Alguien tiene que limpiar las cloacas del estado

Sí, soy limpiador. ¡A mucha honra!

Llevo años limpiando las cloacas del Estado y las he dejado relucientes.

Hubo un ex-ministro que dijo que todo estado necesita sus cloacas. «Y sus limpiadores», añadí yo en voz baja.

Somos gente que recoge la basura y la recicla para que no se note.

Si había testigos, yo los arrojaba en el cubo correcto. Los papeles los convertia en pasta. Y el dinero pasaba a ser ladrillo en Coral Gables. Incluso al sexo le sacaba buenos frutos.

Lo malo de ser un limpiador de cloacas del estado es que de vez en cuando a los jefes les da por ser íntegros y tiran todos de la cadena a la vez.

Y la corriente te arrastra y borra las huellas de tus servicios.

Así que ahora estoy aquí, en el lodo y sin rumbo.

Pero si tu me dices ven, lo dejo todo.

Papá, ¡cómprame algo!

El soniquete era insoportable: Papá, ¡cómprame algo!

Y le compró un banco.
Con su consejo de administración.
Con sus accionistas y su consejero delegado.
Tambén muchas oficinas.
Empleados incluidos.
Todo para que se callara y le dejara en paz.

La reputación la compró en efectivo.
Su libertad, en cómodos plazos.

Hospitales rurales en Tapia

Tapia de Casariego ha sido el lugar para el debate sobre el papel de los hospitales rurales (comarcales) en la asistencia sanitaria del siglo XXI. El debate ha sido rico, apasionado y lleno de las contradicciones que nuestro sistema tiene.

Los hospitales rurales son, actualmente, una parte muy importante de una asistencia próxima al ciudadano y muy conveniente para el paciente. Sin embargo, algunos de sus problemas se derivan de la escasa importancia que se les otorga por parte de los propios profesionales, que buscan desarrollar la profesión en centros de mayor «prestigio», asociado a un mayor tamaño, y de los administradores/propietarios del sistema.

En muchos casos, los hospitales rurales se sienten solos. Aislados. Por ello, la primera idea que más se ha repetido ha sido la de la «colaboración» frente a la competencia entre hospitales.

La segunda ha sido la del tamaño. ¡Claro que el tamaño importa!. Un hospital rural, cuando define muy bien a qué se va a dedicar, puede proveer mucho más valor a los pacientes, porque puede ofrecer los mismos beneficios, con menor daño, a menor coste, en menos tiempo y con menor consumo de energía que un hospital de mayor complejidad. Y es que es el valor que genera para los ciudadanos lo que debemos medir y no la cantidad de tecnologías que utiliza.

Debemos transmitir a toda la sociedad que el mejor hospital, o el mejor profesional, no es el que puede hacer un gran procedimiento de enorme complejidad dos veces al año, sino aquel que mejora las vidas de más pacientes mediante una asistencia correcta, al paciente correcto, en el sitio correcto en el momento correcto con los medios apropiados. Porque «más no siempre es mejor». Incluso puede ser peor.

Mi conclusión después de todo lo escuchado es que los hospitales rurales deben ser parte de una red integrada de atención «generalista», en un escalón inmediatamente por encima del autocuidado, los cuidadores informales, la ayuda familiar y el voluntariado. Y justo por debajo de la atención «especializada» de mayor complejidad y menor frecuencia. Su tarea debe ser proporcionar atención de gran valor (mayor beneficio en salud, con menos daño, al mejor coste, en el menor tiempo y con el menor consumo de energía) dentro de los procesos de mayor impacto para los ciudadanos, usando la tecnología «point-of-care», a la búsqueda de la alta resolución diagnóstica y terapéutica lo más próxima y accesible para el paciente.

Y para finalizar, gracias a los organizadores del congreso, y especialmente a Amalia y Begoña por invitarme a participar.

Wien – Babylon

Recorrí la Ringstrasse desde el Burggarten hasta Johannesgasse.
Llovía intermitentemente, pero daba igual.
Iba empapado.
El pelo me caía, liso, sobre los ojos.
Ni intentaba retirarlo.
Y las gotas terminaban resbalando por la cara.
Algo que odio.

Me metí a la izquierda, por Johannesgsse. Atravesé Hegelgasse y Schellinggasse.
No me crucé con nadie.

Viena estaba muerta.
Como todas las noches.
Los edificios con sus colores claros, pero sin vida.
Yo, totalmente de negro.
Con la piel morena.
Como todo vienés jovialmente expuesto a los rayos UVA.
Por algo me llamo Gustavo Klint.
El traje de lana en remojo.
La camisa de algodón, de cuello rígido y amplio.
Entre diseñador italiano y cirujano plástico español.

Cuando llegué a Seillerstätte, giré a la derecha.
En el número 1 estaba Babylon.
Llamé a la puerta.
Repetidamente.
Nadie contestaba.
Mientras, seguía lloviendo y yo seguía empapándome.
No soy un hombre tranquilo.
Me empezaba a impacientar.
Porque estaba seguro de que dentro había alguien.
Había gente.
Mujeres y hombres.
En Babylon.

Después de que un ojo se dejara ver detrás de una rejilla, la puerta se abrió.
¡Por fin!

La decadente atmósfera imperial estaba allí encerrada.
Sin sorprenderme, excepto por la música de Prince o de Sheena Easton.
O Whitney.
Era todo tan..kitsch.
Y ese olor, ese fuerte olor…

La barra parecía un sitio seguro para alguien como yo.
Me senté en un taburete.
Apoyé los codos y levanté un dedo.
El camarero no tardó en acercarse y preguntarme, en un alemán con acento turco, qué deseaba beber.

– Soda

De repente, noté que alguien se movía a mi lado.
Me estaba rozando.
Giré la cabeza.
Una mujer practicaba un lap dance sin ninguna pasión.
Con desgana.
De vez en cuando, dos tipos de cabeza rapada le metían billetes de diez euros debajo del conjunto que seguro que Victoria’s Secret había diseñado y vendido.

El camarero llegó con una botella y un vaso.
Le pagué, los cogí y me fui de allí, a dar una vuelta por el local.
Aquel triste espectáculo no conseguía quitarme el frío del cuerpo…

Continuará…

Daddy, you can be the boss

Cuando entramos en la habitación, parecía una fiesta.

– ¿Pueden dejarnos?

Una joven eslava nos miraba, sin entendernos, sentada en un sillón que esquinaba la habitación.

Dos bufones daban vueltas, gritando, alrededor del accidentado. Llevaban las llaves de un coche en la mano. Se las tiraban entre ellos. Querían llevarse al «señor» a casa.

Mientras, un tipo de unos dos metros se doblaba en la cama para intentar levantarse. Fornido. Como un semental. Su melena era felina. Indomable. Ni siquiera la almohada había podido aplastarla. Estaba orgulloso.

No fue tan fiero el león mientras sangraba. Estaba dormido. Con un tubo en la traquea. Una máquina soplaba por él.

Un tiro le había entrado justo por debajo de las costillas, muy de cerca. Le dejó chamuscada la piel. Ya se sabe. El estilo vengativo albano-kosovar. No se detuvieron a rematarle. Fue un error.

Como un sedal, el proyectil había hecho como la lectura, una diagonal. Pero perdiendo fuerza. El hígado primero. Luego le había surcado la raíz del mesenterio, milagrosamente. Se apartó el duodeno; y el páncreas. Y sin explicación, no había roto el pedículo vascular.

«Todos los hijos de puta tienen suerte» suelen decir. No era yo quién para juzgar. A nadie. Aunque no tuvo tanta suerte cuando la bala se encontró un intestino grueso. Y le llenó de mierda.

La suerte dura lo que dura un tiro. Las balas las conduce el diablo. Tras el colon, atravesó el hueso y le destrozó la cabeza del femur izquierdo. Y lo llenó de un poco de mierda.

Ahora, descomía por el abdomen. En una bolsa. Y andaba cojeando con una muleta. Era el precio a pagar. Todo era un «percance con mi negocio de chicas»

Las tijeras cortan

Sólo fue un movimiento.
Suave.
Ni sonó.
Tampoco se escuchaba a nadie.
Hacía frío, como la hoja.
Estaba frío, como el hielo.
De izquierda a derecha.
O de arriba abajo.
Fue un único gesto de una mano armada.

Era otro desconocido.
Un desconocido que volvía a casa, después de empaparse en etanol, un sábado por la noche.
El muro no supo apartarse.
El tampoco.
El cinturón le dejó una franja.
De izquierda a derecha.
De arriba a abajo.
En bandolera.
El globo le explotó en la cara.

Sin pensar.
Sin sentir empatía.
No había que sentir para evitar la parálisis.
No importaba quién era, qué hacía, quién le esperaba.
Pensar impide ejecutar.
No es el momento.

Vamos
Vamos
Vamos
Vamos

El abdomen abombado.
Y titilante.
Como un flan.
Al separar los bordes de la herida la cavidad se convertió en un caldero repleto de carne.
Rebosante de una pócima mágica.
La mayoría de los fluídos del cuerpo se mezclaban allí.

O hacía algo o se moría en la mesa.

Control
Control
Control
Control

Hay que controlar el daño. Y salir pronto de ahí.

Vamos
Sangra
Vamos
Sangra
Vamos
Empaqueta
Vamos

Abandonó el quirófano latiendo, perfundido pero más frío.
Directo a cuidados intensivos.
Un trabajo de equipo.
Y sólo acababa de empezar.

La familia esperaba en una salita triste.
Casi sin luz.
Unas feas sillas de madera convertían el tiempo en una doble tortura.

Cuando me vio, se quedó sin sangre en la cara.
Pero casi sin dejarme reaccionar, me abrazó.

La vida tiene un extraño sentido del humor.
Y la muerte alguna ironía.

El cuerpo medicalizado o el retorno de Frankenstein

Este artículo me lo publicaron en 2011 en la revista Barcelona Metrópolis, gracias a la invitación de una gran amiga, la historiadora del arte Estrella de Diego….

La medicalización del cuerpo humano en los países occidentales se inició en el siglo XVIII con la medicina urbana, tal como lo describió Michel Foucault en su Historia de la medicalización, para culminar en la última mitad del siglo XX, impulsada desde el corazón de las urbes globales.

Los ciudadanos se han entregado a la promoción y el desarrollo del conocimiento biomédico y de la cultura centrada en la potenciación biológica del individuo. Todos andamos a la búsqueda de un Shangri-La del perfecto bienestar, garantizado por la medicina moderna. El concepto de “salud total”, que se puso por escrito en la declaración de Alma Ata de 1978 (primera Conferencia Internacional sobre Atención Primaria de Salud), ha sido una de las características culturales definitorias del moderno proceso global de urbanización, que hace tiempo que dejó de ser una mera acumulación demográfica y de recursos para pasar a ser un conglomerado de difusión de estilos culturales y redes sociales.

“[…] la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo la ausencia de enfermedad; es un derecho humano fundamental y la consecución del nivel de salud más alto posible […] es un objetivo social prioritario en todo el mundo, cuya realización requiere la acción de muchos otros sectores sociales y económicos, además del sector sanitario”.

Solo hay que observar el corazón de las urbes desde las que se dictan las tendencias culturales. En todas encontramos masivas ciudades sanitarias y tupidas redes de atención primaria en las que se acumulan cerebros de obra y biotecnología. Todo ello ofrece al ciudadano posibilidades nunca imaginadas previamente para atender sus necesidades, que se pretenden extender a todo el planeta bajo el lema de “salud para todos”.

El paradigma occidental de salud se construye en esas grandes ciudades que marcan tendencia. Allí, las necesidades humanas han ido evolucionando en divergencia con las del medio rural. No sólo se busca la prolongación de la vida productiva luchando contra la enfermedad. Existe el deseo de adquirir un físico vibrante y en continua remodelación. Se persigue obtener un cuerpo urbano cuyas funciones y pulsiones internas se sincronicen con la apariencia exterior; un cuerpo que se mimetice con el asfalto cuando nos convenga. O sobresalga en él, cuando se persiga la notoriedad.

Ahora, cuando vas andando por una calle en cualquier ciudad, te cruzas con otras personas aparentemente iguales. Van con prisa, hablando por sus teléfonos, con unos pequeños artilugios metidos en las orejas o discutiendo con sus acompañantes. Se miran entre ellas. Como se han mirado siempre. Se reconocen como miembros de una misma especie. Una persona, un cuerpo. Una persona, un sexo. Una persona es una identidad corporal singular, en constante deterioro hasta el final. O eso era antes. Ya no lo será nunca más. Las urbes actuales, que extienden su influencia cultural a través de los medios de comunicación de masas, hasta la aniquilación de lo rural, han convertido el cuerpo humano en una quimera, como el animal mitológico, hijo de Tifón y Equidna, formado por partes de otros tres seres: un león, un macho cabrío y un dragón.

Aunque las bases se sentaron antes, el primer gran hito en la carrera hacia la medicalización masiva del cuerpo tomó forma en una de esas ciudades globales, definidas como aquellas que tienen capacidad para influir no solo socioeconómica, sino también cultural y políticamente. En los años cincuenta del pasado siglo, en Boston, también conocida como The Hub of the Universe, los cirujanos del hospital Peter Bent Brigham, de la Facultad de Medicina de Harvard, crearon la primera quimera viable. El complejo biosanitario conocido como Longwood Medical Area ha sido la fuente del saber médico occidental durante todo el siglo XX.

En aquella empresa de síntesis corporal se embarcaron dos mujeres, dos hermanas gemelas. Eran dos cuerpos de lo más idéntico que se podía conseguir. Una donó una víscera a la otra para que supliera su falta de función en los riñones. Fue el sueño del doctor Frankenstein hecho realidad y convertido en premio Nobel de Medicina para el doctor Murray. Desde entonces, no ha habido fin. Para los urbanitas, la muerte aparenta no existir. Ya no siempre es el final de un organismo. Puede ser el comienzo de un nuevo cuerpo multiorgánico.

Desde esas ciudades globales distribuidas por todo el planeta, Nueva York, Londres, París, Barcelona o Madrid, y desde las grandes industrias biosanitarias que las vertebran hasta constituir uno de sus motores socioeconómicos más poderosos, los médicos nos hemos puesto a producir un nuevo orden. Hebra a hebra de hilo sintético, a base de polímeros de hidrocarburos, cosemos dos cuerpos diferentes con la intención de conseguir la funcionalidad de uno solo. Nos aplicamos por la fuerza a unir singularidades que habitualmente, después de reconocerse como distintas, tienden a rechazarse. Pero a pesar de la tensión aplicada para unirlos, nuestra fuerza no es suficiente para mantener varios individuos en uno. Y crece la insurrección. La batalla entre organismos distintos ocurre sin trincheras a escala celular. Sin prisioneros. Hasta el exterminio final. Si les dejáramos, los cuerpos se eliminarían entre ellos. No solo lucha el cuerpo receptor contra el cuerpo injertado, sino que también este rechaza a su huésped (graft-vs-host disease). Así que ha habido que desarrollar drogas capaces de engañarles. El sistema inmune del cuerpo receptor es el objetivo de los fármacos inmunosupresores, que lo adormecen hasta suprimir su capacidad de reconocer el origen ajeno de las células del nuevo cuerpo injertado. Pero no todo son ventajas, porque aunque la reacción de rechazo ha sido domada, los medicamentos no la han podido eliminar. Es necesario establecer tratamientos crónicos que conllevan riesgos, tanto para el huésped como para el injerto, debido a la toxicidad de los fármacos utilizados.

Aun con ese alto precio a pagar, después de los riñones siguieron otras partes corporales trasplantadas. Algunas de ellas tienen un significado casi espiritual. Al contrario que Woody Allen, estamos reconstruyendo a un “multiHarry” con otros trozos de corazón, hígado, pulmones, córneas, páncreas o el intestino. Los trasplantes multiorgánicos son hoy en día una realidad y se asocian los trasplantes hepáticos e intestinales, de corazón y pulmón, o de riñón y páncreas.

Y tenía que ser en California, la fábrica de los sueños, desde donde se iniciara la búsqueda de una solución creativa para esta lucha contra el deterioro anatómico y funcional del cuerpo, dirigiendo nuestra imaginación hacia los xenoinjertos. Como en King Kong, los ciudadanos de la megápolis intentan dominar al gran mono. Con todo el poder de cualquier otra superproducción salida de los estudios cinematográficos, baby Fae, una recién nacida con un defecto cardiaco incompatible con la vida, fue el primer ser humano que sobrevivió unos días con el corazón de un babuino en Loma Linda, en los años ochenta.

Treinta años después del primer fracaso, los avances en la biotecnología permiten la manipulación genética celular, lo que ha llevado a los científicos a proponer la modificación de otros animales que hagan que su cuerpo sea compatible con la especie humana. Anhelamos tener una granja permanente para el gran consumo de órganos dedicados a la reparación de nuestros cuerpos: las quimeras transgénicas.

Otro ejemplo de un área en la que la influencia urbana ha forzado la medicalización del cuerpo es en la de la apariencia externa y el vigor sexual. Desde dos de las grandes ciudades en las que reside el imperio de los sentidos, Río de Janeiro y São Paulo, se ha cultivado la reparación del cuerpo para potenciar la apariencia física y el atractivo. Ahora esa necesidad se extiende por todo el planeta.

Tell me what you don’t like about yourself” (Dime qué es lo que no te gusta de ti mismo) era la pregunta que dos cirujanos plásticos de una serie televisiva de ficción urbana dirigían a sus clientes cuando acudían a su consulta, primero en Miami y luego en Los Angeles. El culto al cuerpo. Porque en nuestras ciudades, la apariencia contiene elementos de validación propia y externa. Sin necesidad de superar la incomunicación galopante que nos amenaza, la medicina y la cirugía estética pueden divinizar el cuerpo hasta convertirlo no solo en la mejor, sino en la única tarjeta de presentación. Nos libramos a una suerte de exteriorismo quirúrgico.

Es parte de la cultura popular el uso de los implantes de biomateriales para aumentar el tamaño de las mamas, de los glúteos o de los labios. Los cuerpos siliconados abundan en los gimnasios de nuestras ciudades, en los que el individuo luce sus atributos, pagados a golpe de préstamo si es necesario, ante los ojos ajenos. Se potencia la percepción del yo exterior, tanto por parte de mujeres como de hombres. La voluptuosidad de las curvas se crea mediante prótesis colocadas quirúrgicamente en lugares estratégicos de la anatomía.

La medicalización del cuerpo llega incluso a la genitalidad. En este caso es el interiorismo quirúrgico. Hasta el rejuvenecimiento vaginal va ganando adeptas que narran sus experiencias en Youtube. Y proliferan los centros dedicados a ofrecer soluciones al problema en todas las grandes ciudades occidentales. Si no te gustan tus labios menores, si necesitas revitalizar tu vagina, un cirujano estético se ocupará de esculpir una nueva intimidad. Si tu pene es pequeño, un mínimo corte allí, una prótesis puesta allá, aumentarán tu autoestima. Incluso la disfunción eréctil, simbólico ejemplo del declive y ocaso del macho dentro del grupo, puede ser compensada o eliminada mediante el uso de biomateriales cuando la farmacología no ofrece una solución.

Finalmente, la modificación de la identidad sexual es el último paso en el cuerpo medicalizado. Cuando uno no se siente adecuadamente representado por el fenotipo, es decir, por la apariencia externa de sus genitales, la cirugía y la medicina pueden reasignarle un género. La combinación de hormonas exógenas y de reconstrucción corporal posibilitan una adecuada sincronización psíquica y fenotípica. Es decir, lo que uno siente y lo que uno parece externamente pasan a coincidir gracias a la ciencia médica.

Los trasplantes, los cuerpos reparados con biomateriales o la reasignación de sexo son tres ejemplos del avance imparable del cuerpo medicalizado en el siglo XXI. Forman parte de una historia de éxito en la investigación biomédica, en la medicina organicista, que se ha cultivado en las ciudades durante los últimos tres siglos y que desde ellas se ha sembrado por el planeta mediante la difusión a través de los medios de comunicación de masas. Ahora, cuando nos cruzamos con otros individuos por esta “aldea global”, su cuerpo ya raramente es un solo cuerpo. Incluso cuando un individuo no contenga ninguna parte ajena, los medicamentos llevarán tiempo circulando y ocupando sus dianas terapéuticas para tratar un complejo sistema expuesto a un proceso continuo y natural de deterioro. Los avances cientificotécnicos están convirtiendo los sueños en realidad y al cuerpo humano del ciudadano actual en una quimera. Luchamos por retrasar el envejecimiento y la muerte casi a cualquier precio. Aun así, uno no puede dejar de hacerse preguntas que raramente encuentran respuesta: ¿Hasta dónde queremos llegar? ¿Para qué?

Por un nuevo mundo de dioses y monstruos

La ginebra era la única debilidad que se permitía. Pero siempre antes de irse a dormir. No toleraba perder el control. Y menos, que los demás lo supieran. El pulso a veces fallaba y el temblor ya sólo respondía al alcohol. Un secreto.

Había pasado una vida observando seres humanos. Altos, bajos, gordos, delgados, pobres o ricos. Horas para analizarles, entenderles, diagnosticarles y ayudar, en su justa medida, a cumplir sus ansias de un resultado distinto. Pero como mucho había conseguido retrasarlo.

Pensaba. Y repasaba. Uno tras otro.
La pregunta.
La duda.
La risa.
La esperanza.
La tristeza.
El dolor.
Las lágrimas.
La resignación.
La nada.

Nada había sido por casualidad. Todo tenía un fin. Bien era cierto que no siempre había conseguido descifrarlo. Y cuantos se habían cruzado por su vida no lo habían hecho sin propósito. No podía describir en qué les había cambiado a ellos. Pero en su caso, nunca fue igual después de conocerles.

Aunque seguía escapando del pasado, el pasado terminaría por vencer. Lo sabía. Demasiadas cicatrices en un mundo de cuerpos reconstruidos. Aún así, entraba y salía del quirófano día tras día. Semana a semana. Año tras año. Sólo para seguir brindando por un nuevo mundo de dioses y monstruos.

Lerdo

Piensan que es tonto.
O lerdo.
Todos sin excepción.
Porque nada le preocupa.
Ni nada necesita.
Le da igual.

bubble

Nació sin prisa.
Se tomó su tiempo.
Casi ni lloró.
¿Para qué?.
Vive tranquilo.
Duerme sin miedos.
Y tiene tres lemas:
Pedir perdón antes que pedir permiso.
Todo lo que hacen los demás está bien.
Y el más importante: las ideas no son de nadie, usa las de otros a discreción.

Un médico en las redes sociales

Esta tribuna es de 2010, en Diario Médico.

Mark Zuckerberg descubrió el poder de la tecnología de la comunicación en internet tras ser abandonado por su novia. En Harvard, no pertenecer a la élite de las hermandades supone no tener una vida social que merezca ser llamada así. Y ante la tragedia de quedarse sin novia y no pertenecer a ninguna hermandad, desarrolló Facebook para cambiar el flujo de poder social de una manera rápida y poderosa, atrayendo a mayor número de universitarias de lo que nunca hubiera soñado. Como subproducto, terminó convirtiéndose en el multimillonario más joven del mundo. Seis años después las redes sociales en internet son la mayor redistribución incruenta de poder que se ha producido activamente en la historia de la Humanidad. Todo gracias al poder de la comunicación.

Bien es cierto que el motor de este movimiento ha sido una necesidad básica de los seres humanos: el intercambio de genes. No resulta por tanto chocante que, según datos de marketer.com, casi un 80 por ciento de la generación del milenio (menores de 23 años) tenga una cuenta activa en una red social. Pero no sólo ellos están en la conversación. Cada vez más adultos se unen a este movimiento. En Estados Unidos, aproximadamente un 40 por ciento de los mayores de 65 años tienen una cuenta. ¿Por qué los adultos se están incorporando también a las redes sociales en internet? Porque se van dando cuenta de la potencia que tienen estas herramientas para comunicarse con otros seres humanos con los que intercambiar memes.

Fuente de contenidos
De lo expuesto anteriormente se deduce que, cada vez más, nuestros conciudadanos van a usar las redes sociales para buscar información y comunicarse. De hecho, internet ya es la mayor fuente de contenidos médicos de la que disponen. Y es allí donde los médicos deberíamos estar para ofrecer nuestros servicios y para compartir nuestro conocimiento. Pero a los médicos se nos ha entrenado específicamente para hacer diagnósticos diferenciales y aplicar tratamientos complejos, no para comunicarnos con nuestros pacientes de una manera efectiva. Y ese es un gran error, porque la curación comienza con la comunicación. Es el proceso clave, el fundamento de la calidad percibida o lo que suele denominarse humanismo médico. Claro que no es fácil cambiar una tradición milenaria de monopolio y ferreo control de la información de calidad, totalmente justificado por el modelo paternalista de la relación médico-paciente. Los cambios no gustan. Dicho esto, no es sorprendente encontrarse con fuertes opiniones contrarias a las nuevas redes sociales, más aún en el ámbito sanitario, porque son vistas como un elemento de levedad intelectual e inmadurez profesional. Personalmente, no creo que la credibilidad profesional o científica se deba sustentar en negarse a compartir el conocimiento con aquéllos que no tienen una formación como la nuestra. Muy al contrario, es parte de nuestra responsabilidad social transmitir a la sociedad, de una manera comprensible para todos, lo que sabemos, lo que ignoramos y lo que aprendemos como resultado de la investigación que llevamos a cabo con fondos públicos.

Por otro lado, las redes sociales no son un invento reciente. Han existido desde que los homínidos, animales poco dotados físicamente, optaron por agruparse y desarrollar el lenguaje para tener ventaja competitiva en la lucha por la supervivencia. Después de varios milenios, en el ámbito sanitario, las sociedades científicas o los colegios profesionales han sido redes sociales basadas en el modelo de poder imperante. La diferencia actual es el poder de la herramienta, internet, que ha modificado la distribución del poder.

Redefiniendo la comunicación
Sin duda, estamos en un momento clave de la redefinición de la comunicación en el ámbito sanitario entre pacientes y profesionales. Y debe haber profesionales e instituciones comprometidos con el liderazgo de la innovación tecnológica sanitaria. Por ello y para explorar la capacidad de las redes sociales entre profesionales, durante los últimos años hemos lanzado iniciativas en tres grandes redes sociales: Facebook, Twitter y LinkedIn.

Twitter es una forma de microblogging, muy popular entre profesionales del mundo sanitario, en la que mediante mensajes de 140 caracteres se pueden comunicar contenidos relevantes para la red de seguidores. En Twitter, en colaboración con Diario Médico, el Hospital Clínico fue la primera institución europea y la segunda a nivel mundial desde la que se retransmitió una intervención quirúrgica de la Unidad de Cirugía Guiada por la Imagen. Además, la utilizamos para mantener la actividad de la plataforma tecnológica iSurgitec, en la que participan, junto al Servicio de Cirugía I, el Departamento de Cirugía de la Universidad de Chicago, el Hospital Henry Ford de Detroit o el Servicio de Cirugía del Hospital Virgen del Rocío de Sevilla. Para terminar, disponemos del canal @iClinicoMadrid, en el que la Unidad de Innovación (creada con el apoyo del Instituto de Salud Carlos III) difunde noticias de innovación sanitaria. En Facebook hemos desarrollado un grupo en código abierto, Med&Learn, moderado y alimentado por especialistas para compartir contenidos docentes. Y finalmente, en la red profesional LinkedIn hemos creado el grupo Incubadora de ideas-HCSC, la marca de nuestra sesión de creatividad en tecnología sanitaria que se celebra mensualmente en el hospital. Este grupo está formado por más de 120 profesionales de distintos ámbitos que han desarrollado un espacio colaborativo para la innovación tecnológica.

Las redes sociales en internet son una innovación tecnológica que está cambiando la manera que los seres humanos tienen de relacionarse. No podemos mantenernos ajenos. No podemos ser meros espectadores. Los profesionales debemos implicarnos y liderar la evolución de estas herramientas para mejorar la comunicación con nuestros pacientes y con nuestros colegas. Debemos explorar las posibilidades de las nuevas tecnologías aplicadas a la sanidad. Aunque bien es cierto que los exploradores tienen que asumir una alta mortalidad. Suele reconocérseles porque son los que tienen las flechas en la espalda