Fascinación

– ¡No! – gritó Pietro al ver a Chiara abalanzándose sobre la mesa.

Pietro Occhiobuono me había acompañado durante todas mis visitas a Roma en el último año. Se había ganado mi confianza incondicional; y sin temor a reconocerlo, me había fascinado. Por su belleza, que envidiaba. Por su cultura, que compartía. Por su interés en mi, que también compartía. Nunca rechazaba una oportunidad para encontrarnos, charlar o disfrutar juntos de todo tipo de diversiones desde el día en que vino a mi encuentro en aquella clase de Tor Vergata. Lentamente, había ido tejiendo su trampa alrededor mío. Ingenuo de mi, había caído presa con las mismas artimañas con las que los senadores tránsfugas sucumbieron después a mi juego.

Primero se interesó por mis destrezas profesionales y mis trabajos de investigación mientras dábamos largos paseos por los alrededores de la Facultad de Medicina. Después, quiso saber más sobre mi vocación y del duro camino que había recorrido hasta convertirme en cirujano. Para mi satisfacción, me escuchaba sin parpadear, con una mirada cálida y etrusca, y me hacía sentir como si todo a nuestro alrededor hubiese desaparecido. Por supuesto que yo también quería saber más de él. Así que hablamos de nuestras infancias, amores y desengaños. Seguramente, los dos fabulábamos.

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Aprovechó cada una de mis cortas visitas para enseñarme Roma como sólo un romano puede hacer, en moto o andando, sin parar en los pasos de peatones, acelerando entre los coches. Y no sólo alrededor de la Piazza Venezia. Me llevaba de visita nocturna por el Trastevere y de paseo diurno por el Lungotevere. También quedábamos para desayunar o cenar en la terraza del Hotel del Foro, en la esquina de la Vía Tor de Conti, con los restos del Imperio Romano justo al frente, donde pisaron Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Agripina, Claudio, Mesalina o el ardiente Nerón. Estar allí, observando el Foro Romano e imaginando siglos de historias, conspiraciones y traiciones, me hacía más elocuente.

También nos sentábamos en la escalinata de la Piazza de Spagna y veíamos a los turistas amontonarse en los escalones para salir en las fotografías tomadas desde la Via dei Condotti.

Sentía que me comprendía, que compartía conmigo la curiosidad insaciable por todo lo humano; y sus acciones me sugerían que, como yo, buscaba entender mejor las pasiones que desgarran nuestras almas. Estábamos de acuerdo en que sólo conociéndolas y experimentándolas podríamos controlarlas.

Y así, poco a poco, fue descubriéndome sus verdaderas intenciones. Supongo que por vanidad, me adentré con él en el mundo de la política italiana sin tener un objetivo claro. Mera curiosidad. Hasta que, en una fiesta en el Hotel Regina, me confesó que dirigía un grupo de apoyo a Il Profesore desde los tiempos de su primer gobierno en 1996. Eso explicaba la imposibilidad de conocer nada de su vida más allá de lo que estaba directamente relacionado conmigo. Nunca me había hablado de Chiara; y de Michaella sólo aquella noche. Luego, llegó la explicación sobre la votación de confianza y el deseo de Il Profesore de perderla sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera imaginar que era así.

– ¿Qué hacéis? – dijo Francesca al ver a Pietro y a Chiara forcejar para coger los dos revólveres.

Retumbaron dos disparos en el local. Temblé al escucharlos. No sentí nada, ningún dolor. Deduje rápidamente que yo no había sido el blanco. Salvo que estar muerto fuera así. Pero no. Desorientado, me las apañé para verificar el estado de todos los que me acompañaban. Todos estaban de pie, menos Vicenzo que, como un saco, se desplomaba sobre el suelo. Francesca observaba la escena aterrorizada.

Chiara recuperó el equilibrio con el arma en la mano. Dio dos pasos en dirección a Vicenzo, que agonizaba en un charco de sangre. Se situó a la altura de su cabeza. Extendió su brazo derecho, apuntándole, y le descerrajó otro tiro en la frente. Al verlo y escucharlo, me agité por dentro. No sé si por miedo o asco. O ambas cosas.

Continuará…

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