Dios no se portó bien con él. Porque era creyente.
Resultó evidente, desde un principio, que su vida sería un infierno. Así lo pensó la madre que lo parió mientras le sujetaba por primera vez entre los brazos.
Si la infancia fue dura de soportar, ante la crueldad vestida de inocencia de los demás niños del colegio, la adolescencia fue el infierno. Su cuerpo creció cada vez más deforme.
El se escondía mientras el deseo explotaba en su interior. Pero ellas solo se hubieran fijado para mofarse.
El pingüino con joroba. La mente de un dios encerrada en el cuerpo de una bestia.
Y llegó un momento en su vida, ya adulto, en que se atrevió a dar el paso. Se dejó el pelo largo, llegaron las mechas y los efectos de las hormonas. Las caderas se le ensancharon y las mamas tomaron un volumen suficiente para marcarlas bajo la ropa con lencería apropiada.
Se convirtió en lo que deseaba. En una mujer. Esos seres fascinantes a los que siempre había visto y deseado en la distancia.
Pero él nunca iba a ser una mujer cualquiera. Porque él sólo podía ser una mujer lesbiana.