Avanzaba con paso lento por la habitación, acariciando con los dedos la tela de los butacones que la llenaban. Le gustaba el tacto.
Hasta que encontró uno. Perfecto de estado, suave, enfrentado a la puerta. El viejo estilo imperial. Viena.
Se fue a sentar. Con dos dedos, el pulgar y el índice, como dos pinzas, se sujetó los pantalones a la altura de las rodillas. Sentía una secreta pasión por la simetría.
Con inusual cuidado, se los subió levemente y se acomodó. Con las piernas separadas. Con pliegues astutamente plegados.
Y se recorrió con la mirada a si mismo, del pecho a los pies. Después, con un giro lento de lado a lado, lo hizo con la habitación.
Esperaba su entrada.
La puerta chirrió al entreabrirse. Un poco. Una pierna asomó. Nada más al principio. La piel blanca. Pero el tiempo se hacía interminable. Cada segundo era una nueva oleada de anticipación. Y detrás un cuerpo. El cuerpo. Dita. Pero del Este. Más del Este. Con una cabellera tan negra como la noche. Y labios rojos como la sangre.
Un cuerpo sin marca, sin defecto, sin grietas. Sin enfermedad.
Se le abrieron las pupilas. Monstruosamente. Como si no quedara luz para iluminarla. Como si su mirada quisiera absorberla, devorarla. Pero el resto quedó inmóvil. Ni una contracción muscular. Ni una mínima vasodilatación palpitante. No le galopó la respiración. Ni el corazón.
¿Qué se puede esperar de un hombre al que ya no le queda nada por vivir?
Sentirse bien.
¿Nada por vivir?
Es un narrador no fiable. Puede significar cualquier cosas