Se acaba 2016: relájate y disfruta

Se acaba el año. Es el último día de 2016. Los últimos días de todos los años son una convención, porque todos los días son el último de las 364 jornadas anteriores. Pero claro, nosotros nos referimos al tiempo que nos afecta; un ciclo; un bucle, para ser precisos.

Fiesta tras fiesta, vamos soñando con que el próximo bucle sea mejor que el anterior. Maldecimos un año, un número, porque a lo largo de él han desaparecido seres que hemos querido. Pero eso viene pasando desde siempre. Es poco probable que dentro de 200 años sigamos estando ninguno de los que estamos sobre la superficie del planeta hoy.

Tampoco se han cumplido todos nuestros planes. ¿Y qué? Pues nada, no pasará nada que no tenga que pasar. Sea lo que sea.

«Resistance is futile» decían en Star Trek.

Vamos a relajarnos y disfrutar.

Whoa, sex!

Decir que la vida de Giorgios Kyriacos Panayotiou es parte de mi vida sería mentir. O mejor dicho, sería un completo “overstatement”, una exageración.

Daría demasiada importancia emotiva al hecho de que ambos hubiéramos nacido con menos de un mes de diferencia, a unos 2000 km de distancia y que, por tanto, compartiéramos bastantes claves y referentes culturales. O sobrevalorar mi capacidad para mantener grabadas en la memoria todas las letras de sus canciones, que no sólo puedo recitar sin el menor esfuerzo, sino reproducir mentalmente las imágenes de los vídeos con las que se corresponden. Al fin y al cabo, crecí en los tiempos gloriosos de la MTV.

Lo admito, resulta enternecedor, cándido, y en gran medida “hortera”, buscar un sentido de la vida propia en la vida de una megaestrella del pop, hasta tal punto de que, cuando muere, porque las megaestrellas tienen que morir y melodramáticamente, te impulse a reflexionar sobre el significado de tu existencia.

Esa sintonía semántica entre admirador e imagen del admirado también podría ser el resultado de una imperfecta socialización adolescente, con el déficit emocional pertinentemente sobrecompensado, y sus desengaños amorosos, o con el sentimiento juvenil de inadecuación, resuelto mediante la asimilación con un patrón oro. Dicho de otra manera, él representaba quien uno querría ser.

El caso es que la muerte del Sr. Michael el 25 de diciembre de 2016 me ha enfrentado conmigo mismo, voluntaria e involuntariamente. Me enteré del fallecimiento antes de que acabara el día, por un tuit de “breaking news” de la cuenta de la BBC. Y lo comenté a mi familia que, aún incrédulos, me dieron el «pésame» porque, con la muerte de George Michael a los 53 años, desaparecía el dulce pájaro de juventud que me sobrevoló entre 1984 y 1987.

La primera vez que escuché a Wham! teníamos casi 21 años. Los dos, el Sr. Michael y yo. Era la primavera de 1984 y el Gobierno de Felipe González no lleva ni dos años en el poder. La canción, Club Tropicana («where strangers take you by the hand,
and welcome you to wonderland…»), se presentaba con un vídeo que promocionaba el hedonismo ibicenco. En la portada del álbum aparecía un tipo notablemente bronceado, sonriente, con un anillo dorado en la oreja izquierda, vestido de blanco inmaculado, junto a Andrew Ridgely. Un dúo que mezclaba música, chicas en bañador, placer y playa no era una mala apuesta para su agente, ni para Sony, ni para la MTV, aunque se intuía lo artificial. No hacía falta ninguna declaración para entender la historia detrás de la imagen.

Yo era un estudiante de Medicina que se dedicaba a trabajar durante los veranos como socorrista en una piscina. Había sol, agua, bañadores, carne expuesta… Pero difícilmente podía aspirar al éxito del que gozaba el Sr. Michael a tan temprana edad; ni después; ni siquiera en el mejor sueño de los yuppies del thatcherismo, o en las novelas de Bret Easton Ellis, otro coetáneo, uno podía disfrutar de tanta sensación de libertad. Después de todo, España llevaba metida menos de 10 años en la Transición.

Y, de repente, surgió la madurez forzada. El solo de saxo de Careless Whisper no apuntaba nada bueno («To the heart and mind, ignorance is kind, there is no comfort in the truth, pain is all you find…»). Había que entender la historia detrás de la imagen: el sexo y el sentimiento de pérdida. Era muy evidente que George Michael era homosexual. Pero parecía que él no lo tenía tan claro. La bisexualidad da mucho más juego.

Intencionalmente, sin duda, el Sr. Michael explotó un talento especial para transformar la provocación del sexo en una potente herramienta de marketing global antes de la llegada de internet.

¿Quién, con 24 años, se había atrevido a componer, producir, tocar todos los instrumentos y cantar una canción que llevara por título «I want your sex» (con tres partes)? ¿Quién no recuerda a Eddie Murphy entrando en un bar de strip-tease de Beverly Hills, mientras sonaba una lúbrica melodía interpretada por George Michael?

Era 1987. Había llegado el hedonismo a la «beautiful people» también en España.

El impacto fue devastador; incluso para un joven español de veinticuatro años de turismo por el Reino Unido. Una noche, con un gin-tonic en la mano, estaba forzando al máximo mi capacidad para la conversación con dos chicas inglesas (english roses, turn-up noses), porque la mayoría de los mortales si no hablamos estamos perdidos. Pero pese a dar lo mejor de mi, nada pude hacer para retener su atención cuando en las pantallas de vídeo de un bar de Southport sonó «Whoa! Sex!», mientras George Michael cruzaba los antebrazos formando una X delante de su rostro.

El Sr. Michael sufrió los efectos. Le duraron hasta el 25 de diciembre de 2016. Yo también. Pero eso lo contarán en unas memorias no autorizadas.

Se aproxima 2017

Se va acabando 2016 y muchos tenemos la tentación de mirar al pasado y planear el futuro. Parece que los ciclos nos empujan a esos ejercicios, aunque con cada vuelta de espiral cambiamos. También se transforma el mundo en que vivimos.

He perdido mucho en 2016. He perdido un año de vida. Y he ganado también; un año de experiencias.

¿Compensa? No, nunca compensa, porque la vida es un juego de pérdida. Parecemos lo mismo, pero somos diferentes.

Uno está aquí, solo o acompañado según el momento, para ir descubriéndolo; o creándolo; o destruyéndolo.

El Dr. Klint volverá a las andadas. Meralgia aparecerá en escena. Y se juntarán en la Comisión del Dolor….

Londres

Acabo de pasar dos días en Londres, participando en un simposio internacional sobre el tratamiento del cáncer de recto en el University College London. Hace poco más de un mes que hice otra breve visita al Royal College of Surgeons of England, teníamos la reunión de invierno del consejo del British Journal of Surgery.

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Y no me canso de volver, ni tengo palabras suficientes para expresar lo que siento cuando estoy allí. ¿Cómo Stendhal en Florencia? Diferente, pero no menos intenso.

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Seguro que tengo una fijación con el West End londinense desde adolescente. Para ser más preciso, desde que en 1977, hace casi 40 años, lo visité por primera vez con un grupo de compañeros de colegio, que habíamos pasado un mes estudiando inglés en Southport. Don Angel, nuestro profesor de inglés, nos había transmitido su pasión por la capital de la «pérfida Albión». Era tal el ambiente, que en una esquina de Hyde Park la gente se subía en un cajón y hablaba sin problemas, de lo que le diera la gana, ante una audiencia que podía rebatirle, quedarse en silencio o marcharse. Le llamaban el «Speakers´ Corner«.

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Las experiencias que se tienen a los catorce años o se olvidan o se quedan grabadas en la memoria, para siempre en ambos casos. A mi, lo que me hizo sentir la ciudad no se me olvidó. Tampoco se me ha olvidado el valor de Don Angel, nuestro profesor de inglés, que osaba aventurarse con un grupo de menores por Londres. Hoy sería inconcebible.

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Yo era un crío desproporcionadamente tímido, que a diario no se dedicaba a otra cosa que a estudiar; y entrenar en la piscina cubierta de 25 metros en invierno; y a entrenar en una piscina de 33 metros en verano, mañana y tarde. Todos los días de la semana.

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A mediados de los 70, ir por la tarde a «la Conce» era encontrarse con una manifestación día sí y día no, con los grises, con sus cascos blancos, corriendo porra en mano detrás de gente, sin motivo aparente. O al menos para mi. Aún siendo adolescente, uno empezaba a tener una cierta conciencia política. Y social.

Andar suelto por Londres, con amigos de mi edad, entrando y saliendo sin ningún control y comunicándonos en un idioma «estudiado», era la libertad mayor que nadie de mi generación podía soñar.

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Londres resultaba después de todo no sólo una ciudad espectacular, sino la materialización de la libertad absoluta para un tímido adolescente que crecía en un barrio pobrísimo, en el transitorio Madrid de los 70.

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Ahora, casi 40 años después, todo ha evolucionado. Pero, para mi, un cincuentón, sigue siendo la más hermosa representación de la libertad y el progreso.