El hombre que se salió del bronce

Cuando se sintió salir de la estatua de bronce, como por efecto de magia, lo primero que descubrió es que no tenía recuerdos.

Se vistió con lo primero que pudo.
Se arregló el pelo, se mesó la barba e inspeccionó el sitio.
No sabía dónde estaba.

Le rodeaban figuras humanas que permanecían inmóviles.
En posiciones imposibles.
Pero la que más le llamaba la atención era la suya propia.

¿Quién le metió ahí dentro?
¿Quién le hizo sólido? De metal.
¿Para qué?

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La altura de su yo de bronce era enorme.
Y la longitud de sus brazos. O el de sus piernas.
El de carne y hueso se notaba infinitesimal junto a su yo duro.
Rígido.
Paralizado.
Reducido a temporal carne su yo inmortal.

Labios rojos como la sangre

Avanzaba con paso lento por la habitación, acariciando con los dedos la tela de los butacones que la llenaban. Le gustaba el tacto.

Hasta que encontró uno. Perfecto de estado, suave, enfrentado a la puerta. El viejo estilo imperial. Viena.

Se fue a sentar. Con dos dedos, el pulgar y el índice, como dos pinzas, se sujetó los pantalones a la altura de las rodillas. Sentía una secreta pasión por la simetría.

Con inusual cuidado, se los subió levemente y se acomodó. Con las piernas separadas. Con pliegues astutamente plegados.

Y se recorrió con la mirada a si mismo, del pecho a los pies. Después, con un giro lento de lado a lado, lo hizo con la habitación.

Esperaba su entrada.

La puerta chirrió al entreabrirse. Un poco. Una pierna asomó. Nada más al principio. La piel blanca. Pero el tiempo se hacía interminable. Cada segundo era una nueva oleada de anticipación. Y detrás un cuerpo. El cuerpo. Dita. Pero del Este. Más del Este. Con una cabellera tan negra como la noche. Y labios rojos como la sangre.

Un cuerpo sin marca, sin defecto, sin grietas. Sin enfermedad.

Se le abrieron las pupilas. Monstruosamente. Como si no quedara luz para iluminarla. Como si su mirada quisiera absorberla, devorarla. Pero el resto quedó inmóvil. Ni una contracción muscular. Ni una mínima vasodilatación palpitante. No le galopó la respiración. Ni el corazón.

¿Qué se puede esperar de un hombre al que ya no le queda nada por vivir?

Sentirse bien.

El lobo se comió a caperucito

No sabía cómo llamar la atención.
Porque para algunos hombres nada es nunca suficiente.
Por eso dicen que existen los Ferraris. Porque hay hombres que creen que sus genitales no tienen el tamaño adecuado.

Así que se dedicó a gritar el nombre del lobo.
Para asustar.
Para que le miraran.

Gritó una y otra vez.
Hasta desgañitarse.
Hasta perder la voz.
Esperando que su abuelito le hiciera caso.
Hasta que el lobo se lo comió.
A él.

Eleanor Rigby, la gente solitaria y la historia clínica electrónica.

Eleanor Rigby entró por la gran puerta de urgencias del hospital. Desde allí miró a la gente solitaria que esperaba en una gran sala.

Cuando llegó su turno, recogió el bolso y se sentó frente al Dr. McKenzie. Ella le puso la cara que guardaba en un tarro, junto a la puerta. Nunca supo para quién la ponía.

Mientras, se preguntaba: Y toda esa gente solitaria, ¿de dónde viene? Y toda esa gente solitaria, ¿de dónde es?

El Dr. McKenzie levantó la mirada y leyó en su memoria las palabras «¿Qué le pasa?» «¿Desde cuándo?» «¿A qué lo atribuye?»

Y ella le respondió, mientras él miraba el teclado:

– Le contaré mi historia. Pero no quiero que la guarde en ese ordenador.

El Dr. McKenzie no pudo creerlo. No habían pensado en una historia clínica que no fuera electrónica. Y menos en una persona solitaria, que no quería su vida en ninguna base de datos automatizada. Pero la ley estaba de su parte. Ella podía negarse.

Eleanor Rigby murió en el hospital y la enterraron con su historia en papel. Nadie fue a su funeral. Excepto el Dr. McKenzie, que limpiaba una tumba donde se leía:

Eleanor Rigby, una persona solitaria, sin historia clínica electrónica.

Honestidad radical

Los impostores cometen imposturas.
Fingen y engañan adoptando una apariencia de sinceridad.
Incluso sus orgasmos son fingidos.

Gritan desgarradoramente.
Son plañideras.
Narran sus miserias como Julio César, mayestáticamente.

A la vez, los estúpidos corean la honestidad.
Reclaman la verdad.
Ellos nunca mienten.
Airadamente, como aquellos jóvenes británicos, exhiben su ingenio para señalar con el dedo los desmanes ajenos.
Mientras, esconden sus miserables comportamientos a los ojos de los demás.
Les excita la honestidad radical. Pero sólo la suya para con los demás. No la de los demás con ellos.

Los impostores se creen listos.
Los estúpidos se creen sinceros.
Los malvados se creen peores.

Culpa

Me han culpado de todo.
De la vida y de la muerte.
De la risa y del llanto.
Del placer y del dolor.

Nunca quise hacer daño.

Me han culpado de que haya luna en el cielo de la noche.
De tener sueños.
De querer volar.

Y aún así lo sigo intentando.
No me pregunto el porqué.
¿Puedo seguir soportando el peso en mis hombros?

Es sólo un intento.
Quiero entender.
Comprender.
Por poco tiempo ya.

¿Demasiado pronto?
¿Demasiado rápido?
¿Quise demasiado?

Me juzgarán.
Y me preguntaré si merece la pena seguir intentándolo.

Me culparán por todo.
Por la vida y la muerte.
Por haber reído y llorado.
Por haber sentido placer y dolor.

Seguiré sintiendo el peso de la culpa de los demás.
Pero degustaré la pasión de la aventura.
Pagaré el precio.
Tengo la señal preparada.

El hombre que se casó consigo mismo

Quizás mamá nunca le quiso demasiado. Quizás sus gustos eran elitistas. Quizás se sentía solo.

Lo cierto es que la persona a la que más admiraba era a él mismo.

No quería darle importancia al asunto. Incluso forzaba su discurso para no parecerlo. Pero resultaba inevitable.

Un pequeño gesto o un par de palabras inadecuadamente entonadas le delataban.

Intentaba ser caritativo a base de decirle a los demás lo equivocados que estaban al no ser como él.

En lo espiritual y en lo material, se sentía habilitado intelectual y éticamente para demostrar al mundo que él, y sólo él, podía mostrar el camino a una horda de almas perdidas en este mundo de información deslocalizada.

Su voz y su figura le acompañaban. Con una cándida languidez mostraba su desdén por un mundo que no le contuviera a él dentro. O que no cupiera en él.

Por eso daba igual lo que pensaran los otros. El era el hombre que se iba a casar consigo mismo.

Dolor

Iban vestidos de seda y cuero.

Negro.

O desnudos.

Desafiantes.

Listos para atacar.

Paseaban como depredadores.

Lentos.

Vigilando.

Sin casi luz.

Las pupilas dilatadas.

Buscando presas.

Y se escuchaban los gemidos de las víctimas.

Dolor.

Y placer.

Ellas eran ellos.

O ellos eran ellas.

Una pasión extraña.

Donde acababan los unos empezaban los otros.

Carne.

Y fluidos.

Y más carne.

El silencio de los corderos.

Y el sigilo de los lobos.

Un ritual extraño.

Cuerpos en la oscuridad.

Dolor, ¿me lo devolverás?

Ciplotorio

Sicilio Silicio era tonto. De los cojones.

Y agente de inteligencia. Pero exactamente en ese orden. No en otro.

Se especula si esa combinación le llevó al Ministerio. Lucha antiterrorista. Servicios especiales.

El se creía especial. Sofisticado e inteligentíssssimo. Aunque lo más parecido a un silicon valley que había visto era al canalillo entre las tetas siliconadas de sus amigas. Del burdel. Porque era su destino preferido. Allí podía desahogarse y buscar información de los bajos fondos.

El desahogo era verbal. Pagaba por que le escucharan. Todos sus relatos era falsos. Pero eran su vida. Ellas le miraban, como idas, y él se vanagloriaba de ser ciplotorio. Como todos los agente secretos. Y las chicas parpadeaban levemente. No entendían nada. El tampoco.

En realidad era ciclotímico. Y lo largaba todo, poniendo en peligro cualquier acción.

O se encerraba en si mismo. Con su espiral de información y análisis. En una depresión borrascosa.

Deambulaba por lugares en los que no brilla el sol, con un abrigo de visón blanco. Los lomos peludos brillaban en la oscuridad. Y junto a su generoso volumen y perímetro, le convertían en un objetivo perfecto a la salida de cualquier restaurante, donde solía cenar con su lugarteniente, sus colegas, sus soplones y sus chicas.

Claro que como agente sólo acumuló fracasos. Sin fin. Sin límite. También tiros. Una docena en su cuerpo. Pero sólo lloró el día que le echaron.

El cese fue fulminante. Y eso que sus compañeros y superiores no eran 007. Ni el ministro M. Pero le encargaron ir al norte a neutralizar a la Tigresa. Y casi le destroza el circo al difunto Angel Cristo.

Le pegó fuego a las jaulas de los felinos.

Intentó recuperarse para la investigación privada. ¿Su trabajo? Maridos desolados, mujeres sospechosas. Y desapariciones, y estafas, y personajes públicos sodomizados en orgiasticas ceremonias.

Y con putas. Muchas putas. Porque era ciplotorio.

Autopromoción

Estamos en la era de la autopromoción. Las historias personales parecen lo más importante y constituyen el centro de todo el Mundo. Bueno, del nuestro, porque como no conocemos muchos más nos parece el único que existe. Con tanta calidad de vida y tanta comunicación, muchos han llegado a creer que tienen vidas excitantes, llenas de vivencias y conocimiento.

¿No están hartos de tanto oir eso de “soy especial?” Pero no se conforman con creerselo ellos, sino que nos intentan convencer a los demás de que son los únicos que tienen experiencias únicas, diferentes, “especiales”. Las leyendas urbanas se convierten en experiencias personales y siempre aparece un amigo, un conocido o un compañero que nos las cuenta en primera del singular.

¿Quieren historias de primera mano? Pues ayer estuve de guardia, así que aquí van algunas.

A las 21:30 traen a un chino, 31 años, cosido a navajazos. Tiene un par de heridas en el abdomen y por una se exterioriza el epiplón. En el TC toraco-abdominal, nada. El resto eran heridas de defensa en el antebrazo y brazo, y en el muslo izquierdos. Le metemos al quirófano, le reparamos las heridas y listo.

Una mujer de 28 años aparece en la Urgencia a las 23:00. Una residente, amiga de la mujer, me pregunta ¿Sabes coser una nariz? “Pues va a ser que sí”…

Resulta que practicando Kenjutsu se le ha metido la punta de la espada, con muy mala suerte, en la nariz. ¿Resultado? Sección del cartílago del ala nasal izquierda y herida incisa en la punta de la nariz. Ethilon 6-0.

A las 6:00 de la mañana, una chica de 22 años viene con una amiga. Dice que se ha caído y que ha perdido el conocimiento. ¿Se les ocurre alguna explicación? Tiene una herida en el mentón. “¿Me va a quedar cicatriz?” – Sí, hija mía, sí, pero no por mi sutura, sino por haberte caído y haberte hecho una herida en el mentón yendo cargada hasta las trancas de drogas – (pienso yo para mí, en silencio).

A las 6:15 un joven de 28 años que dice que ha venido de visita y se ha quedado a dormir a casa de un amigo (trabaja en el Reino Unido). Ha sonado un despertador, se ha levantado desorientado en la buhardilla de la casa de su amigo y se ha golpeado la ceja izquierda contra una viga – si la historia es cierta, mejor que no la hubiera contado así y que se hubiera invitado otra más interesante -. Unas cuantas grapas valen.

A las 6:30 un chico de 21 años. Vigoréxico. No se acuerda de nada. Estaba en Moncloa y cree que le deben haber pegado, porque tiene el labio partido, pero no se acuerda de nada. Parte al juez. “No tomo alcohol, no me gusta”. Pues vale. Con un par de puntos de Vicryl, todo solucionado.

A las 6:35 una chica de 28 años. Dice que unos skinheads le han pegado a la salida del metro de Islas Filipinas. Parte al juez. Tiene una pequeña herida en el labio superior que no precisa de sutura.

Si a eso le añadimos que ayer por la mañana estuve en el quirófano con lo ginecólogos para tratar por laparoscopia a una mujer joven con una endometriosis del tabique recto-vaginal y que luego me bajé a nuestro quirófano para realizar una esofagogastrectomía en un paciente de 45 años con un adenocarcinoma de la unión gastroesofágica, pues voy bien servido de experiencias por un día.

Porque lo de viajar por el mundo, codearse con gobernantes poderosos o delincuentes de las alcantarillas del Estado, cenar con estrellas de las revistas y participar en espectáculos o fiestas extravagantes, aunque morboso, es siempre mucho menos fascinante que las historias de la gente que un cirujano trata diariamente en un hospital.

(Disclaimer: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia).