La ginebra era la única debilidad que se permitía. Pero siempre antes de irse a dormir. No toleraba perder el control. Y menos, que los demás lo supieran. El pulso a veces fallaba y el temblor ya sólo respondía al alcohol. Un secreto.
Había pasado una vida observando seres humanos. Altos, bajos, gordos, delgados, pobres o ricos. Horas para analizarles, entenderles, diagnosticarles y ayudar, en su justa medida, a cumplir sus ansias de un resultado distinto. Pero como mucho había conseguido retrasarlo.
Pensaba. Y repasaba. Uno tras otro.
La pregunta.
La duda.
La risa.
La esperanza.
La tristeza.
El dolor.
Las lágrimas.
La resignación.
La nada.
Nada había sido por casualidad. Todo tenía un fin. Bien era cierto que no siempre había conseguido descifrarlo. Y cuantos se habían cruzado por su vida no lo habían hecho sin propósito. No podía describir en qué les había cambiado a ellos. Pero en su caso, nunca fue igual después de conocerles.
Aunque seguía escapando del pasado, el pasado terminaría por vencer. Lo sabía. Demasiadas cicatrices en un mundo de cuerpos reconstruidos. Aún así, entraba y salía del quirófano día tras día. Semana a semana. Año tras año. Sólo para seguir brindando por un nuevo mundo de dioses y monstruos.