Anti-aging

Tengo un conocido absolutamente motivado en la lucha contra el envejecimiento y la cronicidad. Y aún más contra la fragilidad. Contra la suya, para ser preciso.

Acaba de entrar en la cincuentena y en su cumpleaños me dijo, «no quiero asistir pasivamente al deterioro irremediable de mi cuerpo, esa fuente inagotable de placer». Propio, pienso yo para mis adentros. Ese cuerpo que, a su entender, llevó a tantas y tantos al pecado, aunque sólo fuera en pensamiento o palabra. El, que es muy liberal, incluye en su concepto de placer los «que te den por culo» de cuantos han estado bajo su responsabilidad en sus múltiples trabajos. Porque es un incapaz. Y también de sus superiores, por increíble que parezca. Pero mi amigo, que es muy suyo, todo lo genital lo disfruta igual.

En la cruzada por el bienestar y la salud ha pasado incontables horas viendo muchos programas de canales temáticos y leyendo muchas revistas de fitness. Sigue las recomendaciones como si fueran dogma. También ha comprado el mejor material para convertir su cuerpo en una máquina de crear salud; en Estados Unidos, por supuesto. Tiene ropa interior personalizada a sus medidas, para evitar rozaduras, mallas, camisetas inteligentes y zapatillas de ultradiseño.

Así que todos los fines de semana se levanta temprano. Como vive sólo, no molesta a nadie. Enciende las luces de la habitación y se enfrenta, frente al espejo, a su propio y autodenominado glorioso cuerpo desnudo.

«¿Todo esto es mío?» suele preguntarse presuntuosamente, mientras torsiona parcialmente su tronco, a la vez que se pone de puntillas. Le estiliza.

Como nadie le escucha no hay problema de que le tachen de exhibicionista. Ni de egocentrico. Ni siquiera de imbécil. A continuación, verifica que el vello no le ha crecido. Se rasura meticulosamente cada dos días. No quiere que eso le reste velocidad. Por la resistencia aerodinamica. Para él, la calvicie, además de un símbolo, es una bendición que optimiza sus coeficientes de rozamiento.

Religiosamente, y sin perder de vista el espejo, va enfundándose todas las prendas que necesita. Al acabar, se sienta en la cama, se coloca sus zapatillas ASICS GEL MAX PULSE AIR PRO RUN FUJI PREDATOR IV y, después de asegurarse de que no olvida las llaves de casa, se baja a por churros.

En el vestuario

No se sorprenderá nadie si les cuento que nado. Es una buena manera de mantenerme en forma.

Sí, diariamente hago ejercicio desplazándome durante más de una hora en un fluido tibio, porque es una piscina de invierno, compuesto por H2O, cloro, urea y creatinina. Se han dado casos en los que va añadido algún medicamento, incluso psicotropos. Ya se sabe que el calorcito en el periné tiene efectos diuréticos potentes.

Suelo recorrer unos 2.000 metros por sesión, de 25 en 25. Metros. De una pared a otra, siguiendo una línea negra. Llego, toco, doy la vuelta y miro a la pared de enfrente. Y empiezo de nuevo, brazada a brazada.

Les mentiría si les dijera que me cuesta, porque no es así. De hecho, es volver a mi infancia. Un amigo dice que es como meterse en el útero materno. Pero es que el está muy enmadrado. Lo mío tiene que ver con que, entre los 5 y los 18 años, me dediqué a nadar y competir. En verano entrenaba en las piscinas que el extinto Banesto tenía en Pinar del Rey, no te lo perdono Mario Conde, y en invierno en la Conce, polideportivo del Barrio de la Concepción.

¿Mis pruebas preferidas? 100 y 200 libre, 200 estilos y 100 y 200 mariposa. Aunque en mis comienzos lo que solía entrenar eran los 100 braza. De espalda no me gustaba nadar. No sé por qué, quizá por no perder de vista la pared. Nunca sabe uno con quién se va a chocar uno al llegar, en los entrenamientos.

Pero mi gran problema no es nadar, ni el cansancio, ni pasar mucho tiempo en la pileta. Mi problema es la presbicia en el vestuario, algo a lo que no prestaba atención en la adolescencia. Como decía Berto, los vestuarios de las piscinas son humilladeros. Especialmente para los nadadores. Los que bajan del gimnasio vienen vasodilatados. Y aprovechan para pasearse despendolados. Pero los que salimos del agua venimos vasoconstreñidos y con los cremásteres como cuerdas de guitarra. A los de 50 nos da todo igual. What you see is what you get. Pero a los que no llegan a los 30 les ves haciendo piruetas para intentar cambiarse el bañador sin que se note que se les ha quedado pequeña. Adoptan posturas imposibles y penosas. Pero seguro que no les importa.

Bueno, esto tampoco tiene que ver con mi problema. Mi problema es que las taquillas se cierran con un candado con tres ruedecitas que contienen unos números. Cuando se alinean los números en un determinado orden se abre el candado. Cuando se descolocan, se bloquea. Y es por esto, precisamente, y por mi presbicia que, al volver de la ducha, repetidamente, no acierto a revertir el código de apertura. Mi vista cansada y el diminuto tamaño y contraste de los números me impide hacerlo.

Pruebo con todo lo que puedo. Primero con el tacto. Después con el agujero estenopeico que construyo con mis dedos arrugados. Cuando no me queda más remedio tengo que pedir ayuda, lo que no resulta nada cómodo en el vestuario de una piscina. Gente con ojos rojos, piel arrugada, y bañadores de lycra.

A veces me dan ganas de gritar ¿Quién es miope? Porque sé que para ellos es fácil entender lo de ver de cerca. Y además, con la excusa de su vista corta, tengo la oportunidad de explicarles el problema sin tener que decirles «ábreme el candado, por favor».

Háblame de la «mili»

Los hombres españoles de una cierta edad, cuando nos juntamos, hablamos de los días que pasamos prestando el Servicio Militar (la mili) en algún lugar del territorio nacional. Debe ser por algo. La experiencia no nos abandona nunca.

Yo me incorporé relativamente tarde. Acababa de terminar la carrera de medicina y ni me preparé el MIR; en Enero de 1989 entraba como primer remplazo del Regimiento de Artilleria de Campaña Nº 11 (RACA 11) en el acuartelamiento de Vicálvaro.

¿Recuerdan? La Vicalvarada. En 1854, las tropas del general Leopoldo O’Donnell, si el de la Calle O’Donnell, se levantaron contra el gobierno en Vicálvaro. La insurrección trajo el «bienio progresista» durante el reinado de Isabel II. Ahora el recinto es la Universidad Rey Juan Carlos, previo traslado, en la primavera de 1989, del acuartelamiento a otra ubicación en Fuencarral. Justo frente a los estudios de Telecinco. Ahora el RACA 11 está en Burgos.

Para una persona como yo, tan resistente a la disciplina, ir voluntario no había sido una opción. Ir a la milicia universitaria tampoco. Lo hice porque no me quedó más remedio. Y ahí empezó mi brillante carrera «chusquera».

Sin verlo venir, de una manera meteórica, me convertí en Cabo y luego en Cabo Primero, conductor de TOA (transporte oruga acorazado), calculador de la mesa de tiro de los ATP 203-M110 (eso sí que era un cañón y no lo de Nacho Vidal, ni asociándose con Rocco Siffredi), médico del Grupo II, fui mencionado en la Orden del Día por Santa Bárbara por algo que pasó durante unas maniobras en Zaragoza y que no les voy a relatar, pero, sobre todo, fui miembro del escuadrón de tiro.

Mi acceso a este grupo de élite es digno de cualquier película española de la época. O de algún director italiano.

Mientras hacía la instrucción, en el mes de Febrero de 1989, nos llevaron a una base en la sierra madrileña, muy cerca de Colmenar Viejo. Teníamos que pasar todo el día allí realizando unos ejercicios de instrucción y tiro. Yo iba todo compungido, como siempre esos días. Lo que estaba haciendo iba contra mis naturales instintos. Pero no quedaba otro remedio. Totalmente vestido de verde, cargaba con una mochila a la espalda, un casco de Kevlar y un CETME. El cielo era gris, plomizo, y llovía. Bastante. Así que todos íbamos cubiertos por un chubasquero, también verde. Ya saben que en estos sitios, «one size fits all». Daba igual lo que midieras, la prenda era igual para todos.

Soy de corta estatura. Bajito es la manera cariñosa de llamarlo. Así que el chubasquero me arrastraba por el suelo, sin poder evitarlo. No había posibilidad de remangármelo. Esto entorpecía algo mis movimientos. Especialmente cuando nos hicieron subir a una pequeña colina.

De repente, empezaron las órdenes.

– Tenéis que bajar corriendo esta colina. Cuando lleguéis abajo, os tiráis al suelo.

-¡Sí, señor! – respondimos todos al sargento.

– ¿Veis los puestos de tiro?

– ¡Sí, señor!

– Pues desde ahí tenéis que apuntar y disparar a las dianas que tenéis enfrente.

Y así ocurrió. Fueron dando la salida en grupos de cinco. Uno tras otro, los reclutas bajaban a la carrera, se tiraban al suelo, apuntaban al blanco y disparaban. Después de cada grupo, un cabo primero se acercaba y verificaba la puntería de los reclutas. Hasta que le tocó a mi grupo.

– Reclutas, ¡Adelante! – fue la señal de salida.

Empezamos a correr sin control. Cuesta abajo, con el suelo resbaladizo y el chubasquero hasta los pies, fue cuestión de tiempo que me lo pisara, tropezara y fuera a caer, afortunadamente de bruces, en el puesto de tiro, en posición idónea para disparar, lo que hice sin solución de continuidad. Había tenido la mala fortuna de que se me desplazara el casco hacia adelante, con lo que mi visión de la diana había quedado completamente bloqueada, y en la caída había pasado la forma de disparo de mi fusil a ráfaga.

Sonó como si todos los Navy Seal se hubieran confabulado para vaciar sus cargadores contra mi diana. Su color blanco central se fundió a negro, sin que yo hubiera tenido la más mínima voluntad de hacerlo.

Sus miradas me asustaron. «Me levantan consejo de guerra» pensé. Al menos, me quitarían los permisos y encerrarían en el cuartel. Pero no. Para mi sorpresa, me dieron la enhorabuena y me anunciaron que entraba a formar parte del grupo de tiradores de élite del Regimiento. Había agrupado todos los impactos en el centro de la diana.

Y así todo. Siempre termino haciendo lo que no quiero…

Se acaba 2016: relájate y disfruta

Se acaba el año. Es el último día de 2016. Los últimos días de todos los años son una convención, porque todos los días son el último de las 364 jornadas anteriores. Pero claro, nosotros nos referimos al tiempo que nos afecta; un ciclo; un bucle, para ser precisos.

Fiesta tras fiesta, vamos soñando con que el próximo bucle sea mejor que el anterior. Maldecimos un año, un número, porque a lo largo de él han desaparecido seres que hemos querido. Pero eso viene pasando desde siempre. Es poco probable que dentro de 200 años sigamos estando ninguno de los que estamos sobre la superficie del planeta hoy.

Tampoco se han cumplido todos nuestros planes. ¿Y qué? Pues nada, no pasará nada que no tenga que pasar. Sea lo que sea.

«Resistance is futile» decían en Star Trek.

Vamos a relajarnos y disfrutar.

Whoa, sex!

Decir que la vida de Giorgios Kyriacos Panayotiou es parte de mi vida sería mentir. O mejor dicho, sería un completo “overstatement”, una exageración.

Daría demasiada importancia emotiva al hecho de que ambos hubiéramos nacido con menos de un mes de diferencia, a unos 2000 km de distancia y que, por tanto, compartiéramos bastantes claves y referentes culturales. O sobrevalorar mi capacidad para mantener grabadas en la memoria todas las letras de sus canciones, que no sólo puedo recitar sin el menor esfuerzo, sino reproducir mentalmente las imágenes de los vídeos con las que se corresponden. Al fin y al cabo, crecí en los tiempos gloriosos de la MTV.

Lo admito, resulta enternecedor, cándido, y en gran medida “hortera”, buscar un sentido de la vida propia en la vida de una megaestrella del pop, hasta tal punto de que, cuando muere, porque las megaestrellas tienen que morir y melodramáticamente, te impulse a reflexionar sobre el significado de tu existencia.

Esa sintonía semántica entre admirador e imagen del admirado también podría ser el resultado de una imperfecta socialización adolescente, con el déficit emocional pertinentemente sobrecompensado, y sus desengaños amorosos, o con el sentimiento juvenil de inadecuación, resuelto mediante la asimilación con un patrón oro. Dicho de otra manera, él representaba quien uno querría ser.

El caso es que la muerte del Sr. Michael el 25 de diciembre de 2016 me ha enfrentado conmigo mismo, voluntaria e involuntariamente. Me enteré del fallecimiento antes de que acabara el día, por un tuit de “breaking news” de la cuenta de la BBC. Y lo comenté a mi familia que, aún incrédulos, me dieron el «pésame» porque, con la muerte de George Michael a los 53 años, desaparecía el dulce pájaro de juventud que me sobrevoló entre 1984 y 1987.

La primera vez que escuché a Wham! teníamos casi 21 años. Los dos, el Sr. Michael y yo. Era la primavera de 1984 y el Gobierno de Felipe González no lleva ni dos años en el poder. La canción, Club Tropicana («where strangers take you by the hand,
and welcome you to wonderland…»), se presentaba con un vídeo que promocionaba el hedonismo ibicenco. En la portada del álbum aparecía un tipo notablemente bronceado, sonriente, con un anillo dorado en la oreja izquierda, vestido de blanco inmaculado, junto a Andrew Ridgely. Un dúo que mezclaba música, chicas en bañador, placer y playa no era una mala apuesta para su agente, ni para Sony, ni para la MTV, aunque se intuía lo artificial. No hacía falta ninguna declaración para entender la historia detrás de la imagen.

Yo era un estudiante de Medicina que se dedicaba a trabajar durante los veranos como socorrista en una piscina. Había sol, agua, bañadores, carne expuesta… Pero difícilmente podía aspirar al éxito del que gozaba el Sr. Michael a tan temprana edad; ni después; ni siquiera en el mejor sueño de los yuppies del thatcherismo, o en las novelas de Bret Easton Ellis, otro coetáneo, uno podía disfrutar de tanta sensación de libertad. Después de todo, España llevaba metida menos de 10 años en la Transición.

Y, de repente, surgió la madurez forzada. El solo de saxo de Careless Whisper no apuntaba nada bueno («To the heart and mind, ignorance is kind, there is no comfort in the truth, pain is all you find…»). Había que entender la historia detrás de la imagen: el sexo y el sentimiento de pérdida. Era muy evidente que George Michael era homosexual. Pero parecía que él no lo tenía tan claro. La bisexualidad da mucho más juego.

Intencionalmente, sin duda, el Sr. Michael explotó un talento especial para transformar la provocación del sexo en una potente herramienta de marketing global antes de la llegada de internet.

¿Quién, con 24 años, se había atrevido a componer, producir, tocar todos los instrumentos y cantar una canción que llevara por título «I want your sex» (con tres partes)? ¿Quién no recuerda a Eddie Murphy entrando en un bar de strip-tease de Beverly Hills, mientras sonaba una lúbrica melodía interpretada por George Michael?

Era 1987. Había llegado el hedonismo a la «beautiful people» también en España.

El impacto fue devastador; incluso para un joven español de veinticuatro años de turismo por el Reino Unido. Una noche, con un gin-tonic en la mano, estaba forzando al máximo mi capacidad para la conversación con dos chicas inglesas (english roses, turn-up noses), porque la mayoría de los mortales si no hablamos estamos perdidos. Pero pese a dar lo mejor de mi, nada pude hacer para retener su atención cuando en las pantallas de vídeo de un bar de Southport sonó «Whoa! Sex!», mientras George Michael cruzaba los antebrazos formando una X delante de su rostro.

El Sr. Michael sufrió los efectos. Le duraron hasta el 25 de diciembre de 2016. Yo también. Pero eso lo contarán en unas memorias no autorizadas.

Se aproxima 2017

Se va acabando 2016 y muchos tenemos la tentación de mirar al pasado y planear el futuro. Parece que los ciclos nos empujan a esos ejercicios, aunque con cada vuelta de espiral cambiamos. También se transforma el mundo en que vivimos.

He perdido mucho en 2016. He perdido un año de vida. Y he ganado también; un año de experiencias.

¿Compensa? No, nunca compensa, porque la vida es un juego de pérdida. Parecemos lo mismo, pero somos diferentes.

Uno está aquí, solo o acompañado según el momento, para ir descubriéndolo; o creándolo; o destruyéndolo.

El Dr. Klint volverá a las andadas. Meralgia aparecerá en escena. Y se juntarán en la Comisión del Dolor….

Londres

Acabo de pasar dos días en Londres, participando en un simposio internacional sobre el tratamiento del cáncer de recto en el University College London. Hace poco más de un mes que hice otra breve visita al Royal College of Surgeons of England, teníamos la reunión de invierno del consejo del British Journal of Surgery.

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Y no me canso de volver, ni tengo palabras suficientes para expresar lo que siento cuando estoy allí. ¿Cómo Stendhal en Florencia? Diferente, pero no menos intenso.

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Seguro que tengo una fijación con el West End londinense desde adolescente. Para ser más preciso, desde que en 1977, hace casi 40 años, lo visité por primera vez con un grupo de compañeros de colegio, que habíamos pasado un mes estudiando inglés en Southport. Don Angel, nuestro profesor de inglés, nos había transmitido su pasión por la capital de la «pérfida Albión». Era tal el ambiente, que en una esquina de Hyde Park la gente se subía en un cajón y hablaba sin problemas, de lo que le diera la gana, ante una audiencia que podía rebatirle, quedarse en silencio o marcharse. Le llamaban el «Speakers´ Corner«.

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Las experiencias que se tienen a los catorce años o se olvidan o se quedan grabadas en la memoria, para siempre en ambos casos. A mi, lo que me hizo sentir la ciudad no se me olvidó. Tampoco se me ha olvidado el valor de Don Angel, nuestro profesor de inglés, que osaba aventurarse con un grupo de menores por Londres. Hoy sería inconcebible.

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Yo era un crío desproporcionadamente tímido, que a diario no se dedicaba a otra cosa que a estudiar; y entrenar en la piscina cubierta de 25 metros en invierno; y a entrenar en una piscina de 33 metros en verano, mañana y tarde. Todos los días de la semana.

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A mediados de los 70, ir por la tarde a «la Conce» era encontrarse con una manifestación día sí y día no, con los grises, con sus cascos blancos, corriendo porra en mano detrás de gente, sin motivo aparente. O al menos para mi. Aún siendo adolescente, uno empezaba a tener una cierta conciencia política. Y social.

Andar suelto por Londres, con amigos de mi edad, entrando y saliendo sin ningún control y comunicándonos en un idioma «estudiado», era la libertad mayor que nadie de mi generación podía soñar.

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Londres resultaba después de todo no sólo una ciudad espectacular, sino la materialización de la libertad absoluta para un tímido adolescente que crecía en un barrio pobrísimo, en el transitorio Madrid de los 70.

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Ahora, casi 40 años después, todo ha evolucionado. Pero, para mi, un cincuentón, sigue siendo la más hermosa representación de la libertad y el progreso.

ESCP 2016 en Milán

Entre el miércoles 28 y el viernes 30 de Septiembre se celebró en Milán el Congreso de la European Society of Coloproctology. En la ciudad italiana se dieron cita especialistas de todo el mundo para presentar y debatir sobre la asistencia, la docencia, la investigación y la innovación en cirugía colorectal.

El congreso ha sido un verdadero éxito en términos de asistencia y calidad de las presentaciones. También ha sido importante el refuerzo de los grupos de investigación colaborativos a nivel nacional e transnacional. Los estudiantes han tomado un papel preponderante Pero la verdadera novedad ha sido la apuesta de la ESCP por la transformación digital de la reunión. Para ello se organizó, primero, una mesa redonda el día 28, moderada por el doctor Steve Wexner de la Cleveland Clinic en Florida, bajo el título «Coloproctology. How to start to engage online and future developments in surgical social media».

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Además, durante todo el congreso se ha animado y facilitado la difusión de los contenidos en los medios sociales, incluyendo la transmisión por Periscope de algunas intervenciones.

Sin duda, eso ha llevado a un gran impacto del congreso. Esto ha podido cuantificarse a través de symplur.com. La participación individual e institucional ha sido variada y se ha visto reforzada por la interacción con profesionales que no estaban físicamente en el congreso.

El impacto global ha superado los 9 millones de impresiones, es decir, los tuits marcados con el hashtag #escp2016 han sido vistos más de 9 millones de veces. Con ello, también se ha incrementado el impacto de la comunidad creada alrededor de #colorectalsurgery.

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Finalmente, hay que resaltar la implicación de múltiples profesionales, pero también de sociedades científicas como la propia European Society of Coloproctology y, además, la Asociación Española de Cirujanos o la American Society of Colon and Rectal Surgeons.

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Sin duda, la capacidad de los cirujanos para conectar, infectarse con nuevas ideas y conocimientos, y crecer como profesionales y como sociedad, ha quedado de nuevo demostrada.

La Casa di Patty

– ¿Me vais a contar algo?

– Deja de quejarte – dijo Chiara

– No me estoy quejando – contesté sin levantar la voz – Simplemente quiero saber qué hago en esta situación y por qué vamos de un lado a otro de Roma.

– Eres libre para marchar cuando quieras – me contestó Michaella

– ¿Irme? ¿A dónde?

– Puedes volver al hotel, recoger tus cosas y dirigirte a Fuimicino para tomar tu avión a Madrid – me dijo Pietro, volviéndose hacia la izquierda para mirarme fijamente, desde su asiento delantero. Su rostro esbozaba una medio sonrisa que me hacía desconfiar.

– ¿Seguro?

– Seguro que puedes. Lo que no estoy seguro es de que llegues vivo a la puerta de embarque – y explotó en carcajadas.

Michaella conducía de memoria. No necesitaba indicaciones. Y Pietro y Chiara parecían confiar completamente en ella. Eso me hacía reforzar mi sospecha de que todo aquello no era un asunto circunstancial, sino que los tres lo habían planeado todo. O al menos sabían lo que estaban haciendo y qué iba a pasar.

Cuando quise darme cuenta, subíamos por la Vía Cavour en dirección a la Piazza dei Cinquento y Roma Termini, pero giramos a la derecha antes de llegar. Nos metimos por la Vía Napoleone III y Michaella detuvo el coche ante el portal de La Casa di Patty, un hotel tradicional con una gran puerta de madera de roble, enmarcada entre dos columnas de granito que sujetaban un estrecho balcón de piedra. Ese aspecto tan tradicional romano contrastaba con la deteriorada y ramplona decoración de las dos pequeñas tiendas que lo flanqueaban.

Bajamos los cuatro a la vez, Michaella cerró el vehículo y, después de atravesar la puerta de madera entreabierta, nos dirigimos a la recepción. Era tarde y todo el personal se reducía a un hombre de mediana edad, vestido de negro, jugueteando con el ordenador tras un mostrador de mármol. No hizo ni un gesto al vernos.

– Buenas noches Don Pietro.

– Buenas noches Tomasso. Encárgate del coche.

– Inmediatamente – y aquel hombre inició una carrerita hacia la calle.

– ¿La habitación? – preguntó Pietro.

– La de siempre – contestó discretamente el recepcionista, alejándose.

Pietro fue hacia el ascensor, le siguieron Chiara y Michaella. Y después, yo.

Continuará…