No soy una bambola

“Para ti yo soy, para ti yo soy solamente una bambola” decia mientras se miraba en el espejo sin saber qué hacer.

Estaba desnuda, con la mitad de la cabeza rapada y con la otra cubierta por una melena rizada.

“No muchacho no, no muchacho no, yo no soy una bambola”.

El pecho distrofico por la ingesta crónica de estrogenos aparecía cubierto por un abundante vello grisáceo. La máscara de pestañas tiznaba las lagrimas que le descendían por los pómulos.

“No te acuerdas cuando lloro, cuando estoy muy triste y sola. Tu, solo piensas en ti…” volvió a gritar desgarradamente a la imagen reflejada en el espejo. El hombre que veía en el cristal había intentado escapar de su cuerpo y su destino, eligiendo otra opción.

Pero la naturaleza es grotesca. Y sin piedad. Había sido una torsión excesiva para el orden. Ni siquiera así había conseguido el amor.

“No muchacho no, tu no conseguirás que yo sea una más de quien te puedas burlar”.

Quería ser feliz. Solo hubiera necesitado el amor. Pero la naturaleza se burló deformemente de él. Y él había intentado devolverle la jugada.

Fracasó.

Sin noticias de Obi Wan

Estoy cansado. ¡Y harto! Me van a reventar las pelotas con tanto midicloriano.

Llevo aquí un par de días. El viaje fue largo e incómodo. Y solo. Ni un alma.

Me recorro la galaxia y ¿qué me encuentro? ¡Qué esto es un puto desierto!

Y sigo sin noticias.

Me mandan aquí para que ”crezca”. Y me dicen que si lo voy a hacer, que lo haga bien.

“Eres nuestra esperanza. Escucha tu interior” me dicen.

¡Una mierda!

Mi interior ya me lo conozco. Lo que necesito es otra cosa.

Podría hacerle feliz con lo único que no ha tenido.
Y sigue sin llamarme.
Ni se acuerda.
Ni un mensaje.
Ni una mala telepatía para por lo menos decirme “Anakin, ¿cómo estás? Me paso por Tatooine y hacemos merienda-cena”.

Seré bueno o seré malo, Obi Wan. Pero ¿sabes lo que te digo? ¡Qué te den!.

Luego vendrán los llantos y las madres mías. Que si Padme por aquí, que se Padme por allá. Y tú con ese puto enano reumático y hepatópata. Qué es como un macaco.

«El apego lleva a los celos. El apego lleva a los celos. El apego lleva a los celos» –

Te quejarás cuando me pase al lado oscuro. Pero te lo tienes merecido. Por ingrato.

Alguien tiene que limpiar las cloacas del estado

Sí, soy limpiador. ¡A mucha honra!

Llevo años limpiando las cloacas del Estado y las he dejado relucientes.

Hubo un ex-ministro que dijo que todo estado necesita sus cloacas. «Y sus limpiadores», añadí yo en voz baja.

Somos gente que recoge la basura y la recicla para que no se note.

Si había testigos, yo los arrojaba en el cubo correcto. Los papeles los convertia en pasta. Y el dinero pasaba a ser ladrillo en Coral Gables. Incluso al sexo le sacaba buenos frutos.

Lo malo de ser un limpiador de cloacas del estado es que de vez en cuando a los jefes les da por ser íntegros y tiran todos de la cadena a la vez.

Y la corriente te arrastra y borra las huellas de tus servicios.

Así que ahora estoy aquí, en el lodo y sin rumbo.

Pero si tu me dices ven, lo dejo todo.

Papá, ¡cómprame algo!

El soniquete era insoportable: Papá, ¡cómprame algo!

Y le compró un banco.
Con su consejo de administración.
Con sus accionistas y su consejero delegado.
Tambén muchas oficinas.
Empleados incluidos.
Todo para que se callara y le dejara en paz.

La reputación la compró en efectivo.
Su libertad, en cómodos plazos.

Wien – Babylon

Recorrí la Ringstrasse desde el Burggarten hasta Johannesgasse.
Llovía intermitentemente, pero daba igual.
Iba empapado.
El pelo me caía, liso, sobre los ojos.
Ni intentaba retirarlo.
Y las gotas terminaban resbalando por la cara.
Algo que odio.

Me metí a la izquierda, por Johannesgsse. Atravesé Hegelgasse y Schellinggasse.
No me crucé con nadie.

Viena estaba muerta.
Como todas las noches.
Los edificios con sus colores claros, pero sin vida.
Yo, totalmente de negro.
Con la piel morena.
Como todo vienés jovialmente expuesto a los rayos UVA.
Por algo me llamo Gustavo Klint.
El traje de lana en remojo.
La camisa de algodón, de cuello rígido y amplio.
Entre diseñador italiano y cirujano plástico español.

Cuando llegué a Seillerstätte, giré a la derecha.
En el número 1 estaba Babylon.
Llamé a la puerta.
Repetidamente.
Nadie contestaba.
Mientras, seguía lloviendo y yo seguía empapándome.
No soy un hombre tranquilo.
Me empezaba a impacientar.
Porque estaba seguro de que dentro había alguien.
Había gente.
Mujeres y hombres.
En Babylon.

Después de que un ojo se dejara ver detrás de una rejilla, la puerta se abrió.
¡Por fin!

La decadente atmósfera imperial estaba allí encerrada.
Sin sorprenderme, excepto por la música de Prince o de Sheena Easton.
O Whitney.
Era todo tan..kitsch.
Y ese olor, ese fuerte olor…

La barra parecía un sitio seguro para alguien como yo.
Me senté en un taburete.
Apoyé los codos y levanté un dedo.
El camarero no tardó en acercarse y preguntarme, en un alemán con acento turco, qué deseaba beber.

– Soda

De repente, noté que alguien se movía a mi lado.
Me estaba rozando.
Giré la cabeza.
Una mujer practicaba un lap dance sin ninguna pasión.
Con desgana.
De vez en cuando, dos tipos de cabeza rapada le metían billetes de diez euros debajo del conjunto que seguro que Victoria’s Secret había diseñado y vendido.

El camarero llegó con una botella y un vaso.
Le pagué, los cogí y me fui de allí, a dar una vuelta por el local.
Aquel triste espectáculo no conseguía quitarme el frío del cuerpo…

Continuará…

El hombre que se salió del bronce

Cuando se sintió salir de la estatua de bronce, como por efecto de magia, lo primero que descubrió es que no tenía recuerdos.

Se vistió con lo primero que pudo.
Se arregló el pelo, se mesó la barba e inspeccionó el sitio.
No sabía dónde estaba.

Le rodeaban figuras humanas que permanecían inmóviles.
En posiciones imposibles.
Pero la que más le llamaba la atención era la suya propia.

¿Quién le metió ahí dentro?
¿Quién le hizo sólido? De metal.
¿Para qué?

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La altura de su yo de bronce era enorme.
Y la longitud de sus brazos. O el de sus piernas.
El de carne y hueso se notaba infinitesimal junto a su yo duro.
Rígido.
Paralizado.
Reducido a temporal carne su yo inmortal.

Labios rojos como la sangre

Avanzaba con paso lento por la habitación, acariciando con los dedos la tela de los butacones que la llenaban. Le gustaba el tacto.

Hasta que encontró uno. Perfecto de estado, suave, enfrentado a la puerta. El viejo estilo imperial. Viena.

Se fue a sentar. Con dos dedos, el pulgar y el índice, como dos pinzas, se sujetó los pantalones a la altura de las rodillas. Sentía una secreta pasión por la simetría.

Con inusual cuidado, se los subió levemente y se acomodó. Con las piernas separadas. Con pliegues astutamente plegados.

Y se recorrió con la mirada a si mismo, del pecho a los pies. Después, con un giro lento de lado a lado, lo hizo con la habitación.

Esperaba su entrada.

La puerta chirrió al entreabrirse. Un poco. Una pierna asomó. Nada más al principio. La piel blanca. Pero el tiempo se hacía interminable. Cada segundo era una nueva oleada de anticipación. Y detrás un cuerpo. El cuerpo. Dita. Pero del Este. Más del Este. Con una cabellera tan negra como la noche. Y labios rojos como la sangre.

Un cuerpo sin marca, sin defecto, sin grietas. Sin enfermedad.

Se le abrieron las pupilas. Monstruosamente. Como si no quedara luz para iluminarla. Como si su mirada quisiera absorberla, devorarla. Pero el resto quedó inmóvil. Ni una contracción muscular. Ni una mínima vasodilatación palpitante. No le galopó la respiración. Ni el corazón.

¿Qué se puede esperar de un hombre al que ya no le queda nada por vivir?

Sentirse bien.

El Doctor Bond en Urgencias

“Que qué le pasa” repitió a gritos el Dr. Martín, alias Bond.

A la enferma que le había tocado atender tras el pase de visita en Urgencias, a la que nombraban por sus iniciales, no le funcionaba del todo bien el oído. Esta era ya la cuarta vez que empezaba a hacerle la historia clínica, con muy poco éxito. Es lo que suele pasar cuando al deterioro funcional progresivo propio de la edad se le asocia mucha gente entrando y saliendo de las muy concurridas urgencias, más el ensordecedor ruido de las obras a la puerta del hospital.

MLH había llegado al centro dos horas antes, traída por unos sobrinos que la habían encontrado en el sillón de su casa con mucha dificultad para respirar, las piernas hinchadas como botas y la cara congestionada. La anciana, viuda desde hacía 8 años, vivía sola en su casa del barrio céntrico. Las visitas se reducían a las de los hijos de su difunta hermana, un fin de semana al mes, doce veces al año. En la última la vieron como siempre, con buenos ánimos y mal humor. Pero en estos días MLH no se había encontrado del todo bien por culpa de un terrible catarro. No había llamado al médico ni avisado a ningún familiar, aunque había tenido mucha fiebre y dolores articulares. En esas condiciones casi ni se había levantado de su sillón para hacerse la comida.

Bond, bautizado Andrés por sus padres, debía el apodo a su natural tendencia a verse metido en las peores pesadillas, aunque en justicia hay que decir que casi siempre de manera involuntaria. Desde que aprobó el MIR y se incorporó al Servicio de Medicina Interna, su mala fortuna en la asignación de casos le había llevado a rellenar incontables partes de defunción y a ganarse la mala fama de ser un residente “00”. De ahí que sus compañeros prefirieran referirse a él como James Bond o Dr. Bond a secas, el agente número 7 al servicio de su Majestad y con licencia para matar.

Sin embargo, Bond o Andrés, como quieran, no era un médico torpe. Muy al contrario, el Dr. Martín sobresalía por una innata capacidad y disposición hacia la asistencia médica, lo que le hacía destacar sobre el resto de los residentes. No le resultaba difícil practicar la medicina de una manera intuitiva y MLH era una nueva muestra.

Tras una somera inspección ocular, sin ni siquiera haberla interrogado exhaustivamente, inició su hipótesis de trabajo: síndrome del cuello de cantaor de flamenco. Vamos, que el corazón derecho de la ancianita no funcionaba como debía, probablemente desencadenado por el catarro (insuficiencia cardiaca congestiva), y como no era capaz de bombear bien la sangre, ésta se acumulaba en las venas del cuello, que se habían ingurgitado hasta tomar la forma que adquieren en un cantaor de flamenco mientras emite esos “culturales” quejios.

Bond continuó, con muchos esfuerzos, recogiendo la poca información útil que MLH podía proporcionarle sobre sus antecedentes, las medicaciones que estaba tomando en ese momento y sus síntomas. Después de realizar una meticulosa exploración física, con una hepatomegalia de libro sobre la que su profesor de prácticas había insistido tantas veces, solicitó las pruebas complementarias indicadas y pasó a ver al siguiente enfermo. Estaba convencido de la correcta generación de su hipótesis y sólo tenía que validarla.

Durante el mes de enero la “frecuentación” de los servicios de urgencia hospitalarios por pacientes con o sin enfermedades graves adquiere proporciones epidémicas. La solución es la gestión creativa, es decir, la derivación. Todo paciente que no esté demasiado grave puede ser remitido a un centro de apoyo o a su centro de referencia.

Andrés, además de espabilao, estaba bien aleccionado por sus “mayores”, por lo que nunca dudaba en recurrir a su supervisor ante casos “especialmente delicados”. Ahora se trataba de otra señora que, a la tierna edad de 92 años, era víctima de una demencia senil que la mantenía totalmente desconectada del medio. Una simple “indigestión de calendario”, en palabras de sus compañeros de geriatría. De hecho, M, la residente mayor, le había advertido de que la paciente deliraba, seguramente como consecuencia de una sepsis, porque no paraba de repetir que tenía que irse a un concierto de su hijo. Lo decía una y otra vez – “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto” – a todo aquel que pasaba cerca de la camilla. A Bond no le parecía una sepsis.

Después de dedicar media hora a conseguir la historia a través de la familia, porque no le quedaba otra, sintió algo parecido a un ataque de ira cuando uno de los administrativos le informó de que la paciente era de otro área sanitaria y que, por tanto, debía ser trasladada a su centro de referencia. Y, simultáneamente, Andrés había confirmado su sospecha de que la viejecita no deliraba. Su hijo era un famoso músico.

Cuando se metieron juntos en el cuarto de información, las palabras del artista había sido solemnes “Doctor, madre no hay más que una, así que haga todo lo posible por ella. Volveré mañana a preguntar dónde está ingresada porque ahora tengo que irme a un concierto”. La madre del artista no necesitaba un hospital, sólo alguien que la atendiera con cariño durante los últimos momentos de su vida. “¿Qué se cree éste, que hacemos milagros? ¿A los 92 años y en esas condiciones?” – pensó Bond, pero se abstuvo de expresar su juicio moral.

Por supuesto que ante el supervisor no se calló nada y, de manera desapasionada, se lo fue contando todo palabra por palabra, detalle por detalle, pero ni por esas cambió de opinión. La voluntad de un jefe de urgencias es de hierro. Había que derivarla y a él no le quedó otro remedio que tramitar el volante y solicitar una UVI móvil.

Los sanitarios de la ambulancia recogieron a MLH de su “box” y, mientras la levantaban en volandas, la escucharon emitir unos sonidos guturales por debajo de la mascarilla de oxígeno que les sonaron a desaprobación (en realidad, MLH iba farfullando algo así como “¡imbéciles, os tenéis que llevar a la otra!”). “No la hagas ni caso, delira” se dijeron entre ellos y empujaron la camilla con ruedas hacia la puerta de salida, con MLH agitándose y revolviéndose bajo las sujeciones. Ellos sólo cumplían lo que ponía en el volante: traslado a su hospital de referencia; demencia senil.

“Rummmm, rumm, rummm, ruuuuuummmmm” sonaba en la cabeza del conductor mientras los sanitarios embutían a MLH en la ambulancia y cerraban los portones. “¡Qué guapo pilotar este cacharro!. Mi chica va a flipar” y arrancó el vehículo, poniendo a funcionar esa maldita sirena – “ni na ni na ni na ni na” – que hace que los conductores corrientes enloquezcan intentándose quitar de en medio, como pichones atemorizados, cuando en la mayoría de los casos no van en ningún viaje urgente. Aprovechando que el destino era el otro gran hospital del norte en el que trabajaba su novia, le daría una sorpresa.

Bond no podía creerlo. Había vuelto de consultar con la residente de rayos de urgencias y MLH ya no estaba allí. Ni ella ni la camilla ni la historia. Y sin embargo, la madre-del-artista seguía repitiendo “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Reaccionó rápidamente y se fue a hablar con los administrativos. Si, sí, si a MLH no había que trasladarla, era a la otra. Pero alguien había cometido un error y ahora la enferma con las venas del cuello como las de un cantaor de flamenco y su historia estaban siendo transportadas, en compañía, hacia el hospital de la novia del conductor.

No hay clasificaciones para los eventos negativos en un hospital, pero Bond sí tenía la suya. Similar a la que tienen los cirujanos con la hemorragia.

Si no era muy grave la solía incluir en el grupo “¡quién me mandaría venir a trabajar!”. Si era grave pasaba al famoso “¡quién me mandaría levantarme hoy!”. Las situaciones gravísimas solían conllevar un “¡quién me mandaría a mí estudiar Medicina!”. Y las tragedias le inducían un pensamiento del tipo “¡quién me mandaría a mí nacer!”. En este momento Bond había sobrepasado todas las escalas y estaba en el “¡LA MADRE QUE ME PARIÓ!”.

Tal como él había planeado, a pesar de las recomendaciones en contra de sus compañeros de ruta, la chica del ambulanciero flipó al ver como su audaz novio se exhibía dando varias pasadas, a todo gas, por delante de la peluquería donde ella cogía las mechas a las señoras del barrio de Argüelles. Ver al Maxi la erizaba todo, todo, todo, – incluso sentía ganas de ir al baño a vaciar la vejiga – aunque entre sus amigas reconocía que el chaval estaba to pallá. Desde que cumplió los 7, y los Reyes le trajeron una de esas ambulancias del ActionMan, había vivido obsesionado con llegar a tener una “ni na ni na ni na” para el solito. Ambulancia, claro. Ahora trabajaba de conductor en el servicio sanitario, pulía diariamente la carrocería roja, blanca y amarilla, y a ella la llevaba en su Opel Astra tuneado como un vehículo de emergencias. “¡Jode tía! Estoy fascinao”, aunque no era por su cuerpecito “ni na ni na ni na”.

En un descuido propio del momento de satisfacción erótica causado por un beso lanzado por la chica en cuestión desde detrás del escaparate de la pelu, se encontró con un balón impulsado a la calzada por la patada de un hijo-de-su-madre. El Maxi se sobresaltó, pegó un volantazo y consiguió que la ambulancia terminara incrustada contra el kiosco de flores situado en el centro del bulevar. Lo único que no paró fue el ”ni na ni na ni na”.

Al enterarse, el supervisor no pudo contenerse y presa de un ataque de ansiedad gritó “¡me estáis arruinando la vida!”.

Tres ambulancias hicieron su entrada triunfal en Urgencias. En la primera venía el Maxi acompañado de su churri, “¡Tía, cómo ha quedao mi ambulancia! Seguro que no me dejan conducir otra”. En la segunda trasladaban a los dos sanitarios con la cara enrojecida por los air-bags y en la tercera MLH, sin un rasguño pero boqueando como un pececito fuera del agua y gritando entre estertores “asesinos, asesinos”.

Había pocos huecos libres y MLH fue a parar justo al lado de la-madre-del-artista, que al verla llegar le dijo: “Señora, quédese usted aquí que yo me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Bond no daba crédito a su suerte. En menos de una hora había recuperado a su enferma perdida sin haber tenido que pasar por el papelón de dar la noticia de su desaparición a los familiares. Y aún mejor, sin muestras externas de haber sufrido ese lamentable accidente causado por el amor exhibicionista del Maxi.

– Su tía esta bien. Le ha fallado el corazón, que está ya muy cansado, por culpa del catarro, pero con unas medicinas se solucionará todo. Por cierto, si les dice algo de que le han montado en una ambulancia, la han llevado por ahí, ha tenido un accidente y la han vuelto a traer, no se preocupen. Es normal delirar cuando se es tan mayor y se pasa algún tiempo en Urgencias.

James Bond o el Dr. Andres Martín, como ustedes deseen, se dio la media vuelta y entró de nuevo en la sala. Mientras cerraba los ojos pensando “de la que me he librado”, sintió una leve punzada en el lado izquierdo del tórax. “Vamos para allá”.

Cómo salvar una vida

Te sientas y miras al infinito.
Les dices que se ha muerto.
Lo sientes.
Pero se ha muerto.
Sí.
Les estás mirando, pero ves a través de ellos.
No lo creen.
No lo quieren creer.

¿Cómo ha podido ser?
¿Dónde me confundí?
¿Qué hice mal?

Me quedaría toda la noche despierto si a la mañana siguiente supiera como salvar una vida.

Ellos piensan que deberías haberlo hecho mejor.
Que la muerte es tu culpa.
Que alguien tiene que ser culpable.
Que no pararán hasta que hagan contigo lo que ellos te atribuyen.
Para ellos eres un asesino.

Pero sigo vivo.
Hay que continuar.
Un nuevo paciente.
Una nueva historia.
Un éxito o un fracaso.
Esta es la vida que he elegido vivir.
Duermo y sueño.

Pero me quedaría toda la noche despierto si a la mañana siguiente supiera cómo salvar una vida.

Un improbable cuento de Navidad

SANTA CLAUS EN URGENCIAS (Versión 2014)

“Tienes dos punkies y un viejo borracho para suturar” – me soltó sin pausa y sin emoción, por teléfono, una enfermera de Trauma.

A las cinco de la mañana, cuando tienes que levantarte para bajar al “quirofanito” de Urgencias a coser a unos borrachos que no son capaces de mantenerse en pie y que te suelen decir “Tio, ¡qué no me quede marca, que si no te enteras!”, se te retuercen hasta los centros, que cantaba la Piquer. O una versión de la Jurado. Más aun si es el día de Navidad, en el que todos los pasillos están oscuros y las habitaciones vacías.

Al llegar a Urgencias, un joven auxiliar me indicó que dentro de la sala de curas, tumbado en una camilla, había un viejo borracho que sólo relataba historias inconexas, cosas incoherentes. Como tenía más enfermos pidiendo a gritos una cuña en el pasillo, el auxiliar me preguntó discretamente si me las podía apañar solo. “Sin duda” – le respondí. No iba a ser yo quien se interpusiera entre un sanitario y la calidad. Aún menos en fechas en las que no hay personal suficiente. Si los pacientes llegaran a quejarse de que no se habían preocupado por ellos con la “suficiente proximidad”, se montaría una comisión para ver cómo trabajar más y mejor y se ordenaría la cumplimentación de un cuestionario de evaluación de la calidad de su puesto de trabajo. Eso sí, en horario laboral.

“Soy el Dr. Klint” – le dije al entrañable e indefenso viejecillo, que extendió su mano para estrechar la mía. Este acto tan poco común entre médicos y pacientes en Urgencias, el de presentarse, incluso a las cinco de la madrugada, nos había sido recordado recientemente en un curso de formación continuada sobre manejo de situaciones clínicas conflictivas impartido por un bioquímico reciclado a consultor. Casi como el Príncipe Charles.

En la hoja de filiación se leía: “Encontrado sobre la acera junto al ala de Pediatría. Dice ser Santa. Obeso. Consciente, desorientado temporal y espacialmente. Signos de embriaguez leve (inyección conjuntival, nariz eritematosa, chapetas malares). Herida inciso-contusa en región frontal izquierda. Abdomen blando, globuloso, no doloroso a la palpación. Resto sin alteraciones”.

– ¡Con que es usted Santa! – exclamé inquisitivamente, al darme cuenta de que de la camilla colgaba una bolsa de plástico llena de ropa roja y blanca.

– Sí, lo soy. Pero no me ha pasado nada importante, es que me he caído del trineo al intentar entrar por una ventana. El viejo Rudolph andaba despistado. Cosas de la edad. Ya sabe.

– ¿Seguro que no me está tomando el pelo? ¿Qué es lo que ha bebido?- le repliqué mientras me hacía con unas gasas y povidona yodada para desinfectarle la piel. Y continué: – Si fuera usted Santa no estaría solo aquí en Urgencias. Para los VIP hay otro protocolo de acogida.

– ¿Te acuerdas de aquel caballo blanco con ruedas que apareció en el salón de tu casa cuando tenías 5 años? Me espiabas desde detrás de la puerta – contraatacó. – Esta vez te concederé tantos deseos para todos los que pasan por aquí como puntos de sutura me des en la frente.

Cerré la boca y no le dije nada más. Continué con la desinfección, preparé el campo quirúrgico y después de inyectar un generoso volumen de lidocaina al 2% en cada labio de la herida, la desbridé y suturé con un monofilamento no reabsorbible de 3-0.

Al verle desaparecer por los pasillos de Urgencias, en la camilla empujada por un celador, le grité: “Deseo más tiempo para estar con los pacientes, menos burocracia, mayor profesionalidad, más seguridad y, sobre todo, que desaparezcan los mezquinos del sistema”.

Seguro que no me oía, pero aun así terminé diciendo: “Adiós, Santa”.

– Doctor, ¿No somos un poco mayorcitos como para creer en Santa Claus? -me dijo el auxiliar mientras levantaba la ceja derecha en un gesto que denotaba sus sospechas sobre mi estado de salud mental.

– En absoluto. Si no hubiera gente ingenua, este sistema no se mantendría en pie