cuenta de que al volante había alguien a quien conocía.

– Hola querido doctor Klint – dijo Michaella, mirándome por el retrovisor.

– ¿Tú tambien, Michaella? – pregunté, como el César a su preferido al ser apuñalado.

Salimos a la Vía del Babuino y de allí a la Piazza del Popolo. Me sentía mareado, con ganas de vomitar. Los vaivenes y cambios bruscos de carril a la que nos sometía la agresiva conducción de Michaella no hacían más que empeorar la situación. Tomamos la Vía di Rippeta, dejamos a la izquierda el Mausoleo di Augusto y nos detuvimos a la altura del 141. Chiara y Pietro me sacaron del coche y sin decir palabra, Michaella continuó.

Estaba sudando, pero tenía frío. Me sentía muy mareado, tan mal que no sabía cuanto tiempo podría contenerme. Inspiraba profundamente para intentar compensar las náuseas, pero sin éxito. Vomité en la acera.

– Gustavo, no sabía que eras un espíritu tan sensible. ¿Te molesta la sangre? – rió Pietro

– Mientras no sea mía no tengo problema. Pero me mareo en los coches si no conduzco, ¡joder! – y extendí la mano esperando un pañuelo. No me hicieron ni caso.

Pietro marcó un código en la cerradura electrónica en una puerta de madera verde, en un edificio de cuatro plantas, de color grisáceo, salpicado de largas y estrechas ventanas cubiertas por persianas de madera de doble hoja. Sonó un engranaje y se liberó el cierre. Chiara empujó. Entramos. Me subieron casi a rastras hasta el primer piso, por una escalera que crujía cada vez que pisábamos un escalón. Al final, entramos en una gran habitación con una enorme cama con un cabecero de hierro forjado y un sofá. Parecía que aquel era nuestro destino esa noche.

– Desnúdate, hueles a vómito.

– Sí, doctor Klint, apestas – agregó Pietro

Me quité la chaqueta, la camisa y la corbata. Luego busqué un sitio donde dejarla y encontré un baño. Allí me metí y me propuse lavarme la cara con agua fresca y limpiar las manchas de vómito de la ropa de la que me había despojado con un poco de jabón y abundante agua. Al abrir el grifo, las tuberías sonaron como si fuera la primera vez que eran usadas. Eso me impidió escuchar que alguien más había llegado. Sólo al salir supe que ya no éramos tres, sino cuatro. Michaella se había unido a nosotros.

– ¿Quieres comer, Gustavo? – me preguntó Michaella.

– No, gracias – contesté con una mueca de asco.

– Pues yo sí – dijo Chiara

– Pediré algo al Ristorante Due Ladroni. Están aquí al lado, en la Piazza Nicosia – replicó Pietro. Sacó el teléfono y marcó un número.

Su actitud debería haberme extrañado, pero no. No sólo no sentían miedo o remordimiento después de haber matado a toda aquella gente, sino que se les había abierto el apetito. Eso sí, Pietro y Chiara habían asesinado a sangre fría sin perder ni un miligramo de elegancia.

Decidí volver a encerrarme en el baño. Una vez dentro, me desnudé y me metí en la ducha. Abrí los grifos y las tuberías volvieron a gritar. Los chorros que caían encima de mi cabeza eran intermitentes, pero de intensidad suficiente para limpiarme por completo. Me restregué el jabón por el pelo. Luego me enjaboné entero. Sentía el impulso irrefrenable de depurarme, después de todo lo que había pasado. Y sin que tuviera sentido tampoco, empezó a preocuparme que la estancia en Roma se alargara inoportunamente. Mi permiso sin sueldo como profesor visitante en Tor Vergata se estaba acabando.

Tampoco me sorprendió la velocidad con la que mi cerebro superó la tragedia ajena y pasó a centrarse en mis pequeños asuntos personales.

Continuará…

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