Con la cremallera en el prepucio

Cuando llegué a Urgencias me dirigí directamente al cuarto de curas. Eran las 4:30 de la mañana y no tenía muchas ganas de perder el tiempo. Me habían llamado para ver a un paciente con una apendicitis y para suturar a otro que, borracho, decía haber sido agredido en la cabeza con una botella.

Al entrar al cuarto de curas, me di cuenta de que iba a tener que esperar. Estaba ocupado.
Uno de mis colegas de guardia se estaba aproximando peligrosamente, sentando e inclinado hacia adelante, al pene de otro individuo que estaba acostado en la camilla y con los pantalones por las rodillas.

– ¿Pero qué haces? le grité.

– Nada, que se le ha quedado la cremallera del pantalón enganchada en el prepucio.

– ¿Y no tienes otra manera de intentar abrirla?

– He descosido la cremallera del pantalón y he tirado de los extremos, pero nada. La tiene ahí, fija.

– Ya veo – repliqué

– Luego lo he intendo con agujas, tijeras, pinzas. Incluso unos alicates…

Mientras tanto, el individuo accidentado asistía a nuestra conversación bastante relajado, por lo que intuí que mi colega, al menos, había procedido a anestesiar localmente la piel. Porque eso debe doler…

– Así que ya no se me ocurre otra solución.

– ¿Y lo vas a hacer con los dientes? No me jodas….Utiliza el bisturí y secciona la piel por debajo de la cremallera. Anda que no sobra piel…

– No hombre, es que estoy intentando ver por donde puedo romper el resbalón y no me he traído las gafas.

La soledad del cirujano

¿Se han sentido alguna vez solos? No me refiero a faltos de compañía.

Me refiero a estar cara a cara frente a la nada.

Es esa sensación de vacío y silencio, en el momento en el que ya no valen las guías ni las sesiones clínicas, ni las opiniones de sus compañeros más expertos.

Es la soledad de un individuo que tiene que tomar una decisión sobre la vida de otro, en cuestión de segundos, cuando pasa lo que nunca debería haber pasado. Cuando estás aterrorizado, pero sabes que no puedes abandonar.

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Meto una pinza detrás del páncreas, lo despego de la porta y…

«¡Joder! ¡He roto algo!»

Todo se llena de líquido rojo.

Tibio.

Intento apretar para que pare.

A ciegas.

Pero se rasga más.

«¡Me cago en la puta!» – el miedo me hace gritar.

Un lago viscoso empieza a asomar por la laparotomía y es visible hasta para el anestesista, que no para de pasar más volumen de solución cristaloide, porque la tensión cae bruscamente.

Me mira.

Los ojos del pavor.

Hay agitación y nerviosismo.

Por todas partes.

Y muy dentro de mí.

«Lo siento. Lo sé. ¡Lo siento!»

Aquí ya no hay medicina basada en la evidencia que valga.

«Hay que hacerse con esto» pienso

– ¡Va a sangrar mucho! – se me escucha. – ¡Mucho! ¡Qué no se mueva ni dios! ¡Lo cojo yo!

Pero dentro de uno, todo empieza a ir deprisa.

Y estás solo.

Te pitan los oídos.

Te tiemblan las piernas.

Pero estás solo.

No puedes decírselo a nadie.

Pero casi ni te sujetan, están sin fuerza.

El corazón va más deprisa.

Muy deprisa.

Galopa.

Cuando respiras casi duele.

El aire quema.

Ahora ya no pitan, sólo te zumban. Los oídos.

Todos los sonidos que no vengan de tu cabeza ni se escuchan. Son como susurros sin sentido.

Estás solo.

O lo controlas o se acaba todo.

¡Estás¡ ¡Pero solo!

A esa soledad me refiero.

A ese agujero negro agotador.

En ese vacío, algunos aprenden a diferenciar lo principal de lo accesorio.

Otros pueden verme el corazón latir a través del pecho.

El Doctor Bond en Urgencias

“Que qué le pasa” repitió a gritos el Dr. Martín, alias Bond.

A la enferma que le había tocado atender tras el pase de visita en Urgencias, a la que nombraban por sus iniciales, no le funcionaba del todo bien el oído. Esta era ya la cuarta vez que empezaba a hacerle la historia clínica, con muy poco éxito. Es lo que suele pasar cuando al deterioro funcional progresivo propio de la edad se le asocia mucha gente entrando y saliendo de las muy concurridas urgencias, más el ensordecedor ruido de las obras a la puerta del hospital.

MLH había llegado al centro dos horas antes, traída por unos sobrinos que la habían encontrado en el sillón de su casa con mucha dificultad para respirar, las piernas hinchadas como botas y la cara congestionada. La anciana, viuda desde hacía 8 años, vivía sola en su casa del barrio céntrico. Las visitas se reducían a las de los hijos de su difunta hermana, un fin de semana al mes, doce veces al año. En la última la vieron como siempre, con buenos ánimos y mal humor. Pero en estos días MLH no se había encontrado del todo bien por culpa de un terrible catarro. No había llamado al médico ni avisado a ningún familiar, aunque había tenido mucha fiebre y dolores articulares. En esas condiciones casi ni se había levantado de su sillón para hacerse la comida.

Bond, bautizado Andrés por sus padres, debía el apodo a su natural tendencia a verse metido en las peores pesadillas, aunque en justicia hay que decir que casi siempre de manera involuntaria. Desde que aprobó el MIR y se incorporó al Servicio de Medicina Interna, su mala fortuna en la asignación de casos le había llevado a rellenar incontables partes de defunción y a ganarse la mala fama de ser un residente “00”. De ahí que sus compañeros prefirieran referirse a él como James Bond o Dr. Bond a secas, el agente número 7 al servicio de su Majestad y con licencia para matar.

Sin embargo, Bond o Andrés, como quieran, no era un médico torpe. Muy al contrario, el Dr. Martín sobresalía por una innata capacidad y disposición hacia la asistencia médica, lo que le hacía destacar sobre el resto de los residentes. No le resultaba difícil practicar la medicina de una manera intuitiva y MLH era una nueva muestra.

Tras una somera inspección ocular, sin ni siquiera haberla interrogado exhaustivamente, inició su hipótesis de trabajo: síndrome del cuello de cantaor de flamenco. Vamos, que el corazón derecho de la ancianita no funcionaba como debía, probablemente desencadenado por el catarro (insuficiencia cardiaca congestiva), y como no era capaz de bombear bien la sangre, ésta se acumulaba en las venas del cuello, que se habían ingurgitado hasta tomar la forma que adquieren en un cantaor de flamenco mientras emite esos “culturales” quejios.

Bond continuó, con muchos esfuerzos, recogiendo la poca información útil que MLH podía proporcionarle sobre sus antecedentes, las medicaciones que estaba tomando en ese momento y sus síntomas. Después de realizar una meticulosa exploración física, con una hepatomegalia de libro sobre la que su profesor de prácticas había insistido tantas veces, solicitó las pruebas complementarias indicadas y pasó a ver al siguiente enfermo. Estaba convencido de la correcta generación de su hipótesis y sólo tenía que validarla.

Durante el mes de enero la “frecuentación” de los servicios de urgencia hospitalarios por pacientes con o sin enfermedades graves adquiere proporciones epidémicas. La solución es la gestión creativa, es decir, la derivación. Todo paciente que no esté demasiado grave puede ser remitido a un centro de apoyo o a su centro de referencia.

Andrés, además de espabilao, estaba bien aleccionado por sus “mayores”, por lo que nunca dudaba en recurrir a su supervisor ante casos “especialmente delicados”. Ahora se trataba de otra señora que, a la tierna edad de 92 años, era víctima de una demencia senil que la mantenía totalmente desconectada del medio. Una simple “indigestión de calendario”, en palabras de sus compañeros de geriatría. De hecho, M, la residente mayor, le había advertido de que la paciente deliraba, seguramente como consecuencia de una sepsis, porque no paraba de repetir que tenía que irse a un concierto de su hijo. Lo decía una y otra vez – “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto” – a todo aquel que pasaba cerca de la camilla. A Bond no le parecía una sepsis.

Después de dedicar media hora a conseguir la historia a través de la familia, porque no le quedaba otra, sintió algo parecido a un ataque de ira cuando uno de los administrativos le informó de que la paciente era de otro área sanitaria y que, por tanto, debía ser trasladada a su centro de referencia. Y, simultáneamente, Andrés había confirmado su sospecha de que la viejecita no deliraba. Su hijo era un famoso músico.

Cuando se metieron juntos en el cuarto de información, las palabras del artista había sido solemnes “Doctor, madre no hay más que una, así que haga todo lo posible por ella. Volveré mañana a preguntar dónde está ingresada porque ahora tengo que irme a un concierto”. La madre del artista no necesitaba un hospital, sólo alguien que la atendiera con cariño durante los últimos momentos de su vida. “¿Qué se cree éste, que hacemos milagros? ¿A los 92 años y en esas condiciones?” – pensó Bond, pero se abstuvo de expresar su juicio moral.

Por supuesto que ante el supervisor no se calló nada y, de manera desapasionada, se lo fue contando todo palabra por palabra, detalle por detalle, pero ni por esas cambió de opinión. La voluntad de un jefe de urgencias es de hierro. Había que derivarla y a él no le quedó otro remedio que tramitar el volante y solicitar una UVI móvil.

Los sanitarios de la ambulancia recogieron a MLH de su “box” y, mientras la levantaban en volandas, la escucharon emitir unos sonidos guturales por debajo de la mascarilla de oxígeno que les sonaron a desaprobación (en realidad, MLH iba farfullando algo así como “¡imbéciles, os tenéis que llevar a la otra!”). “No la hagas ni caso, delira” se dijeron entre ellos y empujaron la camilla con ruedas hacia la puerta de salida, con MLH agitándose y revolviéndose bajo las sujeciones. Ellos sólo cumplían lo que ponía en el volante: traslado a su hospital de referencia; demencia senil.

“Rummmm, rumm, rummm, ruuuuuummmmm” sonaba en la cabeza del conductor mientras los sanitarios embutían a MLH en la ambulancia y cerraban los portones. “¡Qué guapo pilotar este cacharro!. Mi chica va a flipar” y arrancó el vehículo, poniendo a funcionar esa maldita sirena – “ni na ni na ni na ni na” – que hace que los conductores corrientes enloquezcan intentándose quitar de en medio, como pichones atemorizados, cuando en la mayoría de los casos no van en ningún viaje urgente. Aprovechando que el destino era el otro gran hospital del norte en el que trabajaba su novia, le daría una sorpresa.

Bond no podía creerlo. Había vuelto de consultar con la residente de rayos de urgencias y MLH ya no estaba allí. Ni ella ni la camilla ni la historia. Y sin embargo, la madre-del-artista seguía repitiendo “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Reaccionó rápidamente y se fue a hablar con los administrativos. Si, sí, si a MLH no había que trasladarla, era a la otra. Pero alguien había cometido un error y ahora la enferma con las venas del cuello como las de un cantaor de flamenco y su historia estaban siendo transportadas, en compañía, hacia el hospital de la novia del conductor.

No hay clasificaciones para los eventos negativos en un hospital, pero Bond sí tenía la suya. Similar a la que tienen los cirujanos con la hemorragia.

Si no era muy grave la solía incluir en el grupo “¡quién me mandaría venir a trabajar!”. Si era grave pasaba al famoso “¡quién me mandaría levantarme hoy!”. Las situaciones gravísimas solían conllevar un “¡quién me mandaría a mí estudiar Medicina!”. Y las tragedias le inducían un pensamiento del tipo “¡quién me mandaría a mí nacer!”. En este momento Bond había sobrepasado todas las escalas y estaba en el “¡LA MADRE QUE ME PARIÓ!”.

Tal como él había planeado, a pesar de las recomendaciones en contra de sus compañeros de ruta, la chica del ambulanciero flipó al ver como su audaz novio se exhibía dando varias pasadas, a todo gas, por delante de la peluquería donde ella cogía las mechas a las señoras del barrio de Argüelles. Ver al Maxi la erizaba todo, todo, todo, – incluso sentía ganas de ir al baño a vaciar la vejiga – aunque entre sus amigas reconocía que el chaval estaba to pallá. Desde que cumplió los 7, y los Reyes le trajeron una de esas ambulancias del ActionMan, había vivido obsesionado con llegar a tener una “ni na ni na ni na” para el solito. Ambulancia, claro. Ahora trabajaba de conductor en el servicio sanitario, pulía diariamente la carrocería roja, blanca y amarilla, y a ella la llevaba en su Opel Astra tuneado como un vehículo de emergencias. “¡Jode tía! Estoy fascinao”, aunque no era por su cuerpecito “ni na ni na ni na”.

En un descuido propio del momento de satisfacción erótica causado por un beso lanzado por la chica en cuestión desde detrás del escaparate de la pelu, se encontró con un balón impulsado a la calzada por la patada de un hijo-de-su-madre. El Maxi se sobresaltó, pegó un volantazo y consiguió que la ambulancia terminara incrustada contra el kiosco de flores situado en el centro del bulevar. Lo único que no paró fue el ”ni na ni na ni na”.

Al enterarse, el supervisor no pudo contenerse y presa de un ataque de ansiedad gritó “¡me estáis arruinando la vida!”.

Tres ambulancias hicieron su entrada triunfal en Urgencias. En la primera venía el Maxi acompañado de su churri, “¡Tía, cómo ha quedao mi ambulancia! Seguro que no me dejan conducir otra”. En la segunda trasladaban a los dos sanitarios con la cara enrojecida por los air-bags y en la tercera MLH, sin un rasguño pero boqueando como un pececito fuera del agua y gritando entre estertores “asesinos, asesinos”.

Había pocos huecos libres y MLH fue a parar justo al lado de la-madre-del-artista, que al verla llegar le dijo: “Señora, quédese usted aquí que yo me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Bond no daba crédito a su suerte. En menos de una hora había recuperado a su enferma perdida sin haber tenido que pasar por el papelón de dar la noticia de su desaparición a los familiares. Y aún mejor, sin muestras externas de haber sufrido ese lamentable accidente causado por el amor exhibicionista del Maxi.

– Su tía esta bien. Le ha fallado el corazón, que está ya muy cansado, por culpa del catarro, pero con unas medicinas se solucionará todo. Por cierto, si les dice algo de que le han montado en una ambulancia, la han llevado por ahí, ha tenido un accidente y la han vuelto a traer, no se preocupen. Es normal delirar cuando se es tan mayor y se pasa algún tiempo en Urgencias.

James Bond o el Dr. Andres Martín, como ustedes deseen, se dio la media vuelta y entró de nuevo en la sala. Mientras cerraba los ojos pensando “de la que me he librado”, sintió una leve punzada en el lado izquierdo del tórax. “Vamos para allá”.

Suave…

Llego al quirófano con el pijama verde.

Limpito. Y suave.

Una vestimenta que no hace al monje.

Reviso la historia y las pruebas de imagen.

Me presento de nuevo a la enferma, antes de comenzar el “checklist”.

“Doctor, haga todo lo que pueda. Tengo una niña y depende sólo de mi”

Eso ¿dónde lo coloco en el listado?

Laura ya no está

Diciembre de 2008

Nos conocimos hace ya años, cuando ella acababa de sobrepasar la veintena.

«Una cría» pensé la primera vez que la ví.

La enviaba a mi consulta otro colega.

Había sido intervenida de algo que, a primera vista, era aparentemente normal y resultó ser un tumor enorme, que se extendía más allá de su sitio de origen.

Así que la intervine por segunda vez.
Quité parte del intestino.
Y el útero y los ovarios.
Así es la cirugía oncológica.
Se lleva por delante todo lo que pilla.

Laura se recuperó, se sometió a tratamientos muy intensos de quimioterapia, pero seguía viniendo a consulta cada 6 meses.

Hasta que empezó a tener nuevos síntomas y hubo que decidir una nueva intervención.
Esta vez hubo que quitar un implante tumoral de otra zona de su cavidad abdominal.

De nuevo Laura soportó el tratamiento, pero volvió a crecer el tumor y tuvo que aceptar una tercera intervención para intentar extirparlo.

Y la quité el recto, en la que no sería la última operación.

Llevamos entrando y saliendo juntos de quirófano más de cinco años, con una enfermedad que en otros tiempos hubiera acabado con ella en 6 meses.

Ella lucha, nosotros también.

Les hablo de Laura porque la otra noche tuve que ir a Urgencias por un asunto familiar y allí estaba ella, tumbada en una camilla.

A mí era difícil reconocerme, no llevaba nada identificativo.

Intencionadamente.

Pero Laura, al verme entrar en la sala, esbozó una sonrisa.
Me dirigí a ella y me contó lo que le pasaba.
No parecía nada grave, pensé.

Es una manera de aliviar la tristeza.

Laura no ha llegado a los treinta todavía y sigue viviendo pendiente de nosotros, los médicos.
Su vida ocurre alrededor del hospital.

“Pienso en Laura y rio. No lloro. Sé que a ella lo prefiere así..”

Julio de 2009

Laura, la enferma en que tanto piensa Gustavo, se cruzó el otro día en mi camino.

Empujaba un palo con ruedas, de los que sirven para portar los sueros durante los paseos más allá de la habitación.

Su cara de luna llena y un suave acné en la frente mostraban al ojo experto el efecto de los corticoides.

Se desplazaba lentamente y sujetaba la otra mitad de su cuerpo sobre el brazo de su madre.

– Hola Laura – sonreí mientras agarraba sus hombros para darle dos besos
– Hola Doctor ¿Qué tal su amigo el Dr. Klint?
– Bien, de vacaciones en Ibiza. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás ingresada?

Su mirada cayó hacia el suelo antes de recuperar la línea del horizonte, más allá de donde me mantenía yo de pie.

– Es que tengo pequeñas obstrucciones. Además me ha dicho el oncólogo que tengo una pequeña recidiva tumoral en el muñón rectal y varios implantes en el pulmón que han crecido un poco. Aunque ahora con la quimioterapia parecen que se han detenido.
– Entonces, ¿sigues con la quimio?
– Sí, aunque el oncólogo está desesperado y no sabe ya qué ponerme. He consumido todas las líneas…
– Pero si esta funciona…
– Mientras tenga fuerzas seguiré luchando. No me queda otra doctor. Tengo 29 años y llevamos 5 años así desde que usted me operó del cáncer metastásico…

No tenía nada mejor que decir.
Asentí y le dije “Es lo que hacemos todos. Seguimos luchando aunque no seamos conscientes de ello..”.

Luego le di un abrazo y besé sus mejillas hinchadas por los corticoides…

Pienso en Laura y me digo que esto es duro, pero alguien tiene que hacerlo.

Ella me da mil ejemplos cada vez que nos encontramos.

Diciembre de 2009

Hoy he tenido consulta y como todos los miércoles la agenda estaba llena.

No he me dado cuenta del nombre que he anunciado por megafonía hasta que la he visto entrar por la puerta.
Era la madre de Laura.

Se ha sentado frente a mi y ya no la he podido parar.

Ha ido repasando los últimos años de la vida de Laura, de su hija, desde su primera intervención hasta su muerte, en la madrugada de un día que nunca debería haber llegado para una madre.

Cada una de las intervenciones quirúrgicas eran para ella un poco más de tiempo y un poquito más de esperanza.

Pero la última vez que nos encontramos en el pasillo del hospital, esa ocasión que narré aquí, Laura leyó algo en mi mirada.

– Mamá, el doctor me ha mirado como si estuviera sorprendido de seguir viéndome viva.
– No hija, es que el doctor no esperaba verte ingresada todavía.

«Doctor, ella intuyó que usted ya no tenía más esperanza y que se iba a morir”

Reconozco que hoy, de nuevo, aunque sea poco profesional delante de un paciente, he llorado en la consulta.

La Vida es así, pero a veces me duele y me jode.

…Laura ya no está. El mes pasado Laura se fue a donde quiera que ella, los suyos o ustedes deseen creer que se ha ido.

¡Celebrities!

Hit it!

Las caderas empezaron a bambolearse a lo largo de la pasarela.

John estiró el talle.
Se ajustó la perilla.
Llamó al estilista.
Se dio máscara en las pestañas.

Karl se rompió una uña con el abanico.
Estaba hissssssssssssstérica.

Jean Paul llevaba un cono proyectado anteriormente y ajustado a sus glúteos.
Una foto de Madonna le colgaba en la pechera.

Tom, como siempre.
Negro sobre blanco.
Un hombre soltero, en tonos pastel, le colgaba del hombro derecho.

Y Valentino, a lo suyo.
Con sus amigos 60 años más jóvenes que él.

Here comes the hot stepper!

Delirio post-guardia

Debía rondar los 90 años. Le había operado durante una guardia, la semana anterior, por una perforación del colon. Un cáncer. Ya se sabe, la rutina. Ahora cogía mi mano con fuerza y, aunque raramente tengo tiempo como para pararme a charlar con mis pacientes entre quirófano y quirófano, como estamos en agosto me podía dedicar a escucharle. Le devolví el apretón de manos. Era mi forma de decirle que sí, que me quedaba con él, evitando el pequeño inconveniente de gritárselo. Estaba totalmente sordo y casi ni hablaba. Pero ese gesto mío, el de devolverle el apretón de manos, fue como la señal de salida.

Di la vuelta a la silla, me volví a sentar y, apoyando los brazos sobre el respaldo, esperé a que su memoria fluyera:

– Hola, soy Michel Houellebecq
– ¡Nooooo! – exclamé

Me quedé perplejo. Por cinismo, quizás. Pero sobre todo por lo inaudito de la afirmación. La modernidad había llegado a nuestro hospital. ¡Qué digo a nuestro hospital! A nuestra propia planta y en forma de un ancianito en sus últimas horas delirando sobre su personalidad y trayendo en su delirio lo último de lo último en “intelectualidad”. No podía haber elegido mejor y más controvertido personaje, pensé.

– Pues sí, soy Houellebecq, querido Bret – imaginé que me tomaba por mi coetáneo Easton Ellis – y antes de abandonaros me gustaría contarte la verdad. Mi obra, toda mi obra, es una farsa. En realidad, ha sido escrita por un “negro”
– ¡Nooooo! – volví a exclamar
– Sííí. Y escucha bien, su nombre es….- y me susurró al oído.
– ¿Bisbal? ¿De verdad que es Bisbal?
– No seas cínico. Tú no habrías sido capaz de fabular sobre ese lamentable yuppie materialista de American Psycho. Todos sabemos que te la escribió Ana Rosa Quintana cuando estaba en la COPE en Nueva York. Sólo ella podía haberse atrevido a idear una trama tan vulgar…

No pude parar su discurso.

– Pero todo lo que escribió Bisbal se me ocurrió a mí antes, aunque él lo transcribiera…

Sólo soy un gigoló

¡Caballero, o jode usted con formalidad o me levanto! – me dijo la mujer que se sostenía a cuatro patas sobre la cama revuelta, con el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas y la falda remangada en la cintura.

El impertérrito marido, de mirada oscura, permanecía sentado en la esquina del dormitorio, desde donde tenía la mejor perspectiva posible de mi acción.

La queja se debía a que soy multifunción pues, a la vez que empujo y retiro mi instrumento de trabajo del interior de mis clientas, aprovecho para repasar mis composiciones en la PDA.

Sí, soy gígolo, o puto, de profesión, pero la poesía es mi devoción.
Me prostituyo porque tengo que vivir.
Y no veo más honroso vender mi mano de obra en un McDonalds o mi masa muscular como reponedor del Carrefour.
No piensa así el resto de la sociedad.
Es el problema de que el sexo esté tan sobrevalorado.
Hipocresía lo llamo yo.

Doy servicio a quien me lo pide y lo paga.
Y mi chulo es mi maestro.
El me enseña cuanto sé.

Es un poeta afamado, un dandy, un hedonista amante del cine.
Pero no crean, no me chulea con el dinero.
Lo hace con el amor.
Puro amor.
No hay contacto físico entre nosotros.

Mi maestro detesta la carnalidad.
Pero yo le amo profundamente.
Y él se aprovecha de esa energía para crear.
Bueno, y para robarme los poemas que escribo durante los coitos con mi clientela, para luego publicar sus libros de gran éxito de crítica y publico.

Confesaré que, como siga a este ritmo de producción, voy a terminar por necesitar soporte químico y un administrador para que me gestione mis enormes ingresos.
Con perdón.

No me creas, sólo miralo

El croasancito se mete en el probador.

La señora le sigue. Fashionable.

La camisa.

Se la va a regalar a su croasancito.

Camisa blanca.

Con un puño doble.

Hombros anchos.

Talle entallado.

Dolce palpando a Gabbana.

Se estira.

No le hace arrugas.

No como a ella.

El gesto le apergamina la comisura de los labios.

Los suyos.

Los de ella.

Los de la boca.

Tendrá que mojar en algo.

El croasancito

Tiempo

Tenía unas rutinas completamente embutidas en su software mental.
Y esa mañana de su debút televisivo no iban a cambiar.
Aunque se fuera a convertir en el presentador postmoderno de la «gran comunicadora».

Sus rutinas eran adictivas.
Y masturbatorias.
Necesitaba repetir y repetirlas, una tras otra, para sentir placer.

Había pasado horas y horas viendo televisión.
Para aprender.

Todos los días tenía que comer una manzana por el hierro y un platano (la fruta) por el potasio.
Y también una naranja, para la vitamina C.
Y una taza de té verde sin azúcar para prevenir la diabetes.

Se tomaba un mínimo de dos litros de agua distribuidos en sorbitos a lo largo de 24 horas.
(Sí. Y mearlos, que le llevaba el doble del tiempo que consumía tomándoselos).

Siguiendo los consejos de los dietistas que aparecían en las páginas de salud, se metía diariamente un yogurín para tener “L.Cassei Defensis”, que nadie sabe qué coño es, pero parece que si no ingieres un millón y medio de esos putos bichitos al día entras a ver a la gente como borrosa.

También cada día una aspirina, para prevenir los infartos.
Y el dolor de cabeza.
Además, un vaso de vino tinto, para lo mismo.
Y otro de blanco, para el sistema nervioso.
Y uno de cerveza, aunque ya ni recordaba para qué era.
Nunca había probado a tomárselo todo junto, aunque estaba seguro de si lo hacía le sobrevendría un derrame cerebral ahí mismo.

Por supuesto que todos los días tomaba grandes cantidades de fibra.
Mucha, muchísima fibra. Kiwis, plantaben, emuliken, cenat…

En una ocasión, haciendo fuerza sentado en la taza del baño, ejerció tal presión sobre sus cavidades que se le ingurgitaron las venas del cuello como si fuera un cantaor de flamenco y los ojos se le saltaron de las cuencas.
Al relajarse, tuvo la sensación de haber cagado un suéter de Oscar de la Renta.
Era su propia impresión 3D intestinal.

Estaba totalmente concienciado de que había que hacer entre cuatro y seis comidas diarias, livianas, sin olvidarse de masticar cien veces cada bocado.
Haciendo el cálculo, sólo en comer consumía unas cinco horitas.

¡Ah! y lavarse los dientes después. Después de cada comida se lavaba los dientes, o sea, después del yogurín los dientes, después de la manzana los dientes, después del plátano (la fruta) los dientes… y así hasta desgastárselos.
Y pasarse hilo dental, masajeador de encías, traguitos de Listerine…

El sueño reparador era otra de sus rutinas.
Siempre ocho horas.
Y ahora también trabajar otras ocho en la televisión, con esa gran periodista amante del color negro en sus libros.
Más las cinco que emplaba en comer, veintiuna.
Le iban a quedar tres para su libre disponibilidad.

Según las estadísticas, vemos tres horas diarias de televisión.
Bueno, él ya no podría.
Estaría dentro de ella.
Todos los días caminaba por lo menos media hora (Dato por experiencia: a los 15 minutos se daba la vuelta, si no la media hora se le hacía una).

Y luego cultivar las amistades, porque son como una planta: hay que regarlas a diario.
Y cuando te vas de vacaciones también.
Además, y más ahora, debía estar bien informado, por lo que leía por lo menos dos diarios, para contrastar la información.

No se olvidaba de lo importante que era tener sexo con la frecuencia adecuada, pero sin caer en la rutina.
Había que ser innovador, creativo, renovar la seducción.
Eso lleva su tiempo. ¡Y de sexo tántrico, ni hablar! (Al respecto, recordar que después de cada comida hay que cepillarse los dientes).

Visto lo visto, y que a quien realmente deseaba era a su yo interior, la masturbación (el amor propio) era lo más coste-eficiente.

Además, como vivía solo, siempre ahorraba tiempo para barrer, lavar la ropa, los platos.

En total, sus rutinas le llevaban 29 horas diarias.