Fotógrafo


Aquí estoy, en medio de El Rastro, el mercado de pulgas más famoso… de Madrid.

Soy un fotógrafo valiente, pero desafortunado. El artista incomprendido. Pero hoy, como cada domingo, mi ritual me ha llevado a la aventura con mi amada cámara en mano, entre la multitud que se agolpa alrededor de los puestos de venta, bajo la impertérrita mirada de la estatua de Cascorro.

Pero la masa no piensa, no tiene misericordia de mi. Ignoran que ando a la búsqueda del momento irrepetible. Me arrastran, me empujan, me hacen girar…

¡Es un centrifugado humano!

Un paso a la izquierda, ¡zas!, un codazo. Un paso a la derecha, ¡pum!, un bolso en la cara. A veces un bastón. Otras un paraguas. Todos esos artilugios amenazan alguno de mis orificios naturales. O amenzan con crearme otros nuevos.

Intento retroceder, no sé a dónde, pero la multitud me empuja hacia adelante.

¡Es un baile frenético!

De repente, mi cámara sale volando por los aires.

¡Oh, no!

Miro arriba. Al cielo. Cuál artista en la pista de un circo, doy pasitos a derecha e izquierda calculando el punto de caída donde, si no calculo mal, podrá impactar la máquina con mis manos, en vez de con el suelo. O con la crisma de algún viandante. O de los niños que son transportados en esos carritos que martillean sin piedad mis rodillas.

Es una lucha. Pero no me rindo.

Como a bajas revoluciones, veo mi cámara flotando en el aire sin saber que el dispositivo de disparo automático hace que, involuntariamente, vaya capturando imágenes de cuadros, antigüedades, reliquias, libros y espejos en los que una multitud queda reflejada.

¡Es un festín visual!

Afortunadamente, la cámara aterriza en mis manos. Miro la última foto y no me lo puedo creer.

¡Es perfecta! La humanidad contenida en un trozo de El Rastro pasará a la eternidad en formato digital.

La construcción del relato

A nuestra especie, en general, los números no la entretienen. No nos llaman la atención. Con algunas excepciones, nos gusta más una novela, una película o Twitter que una tabla de excel. Los números no nos emocionan tanto como para arrastrarnos a aventuras irracionales.

Y eso lo vivimos día a día.

Vamos creando el futuro así, yendo de la pesadilla al sueño. Porque los sueños no son sólo sueños. También son un plan para conseguir resultados en el futuro.

Los líderes, todos, en cualquier campo de actividad, articulan los relatos de esos sueños a lo largo de tres líneas maestras:

  1. El miedo
  2. La envidia
  3. La mentira

Primero se construye un escenario de crisis, de malestar, de incertidumbre que pone en peligro nuestra salud, o el bienestar, o la misma existencia. A continuación, se cotillea sobre lo que están haciendo otros, a una cierta distancia, sin entrar en los detalles, sin darnos el contexto.

Los expertos ahora lo llaman «benchmarking».

Finalmente, se formula una gran mentira, una fantasia, se crea una bonita irrealidad que promete más y mejor de cualquier cosa que deseemos.

Y partiendo de esa ruta, desde el miedo a la fantasia, el líder inicia el viaje del héroe.

Eso se lleva repitiendo miles de años. Así que debe funcionar.

Obsesionado

Continuación…

I want to feel your heart and soul inside of me
Let’s make a deal you roll, I lick
And we can go flying into ecstasy
Oh darling you and me
Light my fire
Blow my flame
Take me, take me, take me away

Y Gustavo siguió susurrando.
Obsesionado.
Haciendo las segundas voces.
Para que no le escucharan detrás de las puertas.
Hasta que la canción se apagó.

Mientras aparecía un avance de la siguiente música, pensó.
Poco.
Porque no estaba convencido.
Ni de humor.
Ni en su mejor momento.
Pero pensó.

Tenía que obtener la información que le pidieron.
Era lo que le había llevado allí.
A un karaoke.
En Kowloon.
A cubierto por una estancia.
En un departamento de cirugía.
Como un brillante académico.
Como él.
El doctor Gustavo Klint.

Le habían convencido.
Según todos, era el más adecuado.
Porque nadie iba a sospechar de un cirujano de su prestigio.
Dedicado afanosamente al trabajo.
Al estudio.
A la investigación.

Pero estaba desconcertado.
Y al cantar, sentía que le temblaba la voz.
Aunque lo había calculado todo y medido todo.
Carecía de control.
Su control.
Esa capacidad de mantenerse impasible, cuando cualquier otro humano se hubiera roto.
Nunca le había temblado nada.
Ni las manos.
Ni ninguna decisión.
Incluso las erróneas.

Ahora.
De repente.
Se encontraba desarmado.
No conseguía leer a los nativos del lejano oriente.
Sus caras le resultaban un borrón.
No podía ejercer su incomparable capacidad de copiar.
Gestos.
Expresiones.
Acentos.
Palabras.
Deseos.
Ideas.
Habitualmente, las utilizaba contra sus creadores.
Klint devolvía las palabras e ideas ajenas como arietes.
A la corteza prefrontal en los hombres.
A la amígdala en las mujeres.
Pero ahora no podía.
En Hong Kong era imposible.
Un ser proteiforme sin patrón que copiar.
Sin cultura que asimilar.
Sin sentimientos identificables que poder fingir.
Se encontraba absolutamente desarmado.
Y obsesionado.

Un hombre que él había tomado por mujer.
Mujeres que no hacían ruido al caminar.
Humanos entregados a sus perversiones en silencio.
El Dr. Klint se encontraba en la nada emocional.

Así que volvió a cantar.
Obsesivamente…. And I go back to black…

Continuará…

Karaoke

Continuación…

Al final, Gustavo encontró lo que buscaba por las calles de Kowloon.
Cualquier observador hubiera creído que estaba desorientado.
Eso parecía.
Un turista accidental.
Accidentado por el mal olor.

Era un karaoke.
Un karaoke en Hong Kong.
¿Un karaoke cualquiera?

Se fijó en los anuncios de neón.
Parpadeaban «New York».
No había duda.
Eran llamativos.
Mucho.
En rojo.
Verde.
Azul.
Amarillo.
Sería por sus prejuicios, pero tanta colorín le hacía desconfiar.
No podía cambiarlo.
Todos eran iguales.
Y allí era donde le habían citado.

Descendió unos cuantos peldaños, hasta los bajos del indistinguible edificio de paredes grises y ventanas, y sábanas colgadas, que formaba parte del panal.
Y lo hizo con miedo.
Con el corazón a 210-edad.
Caminó unos cuantos metros.
Guiado por el neón.
Hasta que se encontró ante una puerta negra.
A la altura de sus ojos había un pequeño ventanuco.
Reforzado por una barras.
No era una señal muy favorable.
Al contrario.

Llamó al timbre.

Abrieron la pequeña ventana.
Y le miraron dos ojos negros.
Rasgados.
Femeninos.
Con pestañas cargadas con pelotones de máscara negra.
Como cuentas.
«New York, New York» susurró Klint.
Sonó un ruido metálico.
Le dejaron pasar.
Con la puerta sólo entreabierta.
Para que no se escapara nada.
O no entraran.

Al principio, al mirar a través de la ventana, había creído que era una mujer.
Por los ojos.
Pero pese al maquillaje, sus rasgos y un picudo bulto en la garganta le delataban.
Era tan delgado que el vestido negro ajustado no le tocaba la piel.
¿Sería filipino?
O Jackie Chan.

Sin dirigirle palabra, con un gesto de las manos, le indicó el camino.
Y Klint se olvidó del olor.
Y del asco y del miedo juntos.
Sin esperarlo, se encontró en una plaza muy transitada.
Un gran espacio circular.
Allí se abrían unas veinte puertas translucidas.

Dejaban intuir figuras detrás de ellas.
En diferente número.
En distintas posiciones.
Y figuras vestidas de largo y de negro caminaban de puerta en puerta.
Con pasos cortos.
Y desaparecían tras de ellas.
¿Nadie quería ser visto allí?
O identificado.
Para él no hubiera habido diferencias.

Y en el centro del gran espacio, una pantalla de vídeo, un escenario y un micrófono montado sobre un trípode.
Todo en silencio.
No se escuchaba nada.
Ni siquiera los pasos.
No parecía un karaoke.

De repente, pensó que iba demasiado casual.
No le habían dado indicaciones.
Las mujeres llevaban trajes negros.
Largos.
Con tirantes que dejaban ver sus hombros.
Y sus clavículas
Y sus cuellos blancos, cubiertos de polvos de arroz, expuestos intermitentemente con los movimientos del cabello de sus medias melenas.
Lisas.
Negras.
Cortadas por el mismo estilista.
Con el mismo largo.
A lo mejor debería haberse puesto a Zegna y Ferragamo.
Pero hubiera sido un disgusto manchárselo de vómito.

Su acompañante le indicó, con gestos suaves, que debía subirse al pequeño escenario.
Le indicó el micrófono.
Klint dudó. Pero terminó cogiéndolo.
Recibió un signo de aprobación.

Y en la pantalla apareció un vídeo y comenzó a sonar la voz de Gladys…

Continuará…

Con consentimiento

Cuando habló de que le rompería el corazón, nunca imaginó que fuera literal.
Por eso le firmó el consentimiento.
Informado.
Sin casi leerlo.
Porque no quería sufrir por los detalles.
Fue así.
Directa.
Y lo tuvo entre sus manos.
Acariciándolo.
Cortándolo.
Haciéndolo sangrar
Suturándolo.
Reponiéndolo en su sitio.

corazón

Pero era una relación desigual.
Ella era su cirujana.
El sólo otro entre los mortales a los que abriría.
En canal.

Brillaba como un diamante

Continuación de Wien, Babylon

Con el vaso en la mano, de Absolut «neat», avancé de una habitación a otra.
No había mucha luz.
Intentaba mantener el equilibro sin chocar.
Sin derramar ni una gota del líquido contenido en un vaso ancho y helado.
On the rocks.
Como mi alma.
Pero con gotitas de líquido transparente chorreando.
Como mis lágrimas.
Como mi ropa, empapada por la lluvia.

En Babylon.
Vestido, fui comprobando la carne desnuda como el mercader en la subasta.
Había mucha.
Toda expuesta.
Para consumir como amor rápido.
O con lentitud. Saboreándola
La música era fácilmente reconocible. Whitney.
El otro sonido, superpuesto, eran sólo jadeos y susurros.
Al oído.
En los oídos.
En el cerebro colectivo que gobernaba la fiesta.

De repente, me la encontré. También vestida.
Casi fue un choque frontal.
De trenes.
Ella no apartó la mirada de mis ojos.
Brillantes.
Febriles.
Como su corazón.
Pero no como mi alma.
La abracé.
Temblaba.
Ella no.
La cogí de la mano y me apartó en un rincón.

Sin miedo, se desnudó sólo para mis ojos.
Se sentó.
Separó las piernas.
Brillaba como un diamante.
En el infierno.

Impar

Fue el tercero en nacer.
De una cesárea de trillizos.
Y siempre fue el tercero en discordia.

Aquello le marcó para el resto de sus días.
Porque aquello no le dejaba acomodarse en el lugar del mundo que él creía merecer.
Él pensaba que era el mayor.
Que tenía que haber salido el primero.

No podía deshacerse de la idea de que cuando sus ojos vieron la luz, entre las piernas de su madre, su padre y su madre ya estaban entretenidos con los otros dos.
A él le cogió una desconocida.
Por eso no lloró.
Gruñó.

Desde entonces siempre ha sentido desplazado.
Era el que menos mamaba.
Era el que menos crecía.
Era el que menos jugaba.
Era el que menos dormía.
Era el único que no salía en las fotos.
Era al que menos querían.

Él era impar. ¡Hijos de puta!

La mujer que le puso voz a la app

Iba sentada en un tren.
Con destino a ninguna parte.
Un teléfono sonó justo detrás de su asiento.
Como esos miles y miles de teléfonos que suenan en los trenes.

Y sus propietarios los toman en la mano. Y los acarician.
Como no lo hacen con ella.
Y los tocan.
Como no se lo hacen a ella.
Con pasión. O con cariño.
Porque ya no se ve.
Porque ella misma cree que es invisible.

Esta vez el propietario del dispositivo no contestó.
El teléfono continuó sonando hasta el aburrimiento.
No debía estar interesado.
O estaba ocupado en otra tarea.
O era una llamada equivocada.
A ella le daba igual.
Por fin, paró.

-¿Quiere seguir jugando?

Esa pregunta le sobresaltó. Casi le hizo temblar.
Como si viniera del mundo de los no vivos, escuchó su voz.
Su propia voz.
Justo detrás de ella.
¿Se estaba hablando a si misma?

Pero de repente recordó.
Hace años, cuando era más joven.
Y menos invisible.
Grabó una serie de frases.
Para un juego.
Para una app.
Para una productora.
Para una compañía.

Y el propietario del teléfono, que no había contestado la llamada, respondió.

– ¡Claro! Con tal de que me sigas hablando, haré lo que sea.

Y sonrió. Ella. Porque era humana. Y era audible.

El pepino era el relleno

A propósito de un caso.

Puede ser cualquier caso.

Un respetable individuo con una vida convencional. Como cualquier otro ciudadano de bien.

Puede ser un ejecutivo, un ministro, de cualquier gobierno, un agente del orden, un servidor público, un juez, un camarero, un tendero, un albañil, un fontanero, un electricista. Hasta un médico.

Heterosexual.

Homosexual.

Bisexual.

Pansexual.

Un día abre el frigorífico.

Mete la mano y saca un pepino.

Lo mira atentamente. Ve su color verde, sus rugosidades, algunas estrías en la corteza. Y le fascina su perfil.

Un perfil de formas suaves pero enérgicas.

Sólido.

Determinado.

Consistente.

Vigoroso.

El pepino.

Y un día tiene que presentarse en Urgencias por estreñimiento agudo. Lleva tres días sin poder defecar.

Recuerden, puede ser un ejecutivo, un ministro, de cualquier gobierno, un agente del orden, un servidor público, un juez, un camarero, un tendero, un albañil, un fontanero, un electricista. Hasta un médico.

La historia relatada por el hombre no es exactamente igual a la realidad. Pero ¿Qué más da? Ahora tiene el pepino metido en el culo. Hasta dentro.

Sin aliño.

Sin aceite ni vinagre ni sal.

Un pepino con rugosidades, con toda su corteza, como un misil balístico.

Estratégico.

Clavado en su recto.

Un día quiso probar. Y se convirtió en un hombre relleno de pepino.

Ahora está en posición de litotomía. Con las piernas separadas.

Expuesto.

Desarmado.

Esperando a que le saquen el relleno.

El hombre que me tocó por dentro

El es el único hombre que me ha mirado por dentro. No me refiero a verme sin nada encima. O a mi yo «interior».

Desde que nací hasta ahora, con 36 años, ha habido un buen número de personas que me han visto sin ropa, física o emocional. O que me han tocado en maneras que creían especiales. O únicas.

Pero no.

El también ha contemplado mi cuerpo. Aparentemente como el resto. Pero no. Ha habido algo más. Me ha mirado de fuera a dentro, primero. Y luego al revés. Ese hombre ha sido el único que se ha aventurado en mi, para luego tocarme de una manera que sólo a él le permití. Como ningún otro ser humano, hombre o mujer, lo ha hecho. Porque puse mi vida en sus manos. Por eso me siento así.

Cuando le vi la primera vez y le miré a los ojos, no me pareció gran cosa. Debía estar con la cabeza perdida. O presa del miedo que produce la incertidumbre. O no me fijé en él como me fijo ahora.

Ahora me siento frente a la puerta en la consulta. En una silla de plástico, tan incómoda y fría. Pero pasa el tiempo sin darme cuenta. No me quejo. Tampoco tengo a quién. Ni me muevo para desentumecer los músculos. No quiero arriesgarme. Sólo estoy pendiente de un movimiento del manubrio. Como un depredador dispuesto a saltar sobre su pieza. Quiero verle aparecer. Tras la puerta. Aún sabiendo que ignora que estoy allí.

Y cuando lo hace, me siento desfallecer. Una y otra vez. Añoro lo que nunca tuve ni sentí. El tacto y los movimientos de sus manos en mi. Entrando, buscando, sintiendo, palpando, actuando. Sin embargo, me excita pensar que, a través de sus dedos, me metí en su cerebro.

Me produce escalofríos saber que las sensaciones que le provocó mi cuerpo están en algún rinconcito de su memoria.

Con ser eso para él, dentro de él, me conformo.