Pobre Esculapio

Hay un texto circulando por las redes sobre lo que significa ser médico. Como toda buena leyenda urbana lo atribuyen al «dios» griego de la medicina, Esculapio, hijo de Apolo y Coronis.

El pobre Esculapio debería revolverse por ser sometido a dos castigos. El primero, morir por un rayo lanzado por Zeus, que no estaba nada contento con sus labores de cirujano para restaurar la vida de los muertos. El segundo, atribuirle unas palabras a su hijo que nunca escribió.

Sin embargo, conviene releerlo porque algunas de las cosas que dice el texto siguen estando vigentes, a pesar de la evolución de la profesión médica.

”¿Quieres ser médico, hijo mío? Aspiración es ésta de un alma generosa, de un espíritu ávido de ciencia. ¿Deseas que los hombres te tengan por un Dios que alivia sus males y ahuyenta de ellos el espanto? Has pensado bien en lo que ha de ser tu vida? Tendrás que renunciar a la vida privada; mientras la mayoría de los ciudadanos pueden, terminada su tarea, aislarse de los importunos, tu puerta quedará siempre abierta a todos; a toda hora del día o de la noche vendrán a turbar tu descanso, tus placeres, tu meditación; ya no tendrás horas que dedicar a la familia, a la amistad o al estudio; ya no te pertenecerás. Los pobres, acostumbrados a padecer, no te llamarán sino en caso de urgencia; pero los ricos te tratarán como a esclavo encargado de remediar sus excesos. Habrás de mostrar interés por los detalles más vulgares de su existencia, decidir si han de comer ternera o cordero, si han de andar de tal o cual modo cuando se pasean. No podrás ir al teatro, ausentarte de la ciudad, ni estar enfermo; tendrás que estar siempre listo para acudir tan pronto como te llame tu amo.

Eras severo en la elección de tus amigos; buscabas la sociedad de los hombres de talento, de artistas, de almas delicadas; en adelante, no podrás desechar a los fastidiosos, a los escasos de inteligencia, a los despreciables. El malhechor tendrá tanto derecho a tu asistencia como el hombre honrado: prolongarás vidas nefastas, y el secreto de tu profesión te prohibirá impedir crímenes de los que serás testigo.

Tienes fe en tu trabajo para conquistarte una reputación: ten presente que te juzgarán, no por tu ciencia, sino por las casualidades del destino, por el corte de tu capa, por la apariencia de tu casa, por el número de tus criados, por la atención que dediques a las charlas y a los gustos de tu clientela. Los habrá que desconfiarán de ti si no usas barba, otros si no vienes de Asia; otros, si crees en los dioses; otros, si no crees en ellos. Te gusta la sencillez: habrás de tomar la actitud de un augur. Eres activo, sabes lo que vale el tiempo: no habrás de manifestar fastidio ni impaciencia; tendrás que soportar relatos que arranquen del principio de los tiempos para explicarte un cólico; ociosos te consultarán por el solo placer de charlar. Serás el vertedero de sus disgustos, de sus nimias vanidades. Sientes pasión por la verdad, ya no podrás decirla. Tendrás que ocultar a algunos la gravedad de su mal; a otros, su insignificancia, pues les molestaría. Habrás de ocultar secretos que posees, consentir en parecer burlado, ignorante, cómplice. Aunque la Medicina es una ciencia oscura, a quien los esfuerzos de sus fieles van iluminando de siglo en siglo, no te será permitido dudar nunca, so pena de perder todo crédito. Si no afirmas que conoces la naturaleza de la enfermedad, que posees un remedio infalible para curarla, el vulgo irá a charlatanes que venden la mentira que necesita. No cuentes con agradecimientos: cuando el enfermo sana, la curación es debida a su robustez; si muere, tú eres el que lo ha matado. Mientras está en peligro te trata como un dios, te suplica, te promete, te colma de halagos; no bien está en convalecencia, ya le estorbas, y cuando se trata de pagar los cuidados que le has prodigado, se enfada y te denigra. Te compadezco si sientes afán por la belleza: verás lo más feo y repugnante que hay en la especie humana, todos tus sentidos serán maltratados. Habrás de pegar tu oído contra el sudor de pechos sucios, respirar el olor de míseras viviendas, los perfumes harto subidos de las cortesanas, palpar tumores, curar llagas verdes de pus, fijar tu mirada y tu olfato en inmundicias, meter el dedo en muchos sitios. Cuantas veces, un día hermoso, lleno de sol y perfumado, o bien al salir del teatro, de una pieza de Sófocles, te llamarán para un hombre, que molestado por dolores de vientre, pondrá ante tus ojos un bacín nauseabundo; diciéndote satisfecho: “Gracias a que he tenido la precaución de no tirarlo”. Recuerda, entonces, que habrá de parecer que te interesa mucho aquella deyección.

Hasta la belleza misma de las mujeres, consuelo del hombre, se desvanecerá para ti. Las verás por la mañana desgreñadas, desencajadas, desprovistas de sus bellos colores y olvidando sobre los muebles parte de sus atractivos. Cesarán de ser diosas para convertirse en pobres seres afligidos de miserias sin gracia. Sentirás por ellas más compasión que deseos. Tu vida transcurrirá como a la sombra de la muerte, entre el dolor de los cuerpos y de las almas, entre los duelos y la hipocresía que calcula a la cabecera de los agonizantes: la raza humana es un Prometeo desgarrado por los buitres. Te verás solo en tus tristezas, solo en tus estudios, solo en medio del egoísmo humano. Ni siquiera encontrarás apoyo entre los médicos, que se hacen sorda guerra por interés o por orgullo.

Únicamente la conciencia de aliviar males podrá sostenerte en tus fatigas. Piensa mientras estás a tiempo; pero si, indiferente a la fortuna, a los placeres de la juventud; si sabiendo que te verás solo entre las fieras humanas, tienes un alma bastante estoica para satisfacerse con el deber cumplido sin ilusiones; si te juzgas bien pagado con la dicha de una madre, con una cara que sonríe porque ya no padece, o con la paz de un moribundo a quien le ocultas la llegada de su muerte: si ansías conocer, penetrar todo lo trágico de su destino, entonces sí… ¡Hazte médico, hijo mío!”.

Innovación en Cirugía en el British Journal of Surgery

Como miembro del Editorial Board de BJS, me siento especialmente satisfecho por los pasos que está dando la revista para estimular la difusión de la innovación.

En el mes de Enero se ha publicado un número especial, de acceso abierto, sobre innovación en cirugía. Puedes acceder a la revista aquí

Abren el número Dejong y Earnshaw y su resumen es que la innovación es «más necesaria que nunca». Y termina con una declaración de intenciones: «El mundo necesita innovadores que reten las creencias actuales y el BJS se alegra de proporcionar un foro para compartir sus ideas con la comunidad quirúrgica«.

Me han interesado especialmente los siguientes artículos:

Pinkey y Morton nos hablan sobre los nuevos ensayos de técnicas quirúrgicas y la evaluación de las nuevas tecnologías en cirugía.

Beggs y Dilworth revisan el papel de la cirugía en la era de las «ómicas».

Y Cook y Collins analizan el auge del análisis de las bases de datos y llaman la atención sobre sus limitaciones.

En definitiva, el BJS está claramente orientado a la innovación. Antes de nada en su propio modelo. Primero apuesta por el mundo digital y las redes sociales, como demuestra la cuenta en Twitter, @BJSurgery. Además, busca abandonar las fronteras anglosajonas y busca ampliar su impacto en el mundo hispanohablante. De hecho, ya se publican los resúmenes en nuestro idioma.

Cerrar el ciclo de la vida: sueños de la infancia

Randy Pausch fue, sin duda, un ejemplo excepcional de como algunos se enfrentan a la muerte.

A la certidumbre de que todo se acaba.

A la incertidumbre de qué pasará en la vida de los demás después.

Este hombre, en sus últimas charlas, nos dio un ejemplo de como vivir y disfrutar del «hoy».

Los sueños, los sueños de la niñez, cuando se completan, cierran el ciclo de la vida.

¿Cuál es su sueño de infancia?

Melanoma: una cuestión de confianza

Una mujer rubia, de unos treinta años, de grandes ojos azules y más alta que yo, entró por la puerta de la consulta tras escuchar por la megafonía: “Siguiente para la consulta número 10”.

No venía sola, la acompañaba un hombre que por su edad y la semejanza de algunos rasgos faciales debía ser su padre.

Con un gesto les invité a sentarse en las sillas dispuestas frente a mí. Nos separaba una mesa repleta de papeles, en la que descansaba un gran sobre gris con su historia clínica y una pantalla de ordenador, que mostraba la página de un buscador de la red.

– Buenos días Nuria, soy el Dr. Klint. ¿Me puede decir lo que le pasa? – ella desplegó una amplia sonrisa, pero era fingida. Sin duda. Conozco muy bien esas sonrisas fingidas que causan hasta dolor. A él se le veía preocupado y sólo arqueo las cejas en respuesta a mi saludo.

En su primer intento, Nuria no acertó con la respuesta correcta porque “Me envía mi dermatólogo” no guardaba una relación directa con la pregunta formulada. Pero no resultaba nada extraño. Se la notaba muy nerviosa e insegura. Al fin y al cabo, sentarse frente a un desconocido que dice que es cirujano, en cuya hoja de cita se lee Oncología Quirúrgica, y al que hay que contarle todo, todo, todo, a la espera de noticias que se preferiría no recibir, requiere un control más allá del que disponen la mayoría de los seres humanos sensatos que conozco. En cualquier caso, su respuesta a mí me valía para romper el hielo y continuar.

– ¿Y por qué fue a su dermatólogo?

– Pues porque desde hace años, desde la infancia, ¿no papa?, tengo este lunar junto a la rodilla. Mire, mire – me dijo levantándose de la silla, subiéndose la falda y bajando el panty negro con blonda hasta la raíz del muslo derecho, justo por encima de la articulación.

– Espere, no hace falta. Luego la exploraré – repliqué, mientras su padre le hacía un gesto con la mano para que se sentase.

Y ella continuó:

– Nunca me había molestado pero este verano, mientras estaba en la playa, empecé a notar que crecía un poco, me picaba y sangró en un par de ocasiones.

“Chica lista” pensé. Con esta información respondía a las tres preguntas básicas esenciales de toda historia clínica bien hecha: ¿qué le pasa?, ¿desde cuándo?, ¿a qué lo atribuye?

– Por eso fue por lo que acudí al dermatólogo. Y me miró, me dijo que no tenía ninguna duda, que eso era un melanoma y que tenía que venir a verle a usted.

– ¿Sabe usted lo que es un melanoma? – le pregunté para poder saber cuanta información tenía la paciente y hasta donde tenía que llegar yo.

– Pues como no me dijo nada más, me quedé con la duda. Me fui a Internet y he leído que es un tumor maligno de la piel – respondió tomando aire profundamente, para luego quedar completamente en silencio. Y es que afrontar en voz alta por primera vez el diagnóstico requiere mucha energía.

– Bien. Sí, un melanoma es un tumor maligno, pero de momento tiene que estar tranquila. Todavía tenemos que investigar más cosas. Cuando tengamos esos resultados podremos planear su tratamiento para intentar curarla.

Nuria se había liberado de toda la angustia después de la declaración de su enfermedad, como si durante todos estos días, esperando la visita, hubiera estado almacenándola en su interior, poco a poco, en noches sin dormir, en mañanas sin desayunar, en horas de trabajo sin interés. Quizás había sido algo prematuro ofrecerle un diagnóstico sin disponer del resultado de una biopsia de la mancha negra de la piel, pero era bien cierto que cabían pocas dudas de que aquella lesión era un melanoma maligno.

Después de preguntarle por sus antecedentes médicos personales y familiares, sobre si tomaba mucho el sol y habría sufrido quemaduras cutáneas o si tomaba algún tipo e sustancia tóxica, había que pasar a realizar una exploración.

– Nuria, tengo que hacerle una exploración física. ¿Puede pasar ahí detrás y descubrirse? Tendré que ver cómo es el lunar y si hay otros.

Se levantó de la silla y se escondió tras la mampara que ocultaba la camilla de exploración. Me aseguré de que estaba preparada y, entonces, procedí a informarla de lo que iba a hacer y el motivo, mientras avisaba telefónicamente a la enfermera de la consulta para que me ayudase. Las exploraciones físicas en general, pero algunas más comprometidas como la exploración corporal completa por melanoma en particular, pueden derivar en situaciones desagradables para el paciente y el médico. Por ello, se requiere una información adecuada antes de realizar ninguna maniobra y también es muy recomendable que esté presente una enfermera.

La exploración corporal total en pacientes con sospecha/diagnóstico de melanoma debe ser muy minuciosa. A Nuria habría que explorarle toda la piel, también las mucosas accesibles, como la vulva y la región perianal, la boca, las uñas. Buscaríamos otras lesiones. Podrían ser otros melanomas no relacionados, lo que llamamos tumores primarios, o extensiones procedentes del tumor primario que había tenido en la rodilla, lo que conocemos como metástasis.

Además, habría que explorar ciertas zonas del cuerpo por donde se podía haber diseminado el tumor, a la búsqueda de ganglios linfáticos aumentados de tamaño, lo que sugeriría que las células malignas habían avanzado por los vasos linfáticos hasta almacenarse allí. En el caso de Nuria, como el tumor estaba por debajo de la rodilla derecha, había que buscar los ganglios en la parte posterior de la rodilla, el hueco poplíteo, y en la región inguinal derecha.

El lunar ya no era un simple lunar, era una mancha muy negra, en diferentes tonos que en alguna zona viraban al marrón oscuro, con alguna costra pero sin pérdida de tejido, es decir, no estaba ulcerada. Se elevaba algo sobre la piel circundante, como un pequeño montículo, con unos contornos irregulares y un halo de piel más clara. Su tamaño aproximado era de un centímetro de diámetro. Evidentemente, el diagnóstico de presunción era correcto pero había que obtener una biopsia con dos objetivos: confirmar el diagnóstico y definir la extensión vertical del tumor en la piel. Conocer esa información era clave para definir el tratamiento.

Tras una inspección visual detallada, el resto de la piel no mostraba ninguna lesión sospechosa y, a la palpación, ni en el hueco poplíteo ni en la ingle derecha encontré ningún ganglio linfático de mayor tamaño que sugiriera la presencia de tumor. Al menos, esa era una buena primera noticia, que Nuria tomó con indisimulada alegría, mientras volvía a ponerse la ropa.

Al sentarse de nuevo en la silla, miró primero a su padre, le dedicó un gesto de cariño y, a continuación, clavó sus ojos fijamente en los míos antes de preguntarme:

– Doctor, ¿y ahora que vamos a hacer?

– Pues a partir de aquí, tenemos que diseñar un plan. Primero, quiero quitarle ese lunar con anestesia local y enviarlo a analizar. Ese procedimiento quirúrgico es bastante sencillo, sólo requiere anestesia local y se hace de manera ambulatoria, es decir, viene usted al hospital, entra al quirófano, le quito el lunar e inmediatamente después se va usted a casa. Podrá seguir con su vida normal, sin limitaciones. Y luego, a la semana siguiente, nos volveremos a ver en esta consulta para retirar los puntos de sutura y comprobar el resultado de la biopsia.

– ¿Me dará muchos puntos? – me preguntó, con la común ansiedad que lleva a los pacientes a preocuparse de algo de menor importancia, como manera de reducir la incertidumbre ocasionada por un problema más grave. Este era un buen momento para dar la información necesaria que le permitiera a la paciente conceder un consentimiento informado para llevar a cabo la intervención.

– No debe preocuparse por eso. Créame, los cirujanos no solemos fijarnos mucho en la cantidad de puntos que damos, pero haré todo lo posible porque le quede una cicatriz que ni se le note.
Y continué contándoles lo que ya había hecho tantas otras veces, que si este es un procedimiento menor, con un riesgo muy bajo, que en la mayoría de los casos se limita a una pequeña hemorragia fácil de controlar o un pequeño hematoma alrededor de la cicatriz, que luego desaparece solo; que si la posibilidad de que surja una infección en esta intervención, que se considera una cirugía limpia por no entrar en contacto con secreciones que contengan bacterias, es mínima; y, finalmente, que en lo referente a la cicatrización, existe un riesgo de que aparezcan complicaciones de la cicatriz: cicatriz dolorosa, hipertrófica o queloide. En eso influyen factores que están más allá del control del cirujano y que son propios de cada enfermo y de su proceso de cicatrización.

Al finalizar la larga charla, Nuria me sonrío. Esta vez con mucha más luz en su mirada. Y al “¿tiene alguna pregunta?”, negó con la cabeza. Por fin, ¡me había sonreído de verdad!, sinceramente. Lo había conseguido. No tuvo que esforzarse para hacerlo. Había conectado con ella. Claro que aún habiéndoles ofrecido la posibilidad de detenerme para responder a sus preguntas y de haber obtenido su negativa, mientras preparaba los formularios para organizar el procedimiento quirúrgico, tanto el padre como Nuria me hicieron un interrogatorio sobre el día, la hora, las condiciones de la intervención…Mi impresión es que lo hacían por dos razones distintas. La primera era romper el incómodo silencio que se interponía entre nosotros mientras yo escribía. La segunda, su necesidad conocerme mejor y familiarizarse conmigo. Y ambas me resultaban igualmente comprensibles.

Cuando la encontré en la sala de espera del área prequirúrgica, estaba nerviosa. Lo sé porque le tembló la mano al extenderla. Es un detalle al que suelo prestar atención, porque algunos pacientes tienen una gran destreza para ocultar sus emociones bajo expresiones faciales de cordialidad. Pero el lenguaje corporal les delata. Tras una breve charla, la dejé con la enfermera que le ayudaría a prepararse. Me volví al quirófano.

La vi de nuevo tumbada ya sobre la mesa quirúrgica, tapada únicamente con una sábana blanca y con la placa adhesiva del bisturí eléctrico pegada al muslo derecho. Mi ayudante y yo llevábamos puesto gorro, mascarilla, bata y guantes estériles. Nos quedaba desinfectar el campo quirúrgico con povidona yodada. Es ese líquido marrón que muchos utilizan indebidamente para limpiar las heridas. Luego cubriríamos el resto con paños quirúrgicos estériles, de manera que sólo la zona sobre la que íbamos a intervenir quedara expuesta.

– Sentirá un pinchazo y luego un poco de dolor. Es la anestesia local que le vamos a inyectar – le dije mientras cogía una jeringa llena de un líquido transparente con la mano derecha.

– Vale doctor, yo aguanto muy bien el dolor.

– De todas formas, va a notar como hurgamos y que tiramos de la piel. Pero si es dolor, me avisa y le pongo más anestesia.

– De acuerdo – dijo.

Fui inyectando pequeñas cantidades del anestésico local, una sustancia que bloquea la transmisión eléctrica en las terminaciones nerviosas que conducen el dolor. Poco a poco, con pequeños volúmenes de fluido, anestesié una zona de unos dos centímetros de diámetro alrededor del lunar. Esperé unos minutos y tomé el bisturí en la mano derecha. Mi ayudante sujetó la piel y me dispuse a cortar la epidermis creando una forma de ojal alrededor del lunar.

– ¿Le duele?

– Nada, doctor. No siento nada.

Resultó una intervención sencilla, quitamos una porción de algo más de un centímetro de piel alrededor de ese oscuro lunar y aproximamos los bordes cutáneos con una sutura de hilo de fina seda para conseguir la mejor cicatrización. Todo el procedimiento se desarrolló sin ningún contratiempo y Nuria abandonó el quirófano por su propio pie, acompañada por un celador. Antes de despedirme de ella le había dado unas cuantas indicaciones simples sobre los cuidados postoperatorias antes de que nos volvieramos a ver. Tenía que dejar la herida quirúrgica cubierta con un apósito impermeable durante 24 horas. Después podría quitárselo, lavar la herida con agua y jabón, y asegurarse de que quedaba totalmente seca. Cuanto más tiempo pudiera tener la herida aire, mejor. Para el dolor podría tomar uno de los calmantes habituales durante tres o cuatro días. Finalmente, le recordé que debía pedir cita para vernos en la consulta a la semana siguiente.

– Muchas gracias, doctor – dijo extendiendo su mano derecha para estrechar la mía, a la vez que yo me apresuraba a despojarme de los guantes estériles para responder al saludo

– No hay nada que agradecer

– Le volveré a ver la semana que viene – y se volvió para tomar la salida.

Esta vez entró a la consulta sola, con más energía, sin signos de ansiedad en el rostro.

– Doctor, ¡Buenos días!

– ¿Qué tal todo? – le respondí. Esta vez no extendió su mano, sino que acercó su cara para hacer chocar nuestras mejillas.

– Sin problemas. Hice todo lo que me indicó y no he tenido complicaciones. ¿Tiene ya los resultados? – lo dijo todo seguido, sin dejarme tiempo a replicar.

– Sí, los recibimos ayer. Aquí están.

– Dígame que no tengo nada – me suplicó.

– Bueno, efectivamente su dermatólogo tenía razón. La biopsia confirma que el lunar era un melanoma.

– ¿Y eso qué significa? – ella ya sabía las implicaciones del diagnóstico porque se había informado con anterioridad por internet. Pero esperaba unas palabras que la indicaran que se había equivocado, que lo que había leído no era cierto.

– Pues que al ser un tumor maligno, tiene dos riesgos principales. El primero es que vuelva a aparecer en la zona de la que se lo quitamos. El segundo es que se extienda a distancia.

– ¿Metástasis? –. Sonó a interrogatorio. Su mirada se volvió acuosa.

– Es un riesgo que puede existir. Pero ese riesgo depende de varios factores y el principal es la profundidad de invasión del melanoma en la piel. Y eso también nos lo dice la biopsia – y callé para releer el informe.

– ¿Qué otros factores influyen?

– Pues si hay extensión a los ganglios linfáticos o a distancia en el momento del diagnóstico, que el tumor estuviera ulcerado, la localización y el tamaño del tumor y el estado general del paciente.

– Y yo ¿tengo ganglios? Mi lunar no tenía ninguna úlcera y estaba en el muslo y era pequeño y yo estoy sana – se comía las palabras.

Me sorprendió que hubiera venido sola. Era un momento mucho más importante que la primera consulta. Ahora había que afrontar un diagnóstico con certeza y decidir asuntos importantes sobre el plan de tratamiento. Así que decidí detener la conversación, ponerme las gafas y repasar el informe de la biopsia. Quería ganar tiempo para mí y, sobre todo, para que ella.

– ¿Ha venido sola?

– Sí, doctor. No me sentía bien con mi padre aquí. A mi madre prefiero no hacerla pasar por esto y no tengo hermanos. Si se pregunta por amigos o pareja, tampoco. Es algo que quiero afrontar sola. Así que, ¿qué me dice?

– Veamos, lo más importante que tenemos que valorar es la invasión del melanoma en profundidad. Para eso, hay dos escalas habituales, cuyos nombres no le dirán nada.

– Por favor, prefiero que me lo cuente. Me gusta saber todo sobre lo que me pasa. – me replicó casi agresivamente.

– De acuerdo, Nuria. Pues nos guiamos por la clasificación de Breslow, que nos la profundidad de invasión en milímetros.

– Y el mío, ¿cómo va de Breslow? – me preguntó, retorciéndose en la silla y cruzando las piernas a la vez que se inclinaba hacia adelante.

– Sabemos que el riesgo de extensión a distancia del melanoma es muy bajo cuando el espesor de la invasión es menor de 0.75 mm dentro de la dermis, intermedio cuando oscila entre 0.75 mm y 4 mm, y muy alto cuando es mayor de 4 mm.

Nuria deseaba ir más deprisa. Parecía dispuesta a recibir las malas noticias como un boxeador que ha bajado la guardia. Uno detrás de otro y al mentón. Pero me resistía porque la entereza suele fingirse.

Quería que se tomara su tiempo y fuera asimilando poco a poco lo que estaba por venir.

– Pero no me ha dicho nada del mío. ¿Cuánto era mi melanoma?

– Pues tenía una profundidad de 0.9 mm – no era la mejor noticia posible, pero si que resultaba bastante favorable. Con este espesor, el pronóstico era bueno.

– ¡Me voy a morir! – dijo y la mirada acuosa se convirtió en llanto desconsolado.

– Nuria, no hay nada que nos indique que usted se va a morir de esta enfermedad. Así que tranquila, respire profundo y tranquilícese – quise que mi voz sonara firme pero próxima, sin ninguna intención de detener su llanto. La expresión de sus sentimientos me parecía imprescindible.

Aunque seguía llorando, escuchaba mis explicaciones sobre las pruebas que pensaba pedirle y a la vez se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel que había sacado del bolso. Fui rellenando los volantes de la analítica, de la tomografía computarizada y, finalmente, llegó el momento de explicarle la necesidad de investigar si el tumor podía haberse extendido a los ganglios de la ingle.

– ¿Otra biopsia? ¿Ganglio centinela? ¿Qué es eso?– preguntó entre sollozos

– Sí. Es recomendable saber si el tumor se ha extendido a los ganglios linfáticos y para ello buscamos el primer ganglio al que llegaban los conductos linfáticos desde el tumor.

– ¿Pero cómo puede ser? – me reprendió – Cuando me hizo la exploración en la visita anterior me dijo que no tenía ganglios.

– Los ganglios están siempre ahí. Cuando están aumentados de tamaño nos hacen sospechar. Sin embargo, lo contrario no es cierto. Es decir, que sean pequeños no excluye que no haya células malignas en su interior.

Por sus gestos con la cabeza deduje que había entendido mi explicación. “Pues tendré que hacérmelo” dijo y yo, sin entrar en más detalles, continué rellenando los volantes de la solicitud para el Servicio de Medicina Nuclear. Una vez hube terminado, vinieron las explicaciones detalladas sobre las pruebas de sangre, el escáner y la biopsia del ganglio centinela. Para esto último tendría que venir e ingresar en el hospital. El mismo día e le inyectaría una sustancia radiactiva alrededor de la cicatriz y con una cámara especial se detectarían las vías linfáticas y el primer ganglio. Desde el Servicio de Medicina Nuclear, donde se hacen estas pruebas, la llevaríamos al quirófano y bajo anestesia local y sedación, procederíamos a localizar el ganglio con un dispositivo que detecta la radiación y luego lo extirparíamos.

– ¿Me tendré que quedar ingresada?

– No – le respondí – Se quedará en una sala de observación y, si no surgen complicaciones, en un par de horas podrá irse a casa. Pero eso sí, deberá venir acompañada.

– ¿Y los resultados? ¿Qué pasará con el ganglio?

– Lo mandaremos a analizar con técnicas especiales. Tendremos el resultado después. Aquí en la consulta. Si sale negativo no será necesario hacer nada más. Sólo un seguimiento periódico.

– ¿Y si sale positivo?

– Entonces tendríamos que volver al quirófano para extirpar todos los ganglios de la ingle y eliminar todas las células malignas que pueden encontrarse en ellos.

– Eso no suena bien – replicó Nuria, con una ostensible mueca de desagrado en el rostro.
Cuando hube rellenado los volantes se los entregué, le di las últimas explicaciones, firmó el documento de consentimiento y me despedí hasta el próximo encuentro en el quirófano. Nuria se deshizo del pañuelo de papel en el cubo que estaba junto a la puerta y desapareció.

Los médicos del Servicio de Medicina Nuclear localizaron un ganglio centinela en la región inguinal derecha. Tardaron escasamente treinta minutos en detectar la acumulación del trazador radiactivo en la zona. Marcaron la piel de Nuria con dos cruces hechas con un rotulador y la acompañaron al quirófano porque necesitaríamos de su ayuda para realizar la intervención.

– Hola, Doctor. De nuevo aquí – me saludó tumbada en la cama de quirófano.

– Hola Nuria. Me alegro de verte – La tuteé por primera vez.

– Pues yo preferiría no verle nunca más.

– Vaya, veo que me tienes aprecio

– No se lo tome a mal, Doctor. Compréndame – mantuvo la distancia.

– ¡Por supuesto! – exclamé. Y sin más, exploré la zona quirúrgica en la ingle de Nuria.

La preparación para la intervención no fue muy distinta a la de la primera vez, salvo que en esta ocasión todo el equipo se desinfectó las manos, se vistió con batas estériles y cubrió el campo quirúrgico completamente con paños quirúrgicos. Además, un anestesiólogo canalizó una vena periférica, en la mano izquierda de Nuria, por la que le iba a prefundir una medicación que la mantendría sedada a lo largo de toda la intervención.

– Nuria, va a notar un pinchazo. Es la anestesia local – le anuncié. Pero ella no respondió ya. La medicación intravenosa había empezado a hacer efecto.

Primero quitamos un poco más de piel alrededor de la cicatriz de la extirpación previa del melanoma. Luego, nos pusimos a buscar el ganglio centinela.
Fue un procedimiento sencillo porque no estaba muy profundo. Mediante una sonda gamma, un sensor montado en un dispositivo en forma de lápiz que detecta la emisión de radiación y emite un pitido de frecuencia proporcional a la intensidad de la misma, localizamos el ganglio y en pocos minutos estaba extirpado.

– ¿Ya está? – preguntó Nuria incrédula al volver del sueño.

– Sí, ya está. Todo ha ido bien.

– Muchas…- y no terminó la frase. Los celadores la estaban pasando desde la mesa a la cama para llevarla a la zona de recuperación postanestésica. Nuria dormitaba tranquila.

Mi impresión fue que el ganglio no estaba agrandado. Debía medir algo menos de un centímetro y a simple vista no mostraba signos de invasión tumoral. No era de ese color negro que se observa en los ganglios colonizados por células del melanoma. Claro que eso no era suficiente para descartar que el melanoma se hubiera extendido. Habrían de estudiarlo microscópicamente en el Servicio de Anatomía Patológica a la búsqueda de diminutos focos tumorales que no fueran visibles a simple vista. Y eso fue lo que le conté a su padre, que la esperaba fuera y que la acompañaría a casa cuando un par de horas después la diéramos de alta.

– Bueno, usted dirá – me inquirió plegándose la falda y sentándose frente a mí en la silla de la consulta, sin ni siquiera dar tiempo a un saludo protocolario. De nuevo, venía sola.

– ¿Ha tenido algún problema en estos días?

– Ninguno. Sólo he estado dándole vueltas al resultado de la biopsia

– Pues quiero ver las cicatrices y quitarle los puntos

– Pues yo prefiero que me de primero el resultado -. Nuria no quería esperar
Desplegué el informe de la biopsia de la piel y del ganglio que enviamos para estudio. Me puse las gafas y leí las conclusiones del informe en voz alta. Me ahorraría los detalles técnicos porque no añadirían ninguna información relevante. “Cicatriz cutánea sin signos de tumor residual. Ganglio linfático con linfadenitis reactiva sin metástasis”.

– ¿Qué quiere decir? – me preguntó

– Que está libre de tumor. Que el melanoma no se ha extendido al ganglio y que, por tanto, el riesgo de que esté presente en otros ganglios de la zona es prácticamente nulo.

Al escuchar mis propias palabras sentí una inmensa alegría. Aunque nunca hubiera tenido un tumor maligno comprendía el sufrimiento por el que había estado pasando Nuria. No era lo mismo. Nunca puede ser igual. Por mucha empatía que despleguemos, el enfermo es el que tiene la enfermedad. Pero después de tantos otros pacientes y de ser testigo de tanta angustia, sabía como sentía cada uno de ellos. A lo largo de los años, mis pacientes me habían enseñado. Y yo había intentado aprender.

Accidentes del alma

¿Hasta dónde te puede llevar el deseo? ¿y la pasión? ¿y el dolor?

Una de las cosas buenas de ser cirujano es que, de vez en cuando, compruebas de primera mano que te pueden llevar a cualquier sitio. Bueno o malo. Matar o morir.

Imaginen a una mujer joven, al principio de la treintena, que por un enfrentamiento con el hombre al que ama decide tomar una medida radical: beberse un vaso de ácido sulfúrico para terminar con la historia.

Por suerte o por desgracia no consiguió su objetivo, pero sí terminar con todo el esófago absolutamente abrasado. No había manera de que consiguiera tragar nada. Una sonda conectada a través de su pared abdominal al yeyuno era su vía de alimentación.

“El amor es dolor” dicen los románticos…”Este amor se ha cobrado el peaje conmigo…”

El otro día, antes de entrar al quirófano, cuando me senté al borde de su cama para presentarme, me dijo: “Doctor, tengo mucho miedo”.

Estuvimos ocho horas operándola. Su esófago había adquirido una consistencia pétrea. Le abrimos el abdomen, decidimos entre el colon y el estómago como sustitutos y, al final, optamos por el último. Luego el tórax. Ligamos la ácigos y disecamos el esófago hasta el estrecho torácico superior.

Finalmente, desde el cuello completamos la disección, y con una mano metida por la toractomía y la otra tirando por el cuello, conseguimos sacar el esófago y llevar el tubular gástrico hasta la región cervical, donde hicimos una anastomosis termino-lateral, manual, monoplano, con sutura trenzada reabsorbible.

Al día siguiente estaba ya extubada en la UCI. Le costaba hablar, como consecuencia de la manipulación cervical, pero tuvo fuerzas para decirme que ya estaba menos asustada, aunque agobiada por los tubos y sondas que entraban y salían de sus cavidades y orificios.

Todos esperábamos que nuestra paciente se sobrepusiera a este accidente del alma. Físicamente. Emocionalmente más.

Después de todas estas cosas, casi he perdido la capacidad de disgustarme. No merece para nada la pena.

Es mucho mejor reir, reir, reir…y disfrutarlo todo.

Libby Zion: la chica que murió dos veces y cambió la medicina americana

Como siempre, todo este interés público y mediático por las implicaciones en la seguridad de los pacientes empezó en Estados Unidos y más concretamente en Nueva York, por el afamado caso de Libby Zion: la tragedia que cambió la medicina norteamericana.

Libby era una “american princess” de 18 años, en su primer año de college, con una historia de depresiones y un consumo habitual de cocaína, en volúmenes superiores a la cantidad que circula en muchos bares de copas un jueves por la noche en Madrid.

Pero sobre todo, lo que resulta más importante para sus efectos sobre el caso, es que su padre era Mr. Sidney Zion, uno de los periodistas y abogados más afamados de la ciudad.

Libby murió en la mañana del 5 de Marzo de 1984 en el New York Hospital y eso desató una batalla legal de la que fuí testigo durante una rotación como residente de 4 año en Boston.

Ya saben que Court TV gusta de transmitir estos juicios en tiempo real.

El juicio se inició en el otoño de 1994, y según pude ver por la televisión por cable, los abogados de la acusación del caso Zion vs. New York Hospital basaban sus argumentos en que la muerte de Libby fue causada por el cansancio de la residente de guardia (Dra. Weinstein), cuyo error fue la administración de un calmante (Demerol), aparentemente contraindicado en una paciente en tratamiento con un antidepresivo (Nardil).

La verdad es que Libby había mentido sobre la medicación que estaba tomando y sobre su consumo de cocaína justo antes de su ingreso. Por otra parte, su «primary care physician» no fue capaz de transmitir correctamente las medicaciones que había prescrito a la paciente y, por supuesto, la residente no tenía toda la supervisión que hubiera sido de desear (su supervisor era el R2, Greg Stone).

El 6 de Febrero de 1995, el jurado determinó que el New York Hospital no era responsable de la muerte de Libby, la cual había mentido manifiestamente a los médicos a su ingreso. Sin embargo, tres médicos fueron declarados culpables de negligencia y responsables de la muerte, al 50% con la fallecida. Por ello, se debían pagar $750.000 a la familia Zion por su dolor y sufrimiento .

El 1 de Mayo de 1995, el juez desestimó la conclusión del jurado sobre la responsabilidad al 50% de Libby en su muerte porque habían recibido pruebas sobre su consumo de cocaína de manera inadecuada. Y, finalmente, en 1997 se redujo la indemnización a $350.000.

Desde el punto de vista de los residentes, el caso Zion fue la chispa que inició el debate sobre la forma en que se realizaba su entrenamiento en los hospitales norteamericanos y las repercusiones sobre la seguridad de los pacientes. El estado de Nueva York reguló las horas de trabajo de los residentes con la llamada «Libby Zion law«.

Dicho esto, hay que recordar que el límite de horario actual de los residentes en USA es de 80 horas semanales…

Nota: Sidney Zion murió en 2009, de un cáncer de vejiga

¿Han perdido un paciente alguna vez?

A Rafa. Todavía tengo tu teléfono

Seguro que todos hemos perdido a un ser querido, bien sea por accidente o enfermedad. Pero pese a la proximidad emocional, ustedes no se habrán sentido directamente responsables.

A los cirujanos eso no nos pasa. Casi todos, si nos dedicamos a esto de verdad, tarde o temprano, experimentamos personalmente la angustia de perder un paciente. Puede ser alguien muy conocido y próximo. O no.

Ahora mismo no encuentro palabras para explicarles lo que se siente. Sólo puedo decir que no es miedo. Más bien una tremenda, absoluta e indescriptible desolación.

¿Se atreverían ustedes a experimentarlo? ¿Se atreverían a arriesgarse?

Yo he perdido muchos, pero uno de ellos se había convertido en un gran amigo. Era una de esas personas que te encuentras con el paso cambiado y te preguntas ¿por qué no le encontré antes?, ¿por qué no tuve más tiempo para haber disfrutado de su compañía?

Le operé dos veces y sufrí las dos. No sé si le acompañé yo a él o él a mí. Pero todos los lunes me esperaba frente a la puerta de la consulta.

Semana tras semana.

Mes tras mes.

Y cada día que le veía ahí, sentado en la silla, sabía que era una semana menos para compartir.

Me mentía, como los enamorados mienten para gustar al otro. Me mintió sobre su vida. Me ocultó una parte importante de lo que había experimentado en justa reciprocidad por lo que yo le mentí a él sobre el futuro.

Estuve con él hasta el momento en el que se llevaron su féretro al incinerador del cementerio de la Almudena. Y ahora conservo el libro que escribió sobre la comunicación de masas encima de la mesilla, junto a mi cama. Me lo dedicó el 13 de Abril de 2004: con afecto y gratitud.

¿De verdad se atreverían?

Matar a un cirujano

Hace unos días, desde el Brigham’s and Women, saltaba la noticia al mundo. Un cirujano cardiovascular había sido tiroteado en una planta de hospitalización.

¿Qué pudo haber pasado para llegar a un asesinato y un suicidio en uno de los buques insignia de la Facultad de Medicina de Harvard?

El Dr. Michael Davidson, de 44 años, recibió dos tiros de un desconocido. O no.

Davidson había operado a la madre del asesino, Mr. Pascieri, poco tiempo antes. Este, después de disparar al cirujano, se suicidó en el mismo hospital.

Odio, rencor, frustración, impotencia…

Y esto no sólo pasa en Estados Unidos.

Ahora ya podéis leer en el New England Journal of Medicine: Being like Mike

La soledad del cirujano

¿Se han sentido alguna vez solos? No me refiero a faltos de compañía.

Me refiero a estar cara a cara frente a la nada.

Es esa sensación de vacío y silencio, en el momento en el que ya no valen las guías ni las sesiones clínicas, ni las opiniones de sus compañeros más expertos.

Es la soledad de un individuo que tiene que tomar una decisión sobre la vida de otro, en cuestión de segundos, cuando pasa lo que nunca debería haber pasado. Cuando estás aterrorizado, pero sabes que no puedes abandonar.

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Meto una pinza detrás del páncreas, lo despego de la porta y…

«¡Joder! ¡He roto algo!»

Todo se llena de líquido rojo.

Tibio.

Intento apretar para que pare.

A ciegas.

Pero se rasga más.

«¡Me cago en la puta!» – el miedo me hace gritar.

Un lago viscoso empieza a asomar por la laparotomía y es visible hasta para el anestesista, que no para de pasar más volumen de solución cristaloide, porque la tensión cae bruscamente.

Me mira.

Los ojos del pavor.

Hay agitación y nerviosismo.

Por todas partes.

Y muy dentro de mí.

«Lo siento. Lo sé. ¡Lo siento!»

Aquí ya no hay medicina basada en la evidencia que valga.

«Hay que hacerse con esto» pienso

– ¡Va a sangrar mucho! – se me escucha. – ¡Mucho! ¡Qué no se mueva ni dios! ¡Lo cojo yo!

Pero dentro de uno, todo empieza a ir deprisa.

Y estás solo.

Te pitan los oídos.

Te tiemblan las piernas.

Pero estás solo.

No puedes decírselo a nadie.

Pero casi ni te sujetan, están sin fuerza.

El corazón va más deprisa.

Muy deprisa.

Galopa.

Cuando respiras casi duele.

El aire quema.

Ahora ya no pitan, sólo te zumban. Los oídos.

Todos los sonidos que no vengan de tu cabeza ni se escuchan. Son como susurros sin sentido.

Estás solo.

O lo controlas o se acaba todo.

¡Estás¡ ¡Pero solo!

A esa soledad me refiero.

A ese agujero negro agotador.

En ese vacío, algunos aprenden a diferenciar lo principal de lo accesorio.

Otros pueden verme el corazón latir a través del pecho.

Acusada

Era un caluroso verano. Como todos los veranos. Salía del quirófano después de haber intervenido a una paciente con un gran tumor papilar de tiroides. Ninguna incidencia. La familia esperaba en la sala habilitada para la información y hacia allí se dirigió.

Tras contarles lo que había hecho y el curso postoperatorio que se preveía, pensó que era momento de volver al despacho para terminar el papeleo de su nuevo puesto de profesora asociada. Abrió la puerta con una mano y se retiró el gorro de quirófano con la otra. Pero al ir a salir hacia el pasillo se encontró con dos agentes de la policia que la esperaban, bloqueándole el paso, con una orden judicial en la mano: “Doctora, está usted detenida”.

A juzgar por la publicidad que había tenido el caso en los medios de comunicación y las pesimistas previsiones de su abogado, estaba segura de que ese momento llegaría. Lo que no podía imaginar es que iba a ser así, en el hospital, según terminaba de realizar una intervención quirúrgica, casi en presencia de familiares de uno de sus pacientes.

Charles Foti, el fiscal general, había hecho de este caso su cruzada personal. Estaba dispuesto a castigar los desmanes acaecidos durante la catástrofe natural que sacudió New Orleans. El objetivo principal era ganarse la aprobación del público y, así, su reelección. Y el hecho de que un médico hubiera denunciado a otros colegas por asesinato, aunque él hubiera decidido abandonar el Memorial Medical Center en una barca mientras el resto de sus compañeros permanecían en el centro atendiendo a los pacientes que no podían soportar un traslado, era una ocasión dorada para demostrar como un funcionario público resultaba tener un espíritu implacable, incluso contra los médicos, la casta intocable en Estados Unidos.

Ya sé que pensarán que los médicos americanos se enfrentan a muchas demandas, pero todas civiles. El procesamiento penal de un médico es un escándalo raramente visto.

¿Quién era ella? La Dra. Anna Pou, otorrrinolaringóloga dedicada a la cirugía oncológica ¿La acusación? Asesinato en segundo grado por algunas de las muertes ocurridas en el Memorial Medical Center de New Orleans después del huracán Katrina.