Decir que la vida de Giorgios Kyriacos Panayotiou es parte de mi vida sería mentir. O mejor dicho, sería un completo “overstatement”, una exageración.
Daría demasiada importancia emotiva al hecho de que ambos hubiéramos nacido con menos de un mes de diferencia, a unos 2000 km de distancia y que, por tanto, compartiéramos bastantes claves y referentes culturales. O sobrevalorar mi capacidad para mantener grabadas en la memoria todas las letras de sus canciones, que no sólo puedo recitar sin el menor esfuerzo, sino reproducir mentalmente las imágenes de los vídeos con las que se corresponden. Al fin y al cabo, crecí en los tiempos gloriosos de la MTV.
Lo admito, resulta enternecedor, cándido, y en gran medida “hortera”, buscar un sentido de la vida propia en la vida de una megaestrella del pop, hasta tal punto de que, cuando muere, porque las megaestrellas tienen que morir y melodramáticamente, te impulse a reflexionar sobre el significado de tu existencia.
Esa sintonía semántica entre admirador e imagen del admirado también podría ser el resultado de una imperfecta socialización adolescente, con el déficit emocional pertinentemente sobrecompensado, y sus desengaños amorosos, o con el sentimiento juvenil de inadecuación, resuelto mediante la asimilación con un patrón oro. Dicho de otra manera, él representaba quien uno querría ser.
El caso es que la muerte del Sr. Michael el 25 de diciembre de 2016 me ha enfrentado conmigo mismo, voluntaria e involuntariamente. Me enteré del fallecimiento antes de que acabara el día, por un tuit de “breaking news” de la cuenta de la BBC. Y lo comenté a mi familia que, aún incrédulos, me dieron el «pésame» porque, con la muerte de George Michael a los 53 años, desaparecía el dulce pájaro de juventud que me sobrevoló entre 1984 y 1987.
La primera vez que escuché a Wham! teníamos casi 21 años. Los dos, el Sr. Michael y yo. Era la primavera de 1984 y el Gobierno de Felipe González no lleva ni dos años en el poder. La canción, Club Tropicana («where strangers take you by the hand,
and welcome you to wonderland…»), se presentaba con un vídeo que promocionaba el hedonismo ibicenco. En la portada del álbum aparecía un tipo notablemente bronceado, sonriente, con un anillo dorado en la oreja izquierda, vestido de blanco inmaculado, junto a Andrew Ridgely. Un dúo que mezclaba música, chicas en bañador, placer y playa no era una mala apuesta para su agente, ni para Sony, ni para la MTV, aunque se intuía lo artificial. No hacía falta ninguna declaración para entender la historia detrás de la imagen.
Yo era un estudiante de Medicina que se dedicaba a trabajar durante los veranos como socorrista en una piscina. Había sol, agua, bañadores, carne expuesta… Pero difícilmente podía aspirar al éxito del que gozaba el Sr. Michael a tan temprana edad; ni después; ni siquiera en el mejor sueño de los yuppies del thatcherismo, o en las novelas de Bret Easton Ellis, otro coetáneo, uno podía disfrutar de tanta sensación de libertad. Después de todo, España llevaba metida menos de 10 años en la Transición.
Y, de repente, surgió la madurez forzada. El solo de saxo de Careless Whisper no apuntaba nada bueno («To the heart and mind, ignorance is kind, there is no comfort in the truth, pain is all you find…»). Había que entender la historia detrás de la imagen: el sexo y el sentimiento de pérdida. Era muy evidente que George Michael era homosexual. Pero parecía que él no lo tenía tan claro. La bisexualidad da mucho más juego.
Intencionalmente, sin duda, el Sr. Michael explotó un talento especial para transformar la provocación del sexo en una potente herramienta de marketing global antes de la llegada de internet.
¿Quién, con 24 años, se había atrevido a componer, producir, tocar todos los instrumentos y cantar una canción que llevara por título «I want your sex» (con tres partes)? ¿Quién no recuerda a Eddie Murphy entrando en un bar de strip-tease de Beverly Hills, mientras sonaba una lúbrica melodía interpretada por George Michael?
Era 1987. Había llegado el hedonismo a la «beautiful people» también en España.
El impacto fue devastador; incluso para un joven español de veinticuatro años de turismo por el Reino Unido. Una noche, con un gin-tonic en la mano, estaba forzando al máximo mi capacidad para la conversación con dos chicas inglesas (english roses, turn-up noses), porque la mayoría de los mortales si no hablamos estamos perdidos. Pero pese a dar lo mejor de mi, nada pude hacer para retener su atención cuando en las pantallas de vídeo de un bar de Southport sonó «Whoa! Sex!», mientras George Michael cruzaba los antebrazos formando una X delante de su rostro.
El Sr. Michael sufrió los efectos. Le duraron hasta el 25 de diciembre de 2016. Yo también. Pero eso lo contarán en unas memorias no autorizadas.