Alguien tiene que limpiar las cloacas del estado

Sí, soy limpiador. ¡A mucha honra!

Llevo años limpiando las cloacas del Estado y las he dejado relucientes.

Hubo un ex-ministro que dijo que todo estado necesita sus cloacas. «Y sus limpiadores», añadí yo en voz baja.

Somos gente que recoge la basura y la recicla para que no se note.

Si había testigos, yo los arrojaba en el cubo correcto. Los papeles los convertia en pasta. Y el dinero pasaba a ser ladrillo en Coral Gables. Incluso al sexo le sacaba buenos frutos.

Lo malo de ser un limpiador de cloacas del estado es que de vez en cuando a los jefes les da por ser íntegros y tiran todos de la cadena a la vez.

Y la corriente te arrastra y borra las huellas de tus servicios.

Así que ahora estoy aquí, en el lodo y sin rumbo.

Pero si tu me dices ven, lo dejo todo.

Papá, ¡cómprame algo!

El soniquete era insoportable: Papá, ¡cómprame algo!

Y le compró un banco.
Con su consejo de administración.
Con sus accionistas y su consejero delegado.
Tambén muchas oficinas.
Empleados incluidos.
Todo para que se callara y le dejara en paz.

La reputación la compró en efectivo.
Su libertad, en cómodos plazos.

Wien – Babylon

Recorrí la Ringstrasse desde el Burggarten hasta Johannesgasse.
Llovía intermitentemente, pero daba igual.
Iba empapado.
El pelo me caía, liso, sobre los ojos.
Ni intentaba retirarlo.
Y las gotas terminaban resbalando por la cara.
Algo que odio.

Me metí a la izquierda, por Johannesgsse. Atravesé Hegelgasse y Schellinggasse.
No me crucé con nadie.

Viena estaba muerta.
Como todas las noches.
Los edificios con sus colores claros, pero sin vida.
Yo, totalmente de negro.
Con la piel morena.
Como todo vienés jovialmente expuesto a los rayos UVA.
Por algo me llamo Gustavo Klint.
El traje de lana en remojo.
La camisa de algodón, de cuello rígido y amplio.
Entre diseñador italiano y cirujano plástico español.

Cuando llegué a Seillerstätte, giré a la derecha.
En el número 1 estaba Babylon.
Llamé a la puerta.
Repetidamente.
Nadie contestaba.
Mientras, seguía lloviendo y yo seguía empapándome.
No soy un hombre tranquilo.
Me empezaba a impacientar.
Porque estaba seguro de que dentro había alguien.
Había gente.
Mujeres y hombres.
En Babylon.

Después de que un ojo se dejara ver detrás de una rejilla, la puerta se abrió.
¡Por fin!

La decadente atmósfera imperial estaba allí encerrada.
Sin sorprenderme, excepto por la música de Prince o de Sheena Easton.
O Whitney.
Era todo tan..kitsch.
Y ese olor, ese fuerte olor…

La barra parecía un sitio seguro para alguien como yo.
Me senté en un taburete.
Apoyé los codos y levanté un dedo.
El camarero no tardó en acercarse y preguntarme, en un alemán con acento turco, qué deseaba beber.

– Soda

De repente, noté que alguien se movía a mi lado.
Me estaba rozando.
Giré la cabeza.
Una mujer practicaba un lap dance sin ninguna pasión.
Con desgana.
De vez en cuando, dos tipos de cabeza rapada le metían billetes de diez euros debajo del conjunto que seguro que Victoria’s Secret había diseñado y vendido.

El camarero llegó con una botella y un vaso.
Le pagué, los cogí y me fui de allí, a dar una vuelta por el local.
Aquel triste espectáculo no conseguía quitarme el frío del cuerpo…

Continuará…

Daddy, you can be the boss

Cuando entramos en la habitación, parecía una fiesta.

– ¿Pueden dejarnos?

Una joven eslava nos miraba, sin entendernos, sentada en un sillón que esquinaba la habitación.

Dos bufones daban vueltas, gritando, alrededor del accidentado. Llevaban las llaves de un coche en la mano. Se las tiraban entre ellos. Querían llevarse al «señor» a casa.

Mientras, un tipo de unos dos metros se doblaba en la cama para intentar levantarse. Fornido. Como un semental. Su melena era felina. Indomable. Ni siquiera la almohada había podido aplastarla. Estaba orgulloso.

No fue tan fiero el león mientras sangraba. Estaba dormido. Con un tubo en la traquea. Una máquina soplaba por él.

Un tiro le había entrado justo por debajo de las costillas, muy de cerca. Le dejó chamuscada la piel. Ya se sabe. El estilo vengativo albano-kosovar. No se detuvieron a rematarle. Fue un error.

Como un sedal, el proyectil había hecho como la lectura, una diagonal. Pero perdiendo fuerza. El hígado primero. Luego le había surcado la raíz del mesenterio, milagrosamente. Se apartó el duodeno; y el páncreas. Y sin explicación, no había roto el pedículo vascular.

«Todos los hijos de puta tienen suerte» suelen decir. No era yo quién para juzgar. A nadie. Aunque no tuvo tanta suerte cuando la bala se encontró un intestino grueso. Y le llenó de mierda.

La suerte dura lo que dura un tiro. Las balas las conduce el diablo. Tras el colon, atravesó el hueso y le destrozó la cabeza del femur izquierdo. Y lo llenó de un poco de mierda.

Ahora, descomía por el abdomen. En una bolsa. Y andaba cojeando con una muleta. Era el precio a pagar. Todo era un «percance con mi negocio de chicas»

Las tijeras cortan

Sólo fue un movimiento.
Suave.
Ni sonó.
Tampoco se escuchaba a nadie.
Hacía frío, como la hoja.
Estaba frío, como el hielo.
De izquierda a derecha.
O de arriba abajo.
Fue un único gesto de una mano armada.

Era otro desconocido.
Un desconocido que volvía a casa, después de empaparse en etanol, un sábado por la noche.
El muro no supo apartarse.
El tampoco.
El cinturón le dejó una franja.
De izquierda a derecha.
De arriba a abajo.
En bandolera.
El globo le explotó en la cara.

Sin pensar.
Sin sentir empatía.
No había que sentir para evitar la parálisis.
No importaba quién era, qué hacía, quién le esperaba.
Pensar impide ejecutar.
No es el momento.

Vamos
Vamos
Vamos
Vamos

El abdomen abombado.
Y titilante.
Como un flan.
Al separar los bordes de la herida la cavidad se convertió en un caldero repleto de carne.
Rebosante de una pócima mágica.
La mayoría de los fluídos del cuerpo se mezclaban allí.

O hacía algo o se moría en la mesa.

Control
Control
Control
Control

Hay que controlar el daño. Y salir pronto de ahí.

Vamos
Sangra
Vamos
Sangra
Vamos
Empaqueta
Vamos

Abandonó el quirófano latiendo, perfundido pero más frío.
Directo a cuidados intensivos.
Un trabajo de equipo.
Y sólo acababa de empezar.

La familia esperaba en una salita triste.
Casi sin luz.
Unas feas sillas de madera convertían el tiempo en una doble tortura.

Cuando me vio, se quedó sin sangre en la cara.
Pero casi sin dejarme reaccionar, me abrazó.

La vida tiene un extraño sentido del humor.
Y la muerte alguna ironía.

Por un nuevo mundo de dioses y monstruos

La ginebra era la única debilidad que se permitía. Pero siempre antes de irse a dormir. No toleraba perder el control. Y menos, que los demás lo supieran. El pulso a veces fallaba y el temblor ya sólo respondía al alcohol. Un secreto.

Había pasado una vida observando seres humanos. Altos, bajos, gordos, delgados, pobres o ricos. Horas para analizarles, entenderles, diagnosticarles y ayudar, en su justa medida, a cumplir sus ansias de un resultado distinto. Pero como mucho había conseguido retrasarlo.

Pensaba. Y repasaba. Uno tras otro.
La pregunta.
La duda.
La risa.
La esperanza.
La tristeza.
El dolor.
Las lágrimas.
La resignación.
La nada.

Nada había sido por casualidad. Todo tenía un fin. Bien era cierto que no siempre había conseguido descifrarlo. Y cuantos se habían cruzado por su vida no lo habían hecho sin propósito. No podía describir en qué les había cambiado a ellos. Pero en su caso, nunca fue igual después de conocerles.

Aunque seguía escapando del pasado, el pasado terminaría por vencer. Lo sabía. Demasiadas cicatrices en un mundo de cuerpos reconstruidos. Aún así, entraba y salía del quirófano día tras día. Semana a semana. Año tras año. Sólo para seguir brindando por un nuevo mundo de dioses y monstruos.

Lerdo

Piensan que es tonto.
O lerdo.
Todos sin excepción.
Porque nada le preocupa.
Ni nada necesita.
Le da igual.

bubble

Nació sin prisa.
Se tomó su tiempo.
Casi ni lloró.
¿Para qué?.
Vive tranquilo.
Duerme sin miedos.
Y tiene tres lemas:
Pedir perdón antes que pedir permiso.
Todo lo que hacen los demás está bien.
Y el más importante: las ideas no son de nadie, usa las de otros a discreción.

El hombre que se salió del bronce

Cuando se sintió salir de la estatua de bronce, como por efecto de magia, lo primero que descubrió es que no tenía recuerdos.

Se vistió con lo primero que pudo.
Se arregló el pelo, se mesó la barba e inspeccionó el sitio.
No sabía dónde estaba.

Le rodeaban figuras humanas que permanecían inmóviles.
En posiciones imposibles.
Pero la que más le llamaba la atención era la suya propia.

¿Quién le metió ahí dentro?
¿Quién le hizo sólido? De metal.
¿Para qué?

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La altura de su yo de bronce era enorme.
Y la longitud de sus brazos. O el de sus piernas.
El de carne y hueso se notaba infinitesimal junto a su yo duro.
Rígido.
Paralizado.
Reducido a temporal carne su yo inmortal.

Labios rojos como la sangre

Avanzaba con paso lento por la habitación, acariciando con los dedos la tela de los butacones que la llenaban. Le gustaba el tacto.

Hasta que encontró uno. Perfecto de estado, suave, enfrentado a la puerta. El viejo estilo imperial. Viena.

Se fue a sentar. Con dos dedos, el pulgar y el índice, como dos pinzas, se sujetó los pantalones a la altura de las rodillas. Sentía una secreta pasión por la simetría.

Con inusual cuidado, se los subió levemente y se acomodó. Con las piernas separadas. Con pliegues astutamente plegados.

Y se recorrió con la mirada a si mismo, del pecho a los pies. Después, con un giro lento de lado a lado, lo hizo con la habitación.

Esperaba su entrada.

La puerta chirrió al entreabrirse. Un poco. Una pierna asomó. Nada más al principio. La piel blanca. Pero el tiempo se hacía interminable. Cada segundo era una nueva oleada de anticipación. Y detrás un cuerpo. El cuerpo. Dita. Pero del Este. Más del Este. Con una cabellera tan negra como la noche. Y labios rojos como la sangre.

Un cuerpo sin marca, sin defecto, sin grietas. Sin enfermedad.

Se le abrieron las pupilas. Monstruosamente. Como si no quedara luz para iluminarla. Como si su mirada quisiera absorberla, devorarla. Pero el resto quedó inmóvil. Ni una contracción muscular. Ni una mínima vasodilatación palpitante. No le galopó la respiración. Ni el corazón.

¿Qué se puede esperar de un hombre al que ya no le queda nada por vivir?

Sentirse bien.

El lobo se comió a caperucito

No sabía cómo llamar la atención.
Porque para algunos hombres nada es nunca suficiente.
Por eso dicen que existen los Ferraris. Porque hay hombres que creen que sus genitales no tienen el tamaño adecuado.

Así que se dedicó a gritar el nombre del lobo.
Para asustar.
Para que le miraran.

Gritó una y otra vez.
Hasta desgañitarse.
Hasta perder la voz.
Esperando que su abuelito le hiciera caso.
Hasta que el lobo se lo comió.
A él.