¿Cuánto tiempo es para siempre, Alicia?

Llego tarde.
No hay tiempo.
Llego tarde.
No hay tiempo.
Llego tarde.
No hay tiempo.

Te levantas por la mañana.
Corriendo a la ducha.
Sales.
Te secas rápido.
Te vistes.
Un café.
Sales corriendo.

¿Cuánto tiempo es para siempre, Alicia?

Llegas.
Te reúnes.
Hablas.

Llego tarde.
No hay tiempo.

Sigues reunido.
Escribes.
Sales.
Vas al quirófano.
No han pasado al paciente.

Llego tarde.
No hay tiempo.

Sales.
Visitas a un paciente.
Vuelves.

Llego tarde.

Saludas al paciente.
Revisas la historia.
Hablas con enfermería.
Hablas con el resto del equipo.
Sales.
Vuelves.
El procedimiento está planeado.
Esperas.
Caminas.
Entras.
Sales.
Dormido.
Paciente colocado.
Se lavan.
Te lavas.
Entras.
Se visten.
Te visten.

Llego tarde.
No hay tiempo.

Observas.
Preparas.
Cubres.
Preguntas.
Empiezas.
La piel.
El tejido celular subcutáneo.
La aponeurosis.
El peritoneo.
Las asas.
El tumor.
Pinzas.
Eléctrico.
Punto.
Tijeras.
Punto.
Tijeras.
Punto.
Tijeras.
Revisas.
Recuentas.
Cierras.
Te desvistes.
Sales.
Familia.
Explicas.
Preguntan.
Explicas.
Preguntan.
Explicas de nuevo.
Te despides.

Llego tarde.
No hay tiempo
Llego tarde.
No hay tiempo.

¿Cuánto tiempo es para siempre, Alicia?

Guerra al cáncer mediante citotoxicidad: anatomía de un fracaso

Lo confieso, soy cirujano. Y eso hace que mis interlocutores se inclinen a pensar que mis apreciaciones están muy sesgadas, no sin cierta razón, por la tradicional ausencia de materia gris, formación médica y cultura cuando opino sobre tratamientos para el cáncer que no son quirúrgicos.

Aún así, no puedo evitar comentar la zozobra que me sobrecoge cuando escucho a algún investigador básico hablar sobre las altas tasas de curación del cáncer. Porque yo también he pasado algún tiempo en el laboratorio, y también he trabajado con líneas celulares tumorales; y también he visto como todos las siguientes “estrategias” inducen necrosis o apoptosis celular: escupir encima de las células, dejar el “flask” fuera de la estufa, echarles agua del grifo, no poner antibióticos en el medio de cultivo, poner demasiados antibióticos, subir la temperatura, bajar la temperatura…etc, etc, etc.

Pero ¿aumento de las tasas de curación debidas al tratamiento? ¿De verdad curamos más pacientes con cáncer estadio por estadio comparado con hace 10 años?

El Dr. Faguet lo expuso en su War on Cancer: the anatomy of failure, a blueprint for the future. Vivimos en un tiempo de espejismos y el más importante es el basado en el concepto de que la citotoxicidad nos permitirá, en algún momento, curar los tumores malignos.

De hecho, después de billones de dólares y euros en financión de la investigación del cáncer, el linfoma de Hodgkin, y poco más (leucemia linfática aguda de los niños, coriocarcinoma, tumores germinales, y algún otro), se curan mediante el abordaje “citotóxico”.

A alguien debería ocurrirsele alguna idea más…original…(que no sea la inmunoterapia, y quizás tampoco la antiangiogénesis..)

Libby Zion: la chica que murió dos veces y cambió la medicina americana

Como siempre, todo este interés público y mediático por las implicaciones en la seguridad de los pacientes empezó en Estados Unidos y más concretamente en Nueva York, por el afamado caso de Libby Zion: la tragedia que cambió la medicina norteamericana.

Libby era una “american princess” de 18 años, en su primer año de college, con una historia de depresiones y un consumo habitual de cocaína, en volúmenes superiores a la cantidad que circula en muchos bares de copas un jueves por la noche en Madrid.

Pero sobre todo, lo que resulta más importante para sus efectos sobre el caso, es que su padre era Mr. Sidney Zion, uno de los periodistas y abogados más afamados de la ciudad.

Libby murió en la mañana del 5 de Marzo de 1984 en el New York Hospital y eso desató una batalla legal de la que fuí testigo durante una rotación como residente de 4 año en Boston.

Ya saben que Court TV gusta de transmitir estos juicios en tiempo real.

El juicio se inició en el otoño de 1994, y según pude ver por la televisión por cable, los abogados de la acusación del caso Zion vs. New York Hospital basaban sus argumentos en que la muerte de Libby fue causada por el cansancio de la residente de guardia (Dra. Weinstein), cuyo error fue la administración de un calmante (Demerol), aparentemente contraindicado en una paciente en tratamiento con un antidepresivo (Nardil).

La verdad es que Libby había mentido sobre la medicación que estaba tomando y sobre su consumo de cocaína justo antes de su ingreso. Por otra parte, su «primary care physician» no fue capaz de transmitir correctamente las medicaciones que había prescrito a la paciente y, por supuesto, la residente no tenía toda la supervisión que hubiera sido de desear (su supervisor era el R2, Greg Stone).

El 6 de Febrero de 1995, el jurado determinó que el New York Hospital no era responsable de la muerte de Libby, la cual había mentido manifiestamente a los médicos a su ingreso. Sin embargo, tres médicos fueron declarados culpables de negligencia y responsables de la muerte, al 50% con la fallecida. Por ello, se debían pagar $750.000 a la familia Zion por su dolor y sufrimiento .

El 1 de Mayo de 1995, el juez desestimó la conclusión del jurado sobre la responsabilidad al 50% de Libby en su muerte porque habían recibido pruebas sobre su consumo de cocaína de manera inadecuada. Y, finalmente, en 1997 se redujo la indemnización a $350.000.

Desde el punto de vista de los residentes, el caso Zion fue la chispa que inició el debate sobre la forma en que se realizaba su entrenamiento en los hospitales norteamericanos y las repercusiones sobre la seguridad de los pacientes. El estado de Nueva York reguló las horas de trabajo de los residentes con la llamada «Libby Zion law«.

Dicho esto, hay que recordar que el límite de horario actual de los residentes en USA es de 80 horas semanales…

Nota: Sidney Zion murió en 2009, de un cáncer de vejiga

¿Han perdido un paciente alguna vez?

A Rafa. Todavía tengo tu teléfono

Seguro que todos hemos perdido a un ser querido, bien sea por accidente o enfermedad. Pero pese a la proximidad emocional, ustedes no se habrán sentido directamente responsables.

A los cirujanos eso no nos pasa. Casi todos, si nos dedicamos a esto de verdad, tarde o temprano, experimentamos personalmente la angustia de perder un paciente. Puede ser alguien muy conocido y próximo. O no.

Ahora mismo no encuentro palabras para explicarles lo que se siente. Sólo puedo decir que no es miedo. Más bien una tremenda, absoluta e indescriptible desolación.

¿Se atreverían ustedes a experimentarlo? ¿Se atreverían a arriesgarse?

Yo he perdido muchos, pero uno de ellos se había convertido en un gran amigo. Era una de esas personas que te encuentras con el paso cambiado y te preguntas ¿por qué no le encontré antes?, ¿por qué no tuve más tiempo para haber disfrutado de su compañía?

Le operé dos veces y sufrí las dos. No sé si le acompañé yo a él o él a mí. Pero todos los lunes me esperaba frente a la puerta de la consulta.

Semana tras semana.

Mes tras mes.

Y cada día que le veía ahí, sentado en la silla, sabía que era una semana menos para compartir.

Me mentía, como los enamorados mienten para gustar al otro. Me mintió sobre su vida. Me ocultó una parte importante de lo que había experimentado en justa reciprocidad por lo que yo le mentí a él sobre el futuro.

Estuve con él hasta el momento en el que se llevaron su féretro al incinerador del cementerio de la Almudena. Y ahora conservo el libro que escribió sobre la comunicación de masas encima de la mesilla, junto a mi cama. Me lo dedicó el 13 de Abril de 2004: con afecto y gratitud.

¿De verdad se atreverían?

Matar a un cirujano

Hace unos días, desde el Brigham’s and Women, saltaba la noticia al mundo. Un cirujano cardiovascular había sido tiroteado en una planta de hospitalización.

¿Qué pudo haber pasado para llegar a un asesinato y un suicidio en uno de los buques insignia de la Facultad de Medicina de Harvard?

El Dr. Michael Davidson, de 44 años, recibió dos tiros de un desconocido. O no.

Davidson había operado a la madre del asesino, Mr. Pascieri, poco tiempo antes. Este, después de disparar al cirujano, se suicidó en el mismo hospital.

Odio, rencor, frustración, impotencia…

Y esto no sólo pasa en Estados Unidos.

Ahora ya podéis leer en el New England Journal of Medicine: Being like Mike

Klint, Gustavo Klint

El vuelo de 10:30 horas en un Airbus 340 desde Madrid a Sao Paulo me dio para conocer a mi compañera de asiento, una joven suiza que viajaba desde Ginebra.

La conversación empezó por algo normal; al irme a pasar la comida, la azafata golpeó mi copa de Rioja y todo el vino se me derramó por encima de los pantalones.

Empezaron las risas, las lamentaciones y los gestos de complicidad. Por supuesto que no dejé que me limpiara.

Poco a poco, el vino, el que ella bebía, no el que se me había caído encima del pantalón, empezó a obrar maravillas sobre su área del lenguaje en el cortex.

Se trataba de una “funcionaria” de las Naciones Unidades en viaje de trabajo. ¿En qué consistía su trabajo? me preguntaba. Desarme.

Esa mujer se dedica a convencer a los políticos de que deben abandonar la carrera armamentística y para ello se dirigía a Sao Paulo, en un viaje de día y medio, para reunirse con los representantes de países de la zona.

Tengo que reconocer que resulta extremadamente excitante compartir un largo viaje con una mujer dedicada al desarme. Pero al llegar al destino, pese a que me había dado la dirección de su hotel, no fui capaz de abandonar a mi amigo por ella.

– No es mi tipo – le dije como 007 a Vesper

– ¿Inteligente? – me preguntó sarcásticamente mi amigo.

– No, soltera – le respondí

Con la cremallera en el prepucio

Cuando llegué a Urgencias me dirigí directamente al cuarto de curas. Eran las 4:30 de la mañana y no tenía muchas ganas de perder el tiempo. Me habían llamado para ver a un paciente con una apendicitis y para suturar a otro que, borracho, decía haber sido agredido en la cabeza con una botella.

Al entrar al cuarto de curas, me di cuenta de que iba a tener que esperar. Estaba ocupado.
Uno de mis colegas de guardia se estaba aproximando peligrosamente, sentando e inclinado hacia adelante, al pene de otro individuo que estaba acostado en la camilla y con los pantalones por las rodillas.

– ¿Pero qué haces? le grité.

– Nada, que se le ha quedado la cremallera del pantalón enganchada en el prepucio.

– ¿Y no tienes otra manera de intentar abrirla?

– He descosido la cremallera del pantalón y he tirado de los extremos, pero nada. La tiene ahí, fija.

– Ya veo – repliqué

– Luego lo he intendo con agujas, tijeras, pinzas. Incluso unos alicates…

Mientras tanto, el individuo accidentado asistía a nuestra conversación bastante relajado, por lo que intuí que mi colega, al menos, había procedido a anestesiar localmente la piel. Porque eso debe doler…

– Así que ya no se me ocurre otra solución.

– ¿Y lo vas a hacer con los dientes? No me jodas….Utiliza el bisturí y secciona la piel por debajo de la cremallera. Anda que no sobra piel…

– No hombre, es que estoy intentando ver por donde puedo romper el resbalón y no me he traído las gafas.

La soledad del cirujano

¿Se han sentido alguna vez solos? No me refiero a faltos de compañía.

Me refiero a estar cara a cara frente a la nada.

Es esa sensación de vacío y silencio, en el momento en el que ya no valen las guías ni las sesiones clínicas, ni las opiniones de sus compañeros más expertos.

Es la soledad de un individuo que tiene que tomar una decisión sobre la vida de otro, en cuestión de segundos, cuando pasa lo que nunca debería haber pasado. Cuando estás aterrorizado, pero sabes que no puedes abandonar.

duodenopancreatectomia-cefalica

Meto una pinza detrás del páncreas, lo despego de la porta y…

«¡Joder! ¡He roto algo!»

Todo se llena de líquido rojo.

Tibio.

Intento apretar para que pare.

A ciegas.

Pero se rasga más.

«¡Me cago en la puta!» – el miedo me hace gritar.

Un lago viscoso empieza a asomar por la laparotomía y es visible hasta para el anestesista, que no para de pasar más volumen de solución cristaloide, porque la tensión cae bruscamente.

Me mira.

Los ojos del pavor.

Hay agitación y nerviosismo.

Por todas partes.

Y muy dentro de mí.

«Lo siento. Lo sé. ¡Lo siento!»

Aquí ya no hay medicina basada en la evidencia que valga.

«Hay que hacerse con esto» pienso

– ¡Va a sangrar mucho! – se me escucha. – ¡Mucho! ¡Qué no se mueva ni dios! ¡Lo cojo yo!

Pero dentro de uno, todo empieza a ir deprisa.

Y estás solo.

Te pitan los oídos.

Te tiemblan las piernas.

Pero estás solo.

No puedes decírselo a nadie.

Pero casi ni te sujetan, están sin fuerza.

El corazón va más deprisa.

Muy deprisa.

Galopa.

Cuando respiras casi duele.

El aire quema.

Ahora ya no pitan, sólo te zumban. Los oídos.

Todos los sonidos que no vengan de tu cabeza ni se escuchan. Son como susurros sin sentido.

Estás solo.

O lo controlas o se acaba todo.

¡Estás¡ ¡Pero solo!

A esa soledad me refiero.

A ese agujero negro agotador.

En ese vacío, algunos aprenden a diferenciar lo principal de lo accesorio.

Otros pueden verme el corazón latir a través del pecho.

El Doctor Bond en Urgencias

“Que qué le pasa” repitió a gritos el Dr. Martín, alias Bond.

A la enferma que le había tocado atender tras el pase de visita en Urgencias, a la que nombraban por sus iniciales, no le funcionaba del todo bien el oído. Esta era ya la cuarta vez que empezaba a hacerle la historia clínica, con muy poco éxito. Es lo que suele pasar cuando al deterioro funcional progresivo propio de la edad se le asocia mucha gente entrando y saliendo de las muy concurridas urgencias, más el ensordecedor ruido de las obras a la puerta del hospital.

MLH había llegado al centro dos horas antes, traída por unos sobrinos que la habían encontrado en el sillón de su casa con mucha dificultad para respirar, las piernas hinchadas como botas y la cara congestionada. La anciana, viuda desde hacía 8 años, vivía sola en su casa del barrio céntrico. Las visitas se reducían a las de los hijos de su difunta hermana, un fin de semana al mes, doce veces al año. En la última la vieron como siempre, con buenos ánimos y mal humor. Pero en estos días MLH no se había encontrado del todo bien por culpa de un terrible catarro. No había llamado al médico ni avisado a ningún familiar, aunque había tenido mucha fiebre y dolores articulares. En esas condiciones casi ni se había levantado de su sillón para hacerse la comida.

Bond, bautizado Andrés por sus padres, debía el apodo a su natural tendencia a verse metido en las peores pesadillas, aunque en justicia hay que decir que casi siempre de manera involuntaria. Desde que aprobó el MIR y se incorporó al Servicio de Medicina Interna, su mala fortuna en la asignación de casos le había llevado a rellenar incontables partes de defunción y a ganarse la mala fama de ser un residente “00”. De ahí que sus compañeros prefirieran referirse a él como James Bond o Dr. Bond a secas, el agente número 7 al servicio de su Majestad y con licencia para matar.

Sin embargo, Bond o Andrés, como quieran, no era un médico torpe. Muy al contrario, el Dr. Martín sobresalía por una innata capacidad y disposición hacia la asistencia médica, lo que le hacía destacar sobre el resto de los residentes. No le resultaba difícil practicar la medicina de una manera intuitiva y MLH era una nueva muestra.

Tras una somera inspección ocular, sin ni siquiera haberla interrogado exhaustivamente, inició su hipótesis de trabajo: síndrome del cuello de cantaor de flamenco. Vamos, que el corazón derecho de la ancianita no funcionaba como debía, probablemente desencadenado por el catarro (insuficiencia cardiaca congestiva), y como no era capaz de bombear bien la sangre, ésta se acumulaba en las venas del cuello, que se habían ingurgitado hasta tomar la forma que adquieren en un cantaor de flamenco mientras emite esos “culturales” quejios.

Bond continuó, con muchos esfuerzos, recogiendo la poca información útil que MLH podía proporcionarle sobre sus antecedentes, las medicaciones que estaba tomando en ese momento y sus síntomas. Después de realizar una meticulosa exploración física, con una hepatomegalia de libro sobre la que su profesor de prácticas había insistido tantas veces, solicitó las pruebas complementarias indicadas y pasó a ver al siguiente enfermo. Estaba convencido de la correcta generación de su hipótesis y sólo tenía que validarla.

Durante el mes de enero la “frecuentación” de los servicios de urgencia hospitalarios por pacientes con o sin enfermedades graves adquiere proporciones epidémicas. La solución es la gestión creativa, es decir, la derivación. Todo paciente que no esté demasiado grave puede ser remitido a un centro de apoyo o a su centro de referencia.

Andrés, además de espabilao, estaba bien aleccionado por sus “mayores”, por lo que nunca dudaba en recurrir a su supervisor ante casos “especialmente delicados”. Ahora se trataba de otra señora que, a la tierna edad de 92 años, era víctima de una demencia senil que la mantenía totalmente desconectada del medio. Una simple “indigestión de calendario”, en palabras de sus compañeros de geriatría. De hecho, M, la residente mayor, le había advertido de que la paciente deliraba, seguramente como consecuencia de una sepsis, porque no paraba de repetir que tenía que irse a un concierto de su hijo. Lo decía una y otra vez – “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto” – a todo aquel que pasaba cerca de la camilla. A Bond no le parecía una sepsis.

Después de dedicar media hora a conseguir la historia a través de la familia, porque no le quedaba otra, sintió algo parecido a un ataque de ira cuando uno de los administrativos le informó de que la paciente era de otro área sanitaria y que, por tanto, debía ser trasladada a su centro de referencia. Y, simultáneamente, Andrés había confirmado su sospecha de que la viejecita no deliraba. Su hijo era un famoso músico.

Cuando se metieron juntos en el cuarto de información, las palabras del artista había sido solemnes “Doctor, madre no hay más que una, así que haga todo lo posible por ella. Volveré mañana a preguntar dónde está ingresada porque ahora tengo que irme a un concierto”. La madre del artista no necesitaba un hospital, sólo alguien que la atendiera con cariño durante los últimos momentos de su vida. “¿Qué se cree éste, que hacemos milagros? ¿A los 92 años y en esas condiciones?” – pensó Bond, pero se abstuvo de expresar su juicio moral.

Por supuesto que ante el supervisor no se calló nada y, de manera desapasionada, se lo fue contando todo palabra por palabra, detalle por detalle, pero ni por esas cambió de opinión. La voluntad de un jefe de urgencias es de hierro. Había que derivarla y a él no le quedó otro remedio que tramitar el volante y solicitar una UVI móvil.

Los sanitarios de la ambulancia recogieron a MLH de su “box” y, mientras la levantaban en volandas, la escucharon emitir unos sonidos guturales por debajo de la mascarilla de oxígeno que les sonaron a desaprobación (en realidad, MLH iba farfullando algo así como “¡imbéciles, os tenéis que llevar a la otra!”). “No la hagas ni caso, delira” se dijeron entre ellos y empujaron la camilla con ruedas hacia la puerta de salida, con MLH agitándose y revolviéndose bajo las sujeciones. Ellos sólo cumplían lo que ponía en el volante: traslado a su hospital de referencia; demencia senil.

“Rummmm, rumm, rummm, ruuuuuummmmm” sonaba en la cabeza del conductor mientras los sanitarios embutían a MLH en la ambulancia y cerraban los portones. “¡Qué guapo pilotar este cacharro!. Mi chica va a flipar” y arrancó el vehículo, poniendo a funcionar esa maldita sirena – “ni na ni na ni na ni na” – que hace que los conductores corrientes enloquezcan intentándose quitar de en medio, como pichones atemorizados, cuando en la mayoría de los casos no van en ningún viaje urgente. Aprovechando que el destino era el otro gran hospital del norte en el que trabajaba su novia, le daría una sorpresa.

Bond no podía creerlo. Había vuelto de consultar con la residente de rayos de urgencias y MLH ya no estaba allí. Ni ella ni la camilla ni la historia. Y sin embargo, la madre-del-artista seguía repitiendo “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Reaccionó rápidamente y se fue a hablar con los administrativos. Si, sí, si a MLH no había que trasladarla, era a la otra. Pero alguien había cometido un error y ahora la enferma con las venas del cuello como las de un cantaor de flamenco y su historia estaban siendo transportadas, en compañía, hacia el hospital de la novia del conductor.

No hay clasificaciones para los eventos negativos en un hospital, pero Bond sí tenía la suya. Similar a la que tienen los cirujanos con la hemorragia.

Si no era muy grave la solía incluir en el grupo “¡quién me mandaría venir a trabajar!”. Si era grave pasaba al famoso “¡quién me mandaría levantarme hoy!”. Las situaciones gravísimas solían conllevar un “¡quién me mandaría a mí estudiar Medicina!”. Y las tragedias le inducían un pensamiento del tipo “¡quién me mandaría a mí nacer!”. En este momento Bond había sobrepasado todas las escalas y estaba en el “¡LA MADRE QUE ME PARIÓ!”.

Tal como él había planeado, a pesar de las recomendaciones en contra de sus compañeros de ruta, la chica del ambulanciero flipó al ver como su audaz novio se exhibía dando varias pasadas, a todo gas, por delante de la peluquería donde ella cogía las mechas a las señoras del barrio de Argüelles. Ver al Maxi la erizaba todo, todo, todo, – incluso sentía ganas de ir al baño a vaciar la vejiga – aunque entre sus amigas reconocía que el chaval estaba to pallá. Desde que cumplió los 7, y los Reyes le trajeron una de esas ambulancias del ActionMan, había vivido obsesionado con llegar a tener una “ni na ni na ni na” para el solito. Ambulancia, claro. Ahora trabajaba de conductor en el servicio sanitario, pulía diariamente la carrocería roja, blanca y amarilla, y a ella la llevaba en su Opel Astra tuneado como un vehículo de emergencias. “¡Jode tía! Estoy fascinao”, aunque no era por su cuerpecito “ni na ni na ni na”.

En un descuido propio del momento de satisfacción erótica causado por un beso lanzado por la chica en cuestión desde detrás del escaparate de la pelu, se encontró con un balón impulsado a la calzada por la patada de un hijo-de-su-madre. El Maxi se sobresaltó, pegó un volantazo y consiguió que la ambulancia terminara incrustada contra el kiosco de flores situado en el centro del bulevar. Lo único que no paró fue el ”ni na ni na ni na”.

Al enterarse, el supervisor no pudo contenerse y presa de un ataque de ansiedad gritó “¡me estáis arruinando la vida!”.

Tres ambulancias hicieron su entrada triunfal en Urgencias. En la primera venía el Maxi acompañado de su churri, “¡Tía, cómo ha quedao mi ambulancia! Seguro que no me dejan conducir otra”. En la segunda trasladaban a los dos sanitarios con la cara enrojecida por los air-bags y en la tercera MLH, sin un rasguño pero boqueando como un pececito fuera del agua y gritando entre estertores “asesinos, asesinos”.

Había pocos huecos libres y MLH fue a parar justo al lado de la-madre-del-artista, que al verla llegar le dijo: “Señora, quédese usted aquí que yo me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Bond no daba crédito a su suerte. En menos de una hora había recuperado a su enferma perdida sin haber tenido que pasar por el papelón de dar la noticia de su desaparición a los familiares. Y aún mejor, sin muestras externas de haber sufrido ese lamentable accidente causado por el amor exhibicionista del Maxi.

– Su tía esta bien. Le ha fallado el corazón, que está ya muy cansado, por culpa del catarro, pero con unas medicinas se solucionará todo. Por cierto, si les dice algo de que le han montado en una ambulancia, la han llevado por ahí, ha tenido un accidente y la han vuelto a traer, no se preocupen. Es normal delirar cuando se es tan mayor y se pasa algún tiempo en Urgencias.

James Bond o el Dr. Andres Martín, como ustedes deseen, se dio la media vuelta y entró de nuevo en la sala. Mientras cerraba los ojos pensando “de la que me he librado”, sintió una leve punzada en el lado izquierdo del tórax. “Vamos para allá”.

Acusada

Era un caluroso verano. Como todos los veranos. Salía del quirófano después de haber intervenido a una paciente con un gran tumor papilar de tiroides. Ninguna incidencia. La familia esperaba en la sala habilitada para la información y hacia allí se dirigió.

Tras contarles lo que había hecho y el curso postoperatorio que se preveía, pensó que era momento de volver al despacho para terminar el papeleo de su nuevo puesto de profesora asociada. Abrió la puerta con una mano y se retiró el gorro de quirófano con la otra. Pero al ir a salir hacia el pasillo se encontró con dos agentes de la policia que la esperaban, bloqueándole el paso, con una orden judicial en la mano: “Doctora, está usted detenida”.

A juzgar por la publicidad que había tenido el caso en los medios de comunicación y las pesimistas previsiones de su abogado, estaba segura de que ese momento llegaría. Lo que no podía imaginar es que iba a ser así, en el hospital, según terminaba de realizar una intervención quirúrgica, casi en presencia de familiares de uno de sus pacientes.

Charles Foti, el fiscal general, había hecho de este caso su cruzada personal. Estaba dispuesto a castigar los desmanes acaecidos durante la catástrofe natural que sacudió New Orleans. El objetivo principal era ganarse la aprobación del público y, así, su reelección. Y el hecho de que un médico hubiera denunciado a otros colegas por asesinato, aunque él hubiera decidido abandonar el Memorial Medical Center en una barca mientras el resto de sus compañeros permanecían en el centro atendiendo a los pacientes que no podían soportar un traslado, era una ocasión dorada para demostrar como un funcionario público resultaba tener un espíritu implacable, incluso contra los médicos, la casta intocable en Estados Unidos.

Ya sé que pensarán que los médicos americanos se enfrentan a muchas demandas, pero todas civiles. El procesamiento penal de un médico es un escándalo raramente visto.

¿Quién era ella? La Dra. Anna Pou, otorrrinolaringóloga dedicada a la cirugía oncológica ¿La acusación? Asesinato en segundo grado por algunas de las muertes ocurridas en el Memorial Medical Center de New Orleans después del huracán Katrina.