Procesamiento de lenguaje natural y deontología médica

El uso de herramientas de procesamiento de lenguaje natural (PLN) por parte de los médicos para ayuda a la toma de decisiones clínicas en España plantea una serie de cuestiones éticas desde el punto de vista deontológico. La deontología médica se basa en los principios de beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia, que deben guiar la actuación profesional de los médicos. Estos principios pueden verse afectados por el uso de herramientas de PLN, que pueden tener ventajas e inconvenientes para la práctica clínica.

Por un lado, las herramientas de PLN pueden facilitar el acceso a la información científica, el análisis de datos clínicos, el diagnóstico y el tratamiento de los pacientes, lo que puede mejorar la calidad y la eficacia de la atención sanitaria. Además, pueden favorecer la comunicación entre los médicos y los pacientes, así como entre los propios profesionales sanitarios, lo que puede reforzar la confianza y la colaboración. Estos aspectos se relacionan con el principio de beneficencia, que implica promover el bienestar de los pacientes y actuar en su mejor interés.

Por otro lado, las herramientas de PLN pueden suponer riesgos para la privacidad y la seguridad de los datos personales y clínicos de los pacientes, que pueden ser vulnerados o utilizados con fines ilícitos. También pueden generar sesgos o errores en el procesamiento y la interpretación de la información, lo que puede afectar a la calidad y la precisión del diagnóstico y el tratamiento. Asimismo, pueden interferir en la relación médico-paciente, reduciendo el contacto humano y la empatía. Estos aspectos se relacionan con el principio de no maleficencia, que implica evitar o minimizar el daño a los pacientes y actuar con prudencia y competencia.

Además, las herramientas de PLN pueden implicar retos para el principio de autonomía, que implica respetar la voluntad y las preferencias de los pacientes, así como informarles adecuadamente sobre su situación y las opciones disponibles. Los médicos deben asegurarse de que los pacientes consienten el uso de estas herramientas y que comprenden sus beneficios y riesgos. También deben garantizar que las herramientas no sustituyen su juicio clínico ni su responsabilidad profesional, sino que las complementan y las apoyan.

Finalmente, las herramientas de PLN pueden plantear desafíos para el principio de justicia, que implica distribuir equitativamente los recursos sanitarios y garantizar el acceso universal a la atención sanitaria. Los médicos deben velar por que estas herramientas no generen desigualdades o discriminaciones entre los pacientes o entre los propios profesionales sanitarios. También deben contribuir al desarrollo y la evaluación de estas herramientas, así como a su regulación y control.

En conclusión, el uso de herramientas de PLN por parte de los médicos para ayuda a la toma de decisiones clínicas en España requiere un análisis deontológico que tenga en cuenta los principios éticos que rigen la profesión médica. Estas herramientas pueden tener un impacto positivo o negativo en la práctica clínica, dependiendo del modo en que se utilicen y se gestionen. Los médicos deben ser conscientes de las ventajas e inconvenientes de estas herramientas y utilizarlas con criterio profesional y respeto a los derechos y deberes de los pacientes.

Posverdad, ciencia y medicina

Ayer jueves 6 de julio de 2017 participé en la jornada de MEDES para hablar sobre el impacto de la ciencia e-compartida en la práctica clínica.

Sinceramente, no tenía muy claro a qué se podía referir el tema de mi conferencia, así que aprovechando que mi rector se había referido a la posverdad y la ciencia, intenté provocar con un discurso que mezclara la posverdad, la ciencia médica y la práctica de la medicina. Y me parece que lo conseguí.

Empezaré por las definiciones para ver si nos ponemos de acuerdo.

Ciencia médica: cuerpo de conocimiento relativo a la salud y la enfermedad generado por el estudio del ser humano y su entorno mediante la aplicación de la observación y la experimentación de acuerdo con el método científico

Medicina: profesión dedicada a diagnosticar, tratar y prevenir las enfermedades

Posverdad: situación en la que la creencia es más importante que los hechos.

Y dicho esto, dejo que Dan Ariely haga el trabajo duro: pensar y contar los hechos.

Recortar la formación médica

El pasado jueves 17/09/2015 participé en las CEMTalks, invitado por los estudiantes de Medicina que celebraban su congreso anual en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid.

Era un día como pocos, en la facultad a la que pertenezco, hablando delante de estudiantes, que en buen número acudieron a la primera charla de la mañana. El título lo había decidido hace tiempo «Más de lo mismo«, diseñado para provocar una tormenta de ideas. Para inducir reflexiones.

Pasó poco tiempo antes de que Redacción Médica se hiciera eco de mi provocación: «Debe plantearse un grado de dos años»

No cabe duda. Era una provocación por el sitio, el tipo de encuentro, o el momento. Pero no era una provocación irracional, con el simple objetivo de hacerlo. Mi propósito era iniciar una reflexión sobre la formación médica y su duración. Quería ponerlo en la agenda.

CEMtalks

¿Por qué la carrera de Medicina tiene que ser de 6 años? ¿Por lo mismo que desde pequeños nos dicen que tenemos esta u otra religión, esta u otra nacionalidad? ¿O que los niños los trae la cigüeña? ¿O porque una rosa es una rosa es una rosa?

Como suelo repetir, el cerebro de los seres humanos no se siente cómodo si tiene que pensar que lo que cree puede no ser cierto. Y parece que eso también ocurre con la duración de los estudios del grado de Medicina.

En otros países, con sistemas de formación distintos, también se han planteado si es necesario recortar la carrera de Medicina en un 30%; de hecho, Ezekiel Emanuel y Victor Fuchs lo propusieron para Estados Unidos en JAMA en 2012.

Hay datos históricos que demuestran que acortar el programa de una carrera no tiene los efectos negativos que se le suponen. Harvard lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial. Y no pasó nada. Por ello, no es sorprendente que el debate sobre la aceleración de la formación médica esté en la agenda en Estados Unidos. Incluso el Washington Post le ha dedicado espacio.

La siguiente pregunta que me hago a mí mismo es: ¿Qué factores me llevan a pensar que se podría y se debería acortar la carrera de Medicina?

1. Visto el modelo de formación universitaria y el modelo sanitario español, un médico «habilitado» legalmente para ejercer la medicina de manera autónoma en el sistema nacional de salud tarda en estar disponible entre 11 y 12 años (mínimo). Este hecho tiene consecuencias: personales, familiares, sociales, sanitarias y económicas. Y muchas de ellas son nefastas.

2. El progreso tecnológico ha puesto a nuestra disposición herramientas que no sólo aceleran la formación, sino que nos permiten evaluarla de manera continua, de forma objetiva y comparable entre pares. Pero que no se usan de ninguna manera. Seguimos con las comisiones de apuntes, el papel, el test, las preguntas cortas y el tema a desarrollar. Y ahora, modernos que somos, una ECOE.

Claro que la resistencia al cambio, como bien explicaba Maquiavelo, es enorme. Las barreras son muchas, y no porque haya evidencia sobre lo bueno que es lo que hacemos.

La primera barrera es que siempre ha sido así. Y como ha sido así y nos han dicho que es bueno, ¿cómo vamos a osar plantearnos cambiar? Pero seamos sinceros, carecemos de pruebas sobre la duración óptima de la formación. ¿Por qué tiene que ser de 6 años y no de 15 o 18, por ejemplo, dado el crecimiento exponencial de los conocimientos que debería acumular un médico si tuviéramos como objetivo que estuviera instruido y fuera competente en todas las materias que le incumben?

La segunda de ellas es ¿y qué hacemos con la organización que tenemos?. A mi, que soy profesor titular de cirugía de la UCM, me supondría el riesgo de perder mi puesto, ganado por acreditación y oposición. Y si no lo pierdo, al menos tendría que cambiar. Lo que es muy…. «incómodo».

¿Cuál es el problema a resolver?

Los estudiantes de bachillerato de ciencias de la salud se preparan durante dos años de manera intensa en asignaturas que luego repetirán, en parte, en el primer ciclo de Medicina. Son gente brillante, bien formada, con buenas notas, competitiva.

A continuación, tres años de básicas y transición a la clínica y tres años de clínica, para estudiar apuntes, contestar exámenes y mirar como los residentes – y el que es afortunado, adjuntos – hacen cosas que ni siquiera entienden. Alguno se lava en quirófano. Alguno finge que va a una guardia. Algún otro da puntos en Urgencias.

Como todos hemos pasado por eso, deberíamos ser sinceros y reconocer que al terminar la carrera, la mayoría no teníamos ni idea del ejercicio profesional de la medicina. Ni se espera que la tengamos. Porque ahora viene otro proceso selectivo, el MIR.

Toca pasar un año de tortura física y psíquica, entrenándose a contestar exámenes tipo test y hacer cálculos y simulacros para pasar el examen MIR. Eso sí, después del examen un viaje a las playas de la costa de México, en algo parecido a lo que los americanos desmadrados llaman «Springbreak».

Y luego vienen 4-5 años de aprender (próximamente en un tronco y luego especialidad), a ejercer la medicina. Se hacen cursos de metodología de la investigación, de RCP, seminarios de I+D, cursos de preventiva, de infecciones, de escritura de artículos científicos, de lectura crítica…. Y se evalúa anualmente, de manera semicuantitativa (por ponerlo de alguna forma) por parte de los tutores y los miembros del servicio. Y al final de estos años se da un papel que dice «especialista en».

Claro que si hay que superespecializarse, viene el «fellowship». Aquí o fuera. Otro año/dos años más….

Cuando verbalizo todo esto, percibo una sensación particular. De repente, entiendo que la formación médica es una enfermedad crónica, con gran carga de enfermedad en el grupo de edad en el que más años de vida ajustados por calidad se pierde, y para la que no queremos encontrar solución.

No hemos definido qué es ser médico en el siglo XXI, menos aún qué es ser un buen médico. O un buen especialista. Por tanto, no lo medimos. Lo que obtenemos es absolutamente ignorado. Es lo que es porque somos «kantianos», porque tenemos buenas intenciones y aplicamos el imperativo categórico…

Seamos sensatos, reflexionemos, actuemos y dejemos de creer que formamos personas para convertirse en dioses. Ese es el pecado y el que nos lleva a la penitencia.

PD (21-09-2015): ¿Qué tal un ensayo clínico? 20 estudiantes con una distribución normal de notas de bachillerato y que pasen la selectividad. Primero y segundo con menos asignaturas que el plan actual (eliminamos las ya dadas). En tercero dejamos las de fisiopatología, propedéutica y entrevista clínica. En el cuarto, preparación del MIR (examen por ECOE de manera «ciega» para el evaluador) y examen MIR. Si no sacan notas iguales o mejores que los examinandos convencionales, les volvemos a meter en el curso normal….

En Agosto de 2014, el New England Journal of Medicine ya publicaba un artículo de Asch y Weinstein en el que se afirmaba que, entre otras cosas, la duración de la formación médica es el resultado de la tradición y no de la evidencia (gracias a @danielmorenoz por hacérmelo notar)

Sabemos lo que queremos

Existen intervenciones quirúrgicas que no son dolorosas. Que no sangran. Que no producen infecciones postoperatorias.

Hay intervenciones quirúrgicas que se producen sobre el cuerpo digitalizado de cientos, de miles, de millones de pacientes que pasaron por nuestras consultas, urgencias, hospitalización, quirófano, y nos dejaron su información para que aprendiéramos.

Es una obligación extraer conocimiento de los datos digitalizados de nuestros pacientes para ofrecerles una asistencia sanitaria de valor. Es decir, con la maxima efectividad, el menor daño, a un coste ajustado, en un tiempo adecuado y sin consumir más energía de la necesaria.

El cuerpo medicalizado o el retorno de Frankenstein

Este artículo me lo publicaron en 2011 en la revista Barcelona Metrópolis, gracias a la invitación de una gran amiga, la historiadora del arte Estrella de Diego….

La medicalización del cuerpo humano en los países occidentales se inició en el siglo XVIII con la medicina urbana, tal como lo describió Michel Foucault en su Historia de la medicalización, para culminar en la última mitad del siglo XX, impulsada desde el corazón de las urbes globales.

Los ciudadanos se han entregado a la promoción y el desarrollo del conocimiento biomédico y de la cultura centrada en la potenciación biológica del individuo. Todos andamos a la búsqueda de un Shangri-La del perfecto bienestar, garantizado por la medicina moderna. El concepto de “salud total”, que se puso por escrito en la declaración de Alma Ata de 1978 (primera Conferencia Internacional sobre Atención Primaria de Salud), ha sido una de las características culturales definitorias del moderno proceso global de urbanización, que hace tiempo que dejó de ser una mera acumulación demográfica y de recursos para pasar a ser un conglomerado de difusión de estilos culturales y redes sociales.

“[…] la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo la ausencia de enfermedad; es un derecho humano fundamental y la consecución del nivel de salud más alto posible […] es un objetivo social prioritario en todo el mundo, cuya realización requiere la acción de muchos otros sectores sociales y económicos, además del sector sanitario”.

Solo hay que observar el corazón de las urbes desde las que se dictan las tendencias culturales. En todas encontramos masivas ciudades sanitarias y tupidas redes de atención primaria en las que se acumulan cerebros de obra y biotecnología. Todo ello ofrece al ciudadano posibilidades nunca imaginadas previamente para atender sus necesidades, que se pretenden extender a todo el planeta bajo el lema de “salud para todos”.

El paradigma occidental de salud se construye en esas grandes ciudades que marcan tendencia. Allí, las necesidades humanas han ido evolucionando en divergencia con las del medio rural. No sólo se busca la prolongación de la vida productiva luchando contra la enfermedad. Existe el deseo de adquirir un físico vibrante y en continua remodelación. Se persigue obtener un cuerpo urbano cuyas funciones y pulsiones internas se sincronicen con la apariencia exterior; un cuerpo que se mimetice con el asfalto cuando nos convenga. O sobresalga en él, cuando se persiga la notoriedad.

Ahora, cuando vas andando por una calle en cualquier ciudad, te cruzas con otras personas aparentemente iguales. Van con prisa, hablando por sus teléfonos, con unos pequeños artilugios metidos en las orejas o discutiendo con sus acompañantes. Se miran entre ellas. Como se han mirado siempre. Se reconocen como miembros de una misma especie. Una persona, un cuerpo. Una persona, un sexo. Una persona es una identidad corporal singular, en constante deterioro hasta el final. O eso era antes. Ya no lo será nunca más. Las urbes actuales, que extienden su influencia cultural a través de los medios de comunicación de masas, hasta la aniquilación de lo rural, han convertido el cuerpo humano en una quimera, como el animal mitológico, hijo de Tifón y Equidna, formado por partes de otros tres seres: un león, un macho cabrío y un dragón.

Aunque las bases se sentaron antes, el primer gran hito en la carrera hacia la medicalización masiva del cuerpo tomó forma en una de esas ciudades globales, definidas como aquellas que tienen capacidad para influir no solo socioeconómica, sino también cultural y políticamente. En los años cincuenta del pasado siglo, en Boston, también conocida como The Hub of the Universe, los cirujanos del hospital Peter Bent Brigham, de la Facultad de Medicina de Harvard, crearon la primera quimera viable. El complejo biosanitario conocido como Longwood Medical Area ha sido la fuente del saber médico occidental durante todo el siglo XX.

En aquella empresa de síntesis corporal se embarcaron dos mujeres, dos hermanas gemelas. Eran dos cuerpos de lo más idéntico que se podía conseguir. Una donó una víscera a la otra para que supliera su falta de función en los riñones. Fue el sueño del doctor Frankenstein hecho realidad y convertido en premio Nobel de Medicina para el doctor Murray. Desde entonces, no ha habido fin. Para los urbanitas, la muerte aparenta no existir. Ya no siempre es el final de un organismo. Puede ser el comienzo de un nuevo cuerpo multiorgánico.

Desde esas ciudades globales distribuidas por todo el planeta, Nueva York, Londres, París, Barcelona o Madrid, y desde las grandes industrias biosanitarias que las vertebran hasta constituir uno de sus motores socioeconómicos más poderosos, los médicos nos hemos puesto a producir un nuevo orden. Hebra a hebra de hilo sintético, a base de polímeros de hidrocarburos, cosemos dos cuerpos diferentes con la intención de conseguir la funcionalidad de uno solo. Nos aplicamos por la fuerza a unir singularidades que habitualmente, después de reconocerse como distintas, tienden a rechazarse. Pero a pesar de la tensión aplicada para unirlos, nuestra fuerza no es suficiente para mantener varios individuos en uno. Y crece la insurrección. La batalla entre organismos distintos ocurre sin trincheras a escala celular. Sin prisioneros. Hasta el exterminio final. Si les dejáramos, los cuerpos se eliminarían entre ellos. No solo lucha el cuerpo receptor contra el cuerpo injertado, sino que también este rechaza a su huésped (graft-vs-host disease). Así que ha habido que desarrollar drogas capaces de engañarles. El sistema inmune del cuerpo receptor es el objetivo de los fármacos inmunosupresores, que lo adormecen hasta suprimir su capacidad de reconocer el origen ajeno de las células del nuevo cuerpo injertado. Pero no todo son ventajas, porque aunque la reacción de rechazo ha sido domada, los medicamentos no la han podido eliminar. Es necesario establecer tratamientos crónicos que conllevan riesgos, tanto para el huésped como para el injerto, debido a la toxicidad de los fármacos utilizados.

Aun con ese alto precio a pagar, después de los riñones siguieron otras partes corporales trasplantadas. Algunas de ellas tienen un significado casi espiritual. Al contrario que Woody Allen, estamos reconstruyendo a un “multiHarry” con otros trozos de corazón, hígado, pulmones, córneas, páncreas o el intestino. Los trasplantes multiorgánicos son hoy en día una realidad y se asocian los trasplantes hepáticos e intestinales, de corazón y pulmón, o de riñón y páncreas.

Y tenía que ser en California, la fábrica de los sueños, desde donde se iniciara la búsqueda de una solución creativa para esta lucha contra el deterioro anatómico y funcional del cuerpo, dirigiendo nuestra imaginación hacia los xenoinjertos. Como en King Kong, los ciudadanos de la megápolis intentan dominar al gran mono. Con todo el poder de cualquier otra superproducción salida de los estudios cinematográficos, baby Fae, una recién nacida con un defecto cardiaco incompatible con la vida, fue el primer ser humano que sobrevivió unos días con el corazón de un babuino en Loma Linda, en los años ochenta.

Treinta años después del primer fracaso, los avances en la biotecnología permiten la manipulación genética celular, lo que ha llevado a los científicos a proponer la modificación de otros animales que hagan que su cuerpo sea compatible con la especie humana. Anhelamos tener una granja permanente para el gran consumo de órganos dedicados a la reparación de nuestros cuerpos: las quimeras transgénicas.

Otro ejemplo de un área en la que la influencia urbana ha forzado la medicalización del cuerpo es en la de la apariencia externa y el vigor sexual. Desde dos de las grandes ciudades en las que reside el imperio de los sentidos, Río de Janeiro y São Paulo, se ha cultivado la reparación del cuerpo para potenciar la apariencia física y el atractivo. Ahora esa necesidad se extiende por todo el planeta.

Tell me what you don’t like about yourself” (Dime qué es lo que no te gusta de ti mismo) era la pregunta que dos cirujanos plásticos de una serie televisiva de ficción urbana dirigían a sus clientes cuando acudían a su consulta, primero en Miami y luego en Los Angeles. El culto al cuerpo. Porque en nuestras ciudades, la apariencia contiene elementos de validación propia y externa. Sin necesidad de superar la incomunicación galopante que nos amenaza, la medicina y la cirugía estética pueden divinizar el cuerpo hasta convertirlo no solo en la mejor, sino en la única tarjeta de presentación. Nos libramos a una suerte de exteriorismo quirúrgico.

Es parte de la cultura popular el uso de los implantes de biomateriales para aumentar el tamaño de las mamas, de los glúteos o de los labios. Los cuerpos siliconados abundan en los gimnasios de nuestras ciudades, en los que el individuo luce sus atributos, pagados a golpe de préstamo si es necesario, ante los ojos ajenos. Se potencia la percepción del yo exterior, tanto por parte de mujeres como de hombres. La voluptuosidad de las curvas se crea mediante prótesis colocadas quirúrgicamente en lugares estratégicos de la anatomía.

La medicalización del cuerpo llega incluso a la genitalidad. En este caso es el interiorismo quirúrgico. Hasta el rejuvenecimiento vaginal va ganando adeptas que narran sus experiencias en Youtube. Y proliferan los centros dedicados a ofrecer soluciones al problema en todas las grandes ciudades occidentales. Si no te gustan tus labios menores, si necesitas revitalizar tu vagina, un cirujano estético se ocupará de esculpir una nueva intimidad. Si tu pene es pequeño, un mínimo corte allí, una prótesis puesta allá, aumentarán tu autoestima. Incluso la disfunción eréctil, simbólico ejemplo del declive y ocaso del macho dentro del grupo, puede ser compensada o eliminada mediante el uso de biomateriales cuando la farmacología no ofrece una solución.

Finalmente, la modificación de la identidad sexual es el último paso en el cuerpo medicalizado. Cuando uno no se siente adecuadamente representado por el fenotipo, es decir, por la apariencia externa de sus genitales, la cirugía y la medicina pueden reasignarle un género. La combinación de hormonas exógenas y de reconstrucción corporal posibilitan una adecuada sincronización psíquica y fenotípica. Es decir, lo que uno siente y lo que uno parece externamente pasan a coincidir gracias a la ciencia médica.

Los trasplantes, los cuerpos reparados con biomateriales o la reasignación de sexo son tres ejemplos del avance imparable del cuerpo medicalizado en el siglo XXI. Forman parte de una historia de éxito en la investigación biomédica, en la medicina organicista, que se ha cultivado en las ciudades durante los últimos tres siglos y que desde ellas se ha sembrado por el planeta mediante la difusión a través de los medios de comunicación de masas. Ahora, cuando nos cruzamos con otros individuos por esta “aldea global”, su cuerpo ya raramente es un solo cuerpo. Incluso cuando un individuo no contenga ninguna parte ajena, los medicamentos llevarán tiempo circulando y ocupando sus dianas terapéuticas para tratar un complejo sistema expuesto a un proceso continuo y natural de deterioro. Los avances cientificotécnicos están convirtiendo los sueños en realidad y al cuerpo humano del ciudadano actual en una quimera. Luchamos por retrasar el envejecimiento y la muerte casi a cualquier precio. Aun así, uno no puede dejar de hacerse preguntas que raramente encuentran respuesta: ¿Hasta dónde queremos llegar? ¿Para qué?